Acto primero
Escena I
«Filinto: Pero, hablando en serio, ¿cómo
proponéis que actúe?
Alcestes: Quiero que seáis sincero, y
que, como hombre de honor, no digáis palabras que no os salgan del corazón.
Filinto: Cuando un hombre viene a
abrazaros gozoso, lo lógico es pagarle con la misma moneda, responder como se
pueda a sus efusiones, y devolver cumplido por cumplido y promesa por promesa.
Alcestes: No, no puedo soportar esa
forma de actuar cobarde que finge la mayoría de los que, como vos, presumís de
seguir la moda. Y nada aborrezco tanto como las contorsiones de todos esos
grandes gesticuladores al uso, esos individuos especializados en repartir
pródigos abrazos, esos complacientes voceros de palabras huecas, que con todos
rivalizan en cortesías y tratan de igual modo al hombre honesto que al fatuo. ¿Qué
provecho supone que un hombre os agasaje, os jure amistad, fidelidad, celo,
estima, ternura y se deshaga en elogios sobre vuestra persona, si os consta que
hace lo mismo con cualquier pelele? No, no, no existe ningún alma mínimamente digna que acepte una estima así prostituida, y la más
insigne tiene por baratos esos dones, desde el momento en que ve que se la
mezcla con todo el universo. La verdadera estima consiste en preferir a uno
frente a los demás, y el que estima a todos es porque no estima a nadie. Y ya
que incurrís en estos vicios de la época, perdonad que no os considere de los
míos. Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que es incapaz de
discernir los méritos. Quiero que me distingan y, hablándoos con franqueza, os
diré que ser amigo del género humano no es algo que me caracterice.
Filinto:
Pero, cuando se vive en sociedad, se hace imprescindible cumplir con los
convencionalismos que las circunstancias exigen.
Alcestes:
Os digo que no. Se debería castigar sin piedad ese vergonzoso comercio de
fingidas amistades. Quiero que por encima de todo seamos hombres, y que, en
toda circunstancia, en nuestras palabras se revele el fondo de nuestro corazón,
que sea él quien hable, y que nuestros sentimientos jamás se enmascaren bajo
vanos cumplidos.
Filinto:
En muchas circunstancias, la franqueza absoluta resulta ridícula y fuera de
lugar; y a menudo, mal que le pese a vuestro austero honor, no está de más
ocultar lo que se lleva en el alma. ¿Sería oportuno y decoroso decir a mil
personas todo lo que pensamos de ellas? Y cuando alguien nos desagrada y nos
parece odioso, ¿debemos decírselo con sinceridad absoluta?
Alcestes:
Sí.
Filinto:
¡Cómo! ¿Iríais a decirle a la vieja Emilia que a su edad le sienta mal ir
dándoselas de coqueta, y que los afeites que usa escandalizan a cuantos la
conocen?
Alcestes:
Sin duda.
Filinto: ¿Y a Dorilas, tan inoportuno generalmente, le echaríais en
cara que lo es y que no hay oídos en la corte a los que no agobie hablándoles
de su valor y de su excelsa estirpe?
Alcestes: Podéis estar seguro.
Filinto:
Bromeáis.
Alcestes: No bromeo en absoluto y, en lo que a eso respecta, no
hago excepción con nadie. Me hace daño a la vista, y la ciudad y la corte solo
me dan motivos para revolverme la bilis: caigo en un humor negro, en una honda
pena, cuando
veo convivir a los hombres como ahora lo hacen. Por doquier no encuentro más
que adulación cobarde, injusticia, intereses, traición y bellaquería. No puedo
soportarlo, me enfurezco, y ganas me dan de cantar las verdades del barquero a
todo el género humano.
Filinto:
Ese filosófico enfado está un tanto fuera de lugar. Me río de los negros
arrebatos a los que os entregáis, y me parece ver en nosotros dos, educados de
igual forma, a esos dos hermanos que aparecen en La escuela de los maridos, cuyos…
Alcestes:
¡Por Dios! Ya basta de insulsas comparaciones.
Filinto:
No, si no renunciáis de una vez a todas
estas extravagancias. El mundo no ha de cambiar por mucho que os empeñéis.
Y ya que tan preciada os resulta la franqueza, os diré que vuestra enfermedad
provoca la risa allá por donde vais, y que tamaña inquina contra los usos
mundanos os pone abiertamente en ridículo ante mucha gente.
Alcestes: Tanto mejor, ¡pardiez! Tanto
mejor, eso es lo que pido. Ésa es muy buena señal para mí, y no puedo menos de
alegrarme: hasta tal punto me son odiosos todos los hombres, que me disgustaría
parecerles sensato.
Filinto: ¡Detestáis, pues, al género
humano!
Alcestes: Desde luego. He concebido por
él un odio espantoso.
Filinto: ¿Y todos los pobres mortales, sin excepción
alguna, os merecen semejante aversión? ¿No hay acaso nadie en el siglo en que
nos hallamos…?
