I.-El gran viaje
«Los cataclismos del final del siglo XIII constituyeron el principio de un largo período de decadencia debido, en gran parte, al enfriamiento de la región, pero también, en el curso de las últimas centurias antes de nuestra era, a la expansión anárquica de los celtas en la Europa occidental, que cortó las rutas del ámbar. Los cimbros y los teutones, primero, y luego los longobardos, los burgundos y los godos, se lanzaron hacia el Sur, donde chocaron con los romanos. Pronto, sin embargo, gracias a estos últimos, el comercio se reactivó y la prosperidad volvió a Escandinavia, favorecida por una suavización del clima. La descomposición del Imperio acabó, una vez más, con la exportación del ámbar. Conflictos internos entre tribus o entre señores, y hasta actos de bandolerismo lisos y llanos, vinieron a agravar la crisis. Los anglos, los jutos y los sajones se lanzaron sobre la Gran Bretaña, mientras otras tribus, en olas sucesivas, iban a juntarse con los germanos continentales en su marcha hacia el Sur. Paradójicamente, la anarquía que imperaba en Occidente pronto favoreció a los pueblos escandinavos que no sufrían amenazas de ninguna índole. Desde el siglo V, y durante trescientos años, se vivió una edad de oro: el comercio y la piratería hicieron concentrarse en los puertos de las dos penínsulas buena parte de los tesoros de Europa. Ciudades de cierta importancia surgieron a orillas del Báltico. Los odales empezaron a federarse bajo la presión de los jarls más ambiciosos y más dotados de sentido político. En el siglo VII, la expansión demográfica provocada por la prosperidad reencontrada y el descontento suscitado, en muchos señores, por el nuevo orden social, crearon una tensión cuyas consecuencias ya conocemos: se iniciaba la era de los vikingos.
La historia, por lo general, la escriben los vencedores. La de los piratas escandinavos que asolaron a Europa occidental en los siglos IX y X, la redactaron las víctimas y no por ello, naturalmente, resultó más imparcial. Casi no se sabía escribir, en aquella época, sino en los conventos. Ahora bien: los vikingos saqueaban preferentemente monasterios e iglesias. No por odio religioso: los paganos se mostraban muy tolerantes y, cuando el cristianismo empezó a introducirse en Escandinavia, no se molestó en absoluto a sus adeptos. Hasta se les eximía de asistir a las ceremonias, obligatorias para los demás, que podían violentar su fe. Simplemente, los saqueadores eran atraídos por los tesoros que encerraban edificios que, para ellos, no eran más sagrados que los castillos. No es nada sorprendente, pues, que hayan dejado malos recuerdos a los historiadores eclesiásticos y que éstos nos los hayan presentado como agentes de Satanás. Sólo muy recientemente se ha empezado a medir el pro y el contra.
Los vikingos no eran ángeles ni demonios: simplemente hombres de su tiempo, de una época violenta poco adicta a la sensiblería. Lo que llamamos piratería no era para ellos sino una actividad tan loable como la corsa para los ingleses o los franceses del siglo XVII. Se labraba la tierra en otoño y en primavera, se partía en expedición en verano, se pasaba el invierno en fiestas y diversiones: ésta era la norma, al ritmo de las estaciones. Esos rudos guerreros, cuya moral toda estaba hecha de heroísmo, lealtad y camaradería, respetaban a las poblaciones indefensas, pero trataban a las que les resistían como se trataban entre sí en el curso de los conflictos esporádicos que oponían violentamente a bandas y odales. No se mostraban más tiernos para con los francos que Carlomagno para los sajones que convertía al cristianismo mediante argumentos... contundentes. Y si les parecía normal apropiarse del oro y las mujeres de los vencidos, lo podemos entender recordando que no hace tanto tiempo que el derecho de botín, reconocido a los ejércitos regulares, fue suprimido por convenios internacionales, no siempre respetados, por cierto.
Esto aclarado, los vikingos no eran salvajes. Su mitología mucho se parecía a la de los griegos, derivada de ella, por lo demás. Los poemas de sus escaldas no tenían nada que envidiar a los romances de los troveros francos. Los libros de historia que les debemos -las sagas-, desconocidos en la Europa occidental hasta el siglo pasado, son más precisos y mejor escritos que los que nos dejaron en latín los monjes de la época. Sus armas y sus piezas de orfebrería atestiguan un arte refinado, del todo original. Su arquitectura naval produjo uno de los barcos mejor diseñados de todos los tiempos. Y si, por no utilizar la piedra, no construyeron, por lo menos en Escandinavia, grandes edificios que hubieran perdurado hasta nosotros, las esculturas sobre madera que se han conservado evidencian, en sus autores, una capacidad de creación que los sitúa, por lo menos, a la altura de los imagineros de Occidente.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones de Nuevo Arte Thor, 1985, pp. 13-16. ISBN: 84-7327-102-5.]
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