martes, 24 de abril de 2018

El quinto en discordia.- William Robertson Davies (1913-1995)


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«La vida rural se ha explorado tan extensamente en el cine y en la televisión durante los últimos años que tal vez se estremezca ante la perspectiva de leer más sobre ella. Seré tan breve como pueda; no espero pintar el cuadro mediante la acumulación de detalles sino mediante la colocación del énfasis donde creo que corresponde.
 En una época estuvo de moda representar los pueblos como lugares habitados por encantadores y risibles simplones ajenos al refinamiento de la vida urbana, aunque ocasionalmente sujetos a preocupaciones rurales. Más tarde se popularizó la representación de los pueblos como lugares dominados por el vicio, especialmente por vicios sexuales, como los que tal vez sorprendieron a Krafft-Ebing cuando los descubrió en Viena: se daba por supuesto que el incesto, la sodomía, el bestialismo, el sadismo y el masoquismo rampaban a sus anchas por los pajares y tras las cortinas de encaje, mientras en la calle se profesaba una rígida devoción. A mí nunca me pareció que nuestro pueblo fuera así. Era más variado en lo que ofrecía al observador de lo que generalmente piensan las personas de lugares más grandes y más refinados, y aunque tenía pecados, locuras y asperezas, también podía mostrar muchos casos de virtud, dignidad e incluso nobleza.
 Se llama Deptford y se encuentra en la orilla del río Thames, a unos veinticinco kilómetros al este de Pittstown, capital de nuestro condado y la localidad grande más cercana. Por entonces, tenía una población oficial de unas quinientas personas, y probablemente, las granjas de los alrededores elevaban el número de almas de la zona a ochocientas. Teníamos cinco iglesias: la anglicana, pobre pero a la que se concedía una misteriosa supremacía local; la presbiteriana, solvente y tenida -sobre todo por sus propios feligreses- como intelectual; la baptista, insolvente y fervorosa; y la católica, misteriosa para casi todos nosotros, pero claramente solvente ya que se remozaba su fachada de forma tan frecuente como, en nuestra opinión, innecesaria. Contábamos con un abogado, que también era el juez, y con un banquero que tenía un banco privado, puesto que esas cosas todavía existían en aquella época. Teníamos dos médicos: el doctor McCausland, con fama de ser inteligente, y el doctor Staunton, padre de Percy y también dotado de inteligencia, aunque en el ámbito de los bienes inmuebles: era titular de muchas hipotecas y poseía varias granjas. Había un veterinario borracho que sabía serenarse cuando llegaba la ocasión, y un dentista, un desdichado sin habilidad manual cuya esposa lo mantenía desnutrido y cuyo establecimiento profesional era, sin duda alguna, el más sucio que haya visto en mi vida. También teníamos una fábrica de conservas, que funcionaba ruidosa y febrilmente cuando había algo que enlatar, además de un aserradero y varias tiendas.
 El pueblo estaba dominado por una familia apellidada Athelstan, que se había hecho rica con el negocio de madera a principios del XIX. Poseía el único edificio de tres pisos de Deptford, que se encontraba aislado en el camino del cementerio; casi todas nuestras casas eran de madera y algunas se sostenían sobre pilares, por las crecidas del Thames. Una de los Athelstan que quedaban vivía frente a nosotros, al otro lado de la calle; era una pobre anciana loca que, de cuando en cuando, escapaba de su enfermera y ama de llaves, corría a la calle y se tiraba al suelo levantando una nube de polvo, como una gallina que se diera un baño de tierra, mientras gritaba: "¡Cristianos, venid a ayudarme!". Por lo general se precisaba la intervención del ama de llaves y al menos de otra persona más para apaciguarla; mi madre la ayudaba con frecuencia en aquellos trances, pero yo no podía intervenir porque no le caía bien a la vieja dama: al parecer, le recordaba a un mal amigo del pasado. Sin embargo, me interesaba su locura y estaba deseando hablar con ella, de modo que siempre corría al rescate cuando emprendía alguna de sus huidas hacia la libertad.
 Mi familia disfrutaba de una posición de modesto privilegio, porque mi padre era el editor y propietario del semanario local, The Deptford Banner. No era un negocio muy próspero, pero sumado a los trabajos de imprenta bastaba para mantenernos y nunca estuvimos necesitados. Mi padre, como supe más tarde, no llegó a ganar cinco mil dólares brutos en ninguno de los años durante los que fue propietario. No sólo era editor y director, sino también cajista y mecánico jefe, aunque contaba con la ayuda de un melancólico joven llamado Jumper Saul y de una chica, Nell Bullock. Era una buena publicación, respetada y odiada, como cabe esperar de cualquier publicación local que se precie, y su editorial, que mi padre escribía directamente en la mesa de composición, se leía con interés todas las semanas. De modo que, en cierto sentido, éramos los líderes culturales de la comunidad; y mi padre era vocal en la junta de la biblioteca, junto al juez. 
 En aquella época, nuestro hogar era representativo de la mejor forma de vida que se podía llevar en el pueblo y estábamos satisfechos. Parte de nuestra complacencia se debía a que éramos escoceses; mi padre había llegado de Dumfries en su juventud, y aunque la familia de mi madre llevaba tres generaciones en Canadá, no era menos escocesa que cuando sus abuelos se marcharon de Inverness. Yo mismo creí hasta los veinticinco años que los escoceses eran la sal de la tierra; no era algo que se afirmara jamás en nuestra casa sino una de esas verdades aceptadas sobre las que no es preciso insistir. Además, la mayoría de los habitantes de Deptford  había llegado a Ontario Occidental procedente del sur de Inglaterra, de modo que no nos sorprendía que todos buscaran en nosotros, los Ramsay, sentido común, prudencia y opiniones correctas sobre prácticamente cualquier asunto.
 La limpieza, por ejemplo, era uno de aquellos asuntos. Mi madre era limpia, ¡ya lo creo que sí! Nuestro retrete establecía las normas de salubridad del pueblo. En Deptford dependíamos de los pozos y el agua que utilizábamos, fuera cual fuera su finalidad, se calentaba en un depósito llamado cisterna, situado a un lado de la cocina. Todas las casas tenían retrete, cuyo aspecto oscilaba entre el de deterioradas y malolientes casuchas hasta el de construcciones bastante elegantes, y el nuestro se encontraba claramente entre los mejores. Se han hecho muchas bromas sobre los escusados desde que se convirtieron en rarezas, pero no eran construcciones divertidas,  y exigían muchos cuidados para evitar que se echaran a perder.
 Además de aquel templo de la higiene también disponíamos de un "retrete químico" en la casa, que se usaba cuando alguien no se encontraba bien. No obstante, era tan inestable y olía tan mal que apenas sí servía para añadir nuevas aflicciones a la enfermedad y, en consecuencia, no se usaba casi nunca.
 De momento, esto es todo lo que es preciso saber sobre Deptford; cualquier detalle añadido se incluirá como parte de mi narración. Éramos gente seria y no echábamos nada en falta en una comunidad que no se sentía inferior, en modo alguno, a otras más grandes. Sin embargo, mirábamos con divertido desdén a Bowles Corners, una población que se encontraba a seis kilómetros y que sólo tenía ciento cincuenta habitantes. Desde nuestro punto de vista, vivir en Bowles Corners era el colmo de la tosquedad.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Libros del Asteroide, en traducción de Natalia Cervera. ISBN: 978-84-92663-77-4.]

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