Alcestes: No. Mi aversión es general, y
los odio a todos: a unos por ser malvados y dañinos, y a los otros por ser
complacientes con los malos y no sentir por ellos ese odio vigoroso que debe provocar
el vicio en las almas virtuosas. No podéis imaginar cómo se nota, en ese
perfecto canalla con quien pleiteo, el injusto abuso de esta complacencia: a
través de su máscara se adivina al traidor, y por doquier saben todos aquello
de lo que es capaz; tan solo quienes no son de aquí se dejan impresionar por
sus miradas lánguidas y su tono melifluo. Sabido es que ese patán, digno de que
Dios lo confunda, con sucios manejos medró en la sociedad, y que su fortuna,
revestida de un dudoso esplendor, al mérito escarnece y a la virtud deshonra. Por
más que en todas partes le otorguen títulos viles, su miserable honor no
encuentra crédito en nadie. Llamadle bellaco, infame
y alevoso maldito, todos estarán de acuerdo y nadie os desmentirá. Y, sin
embargo, su rostro melindroso es bien recibido allá donde va: por todas partes
se le acoge, se le festeja, con todos se insinúa, y si hay un puesto que
conseguir, no repara en artimañas, burlando al hombre más honrado. ¡Vive Dios
que me hiere y me disgusta mortalmente ver la complacencia que se tiene con el
vicio, hasta el punto de que a veces me sobrevienen súbitos impulsos de huir a
un desierto, lejos del contacto de los hombres!
Filinto:
¡Dios mío! Dejemos de afligirnos por las costumbres de la época, y concedamos
un poco más de crédito a la naturaleza humana; no la examinemos con tanto
rigor, y miremos con cierta indulgencia sus defectos. Vivir en sociedad exige una
mínima virtud. A fuerza de cordura, podemos hacernos insufribles. La perfecta
razón huye de todo extremo, y exige que seamos sensatos y a la par comedidos.
Ese rigor tan grande de la virtud antigua choca demasiado en nuestro siglo con
las costumbres al uso; exige demasiada perfección a los mortales: hay que
plegarse sin obstinación a los nuevos tiempos, ya que es una locura sin igual
empeñarse en corregir el mundo. Como vos, yo observo cada día cien cosas que
podrían mejorarse de seguir otros rumbos; mas, aunque a cada paso se nos
presentase alguna de ellas, en modo alguno me verían enfurecerme como lo estáis
vos. A los hombres los tomo sencillamente como son; acostumbro a mi alma a
soportar lo que hacen, y creo que, en la ciudad lo mismo que en la corte, mi
flema es tan filosófica como abundante vuestra bilis.
Alcestes: Mas esa flema, señor, que tan
bien razona, ¿no podría acalorarse por nada? Y si, por un suponer, un amigo os
traiciona; si, para entrar a saco en vuestros bienes, os tienden alguna celada o intentan propalar rumores malignos sobre vos, ¿lo veríais
sin encolerizaros?
Filinto:
Por supuesto que no, ya que considero esos defectos contra los que vuestra alma
se subleva como vicios inherentes a la naturaleza humana. Y mi espíritu, por
consiguiente, no se siente más herido al ver a un hombre artero, injusto e
interesado, que ante el espectáculo de unos buitres ansiosos de carnaza, de
unos monos dañinos o de unos lobos feroces.
Alcestes:
Me decís, pues, que es posible verse traicionado, escarnecido, robado, sin que…
¡Maldita sea!, no quiero seguir hablando, hasta tal punto me siento en
desacuerdo con vuestro razonamiento.
Filinto:
Haréis bien, a fe mía, en guardar silencio, enojaros menos con vuestro
interlocutor y dedicar una parte de vuestros afanes a ganar vuestro pleito.
Alcestes:
No se los dedicaré; es cosa decidida.
Filinto:
¿Y quién queréis entonces que abogue por vos?
Alcestes: ¿Que quién? La razón, la equidad, mi justo derecho.
Filinto:
Entonces, ¿no vais a hablar previamente con ningún juez?
Alcestes: No. ¿Es acaso mi causa injusta o dudosa?
Filinto: En eso estoy plenamente de acuerdo con vos, pero ya se sabe
lo que pasa en los litigios…
Alcestes:
No. Ya he decidido no dar ni un solo paso. O tengo razón o no la tengo.
Filinto: Yo, en vuestro lugar, no me
fiaría tanto.
Alcestes: No moveré ni un dedo.
Filinto: Vuestro enemigo es poderoso y
puede, con sus manejos, arrastrar…
Alcestes: No me importa.
Filinto: Creo que os engañáis.
Alcestes: Es posible. Pero ya veremos
cómo acaba.
Filinto: Sin embargo…
Alcestes: Tendré incluso el placer de
perder mi pleito.
Filinto: Pero bueno…
Alcestes: Ese pleito me permitirá ver si
los hombres tienen el suficiente descaro y son lo bastante perversos, infames y
malvados como para cometer conmigo semejante injusticia ante el universo
entero.
Filinto:
¡Qué hombre este!»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Vicens-Vives, 2015, en traducción de Juan Bravo Castillo, pp. 4-11. ISBN: 978-84-682-2220-2]
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