16.-Cuadrilla
«-Señora Rushworth, le presento a lord Peter Wimsey. Naomi, lord Peter. Le interesan muchísimo las glándulas y esas cosas, y por eso lo he traído. Bueno, Naomi, a ver qué novedades tienes que contarme. ¿Quién es? ¿Lo conozco?
La señora Rushworth era una mujer alta y desarreglada, de pelo largo y desaliñado que llevaba recogido en rodetes por encima de las orejas. Le dedicó a Peter una mirada tan radiante como miope.
-Cuánto me alegro de verlo. Es maravilloso, lo de las glándulas, ¿verdad? Ya sabe, el doctor Voronoff y todos esos maravillosos vejetes. Qué gran esperanza para todos nosotros, aunque, la verdad, al pobre Walter no le interesa demasiado rejuvenecer. Quizá la vida ya es suficientemente larga y complicada, tan cargada de problemas de uno u otro tipo, ¿no le parece? Y, según tengo entendido, las compañías de seguros están en contra. Si te paras a pensarlo es lógico, ¿no? Pero es que las consecuencias sobre el carácter son tan interesantes, ¿sabe? Por cierto, ¿se dedica usted por casualidad a los delincuentes juveniles?
Wimsey dijo que planteaban un problema verdaderamente desconcertante.
-Cierto, muy desconcertante. Y pensar que llevamos tantos miles de años equivocándonos con ellos... Azotes y pan y agua, y la santa comunión, cuando lo único que realmente necesitarían es un poquito de glándula de conejo o algo por el estilo para que se comportaran divinamente. Es terrible, ¿no le parece? Y esos pobres monstruos en los espectáculos de segunda, ya sabe, enanos y gigantes: cuestión de la pineal o la pituitaria y se ponen bien. Aunque supongo que tal y como son ganan mucho más dinero, lo cual arroja una luz angustiosa sobre el desempleo, ¿verdad?
Wimsey dijo que todas las cualidades implicaban sus propios defectos.
-Desde luego -convino la señora Rushworth-. Pero pienso que resulta infinitamente más alentador considerarlo desde el punto de vista contrario, que todos los defectos implican sus propias cualidades, ¿verdad? Es muy importante ver estas cosas a la verdadera luz. Para Naomí supondrá tal alegría poder ayudar al pobre Walter en esta gran obra... Supongo que está usted desando contribuir a la fundación de la nueva clínica.
Wimsey preguntó a qué clínica se refería.
-¡Ah! ¿No se lo ha contado Marjorie? La nueva clínica para curar a todo el mundo con glándulas. Es de lo que va a hablar el pobre Walter. Está tan entusiasmado... igual que Naomi. Me llevé tal alegría cuando Naomi me dijo que estaban definitivamente prometidos... Bueno, no es que su anciana madre no sospechara ya algo, claro -añadió la señora Rushworth con aire malicioso-. Pero hoy en día los jóvenes son tan raros... Mantienen sus cosas en secreto.
Wimsey dijo que había que felicitar efusivamente a ambas partes. Y, desde luego, pensó, por lo poco que había visto de Naomi Rushworth, bien le parecía que al menos ella se merecía que la felicitaran, porque era una chica sumamente feúcha, con cara de comadreja.
-Me disculpará si lo dejo para hablar con otras personas, ¿verdad? -dijo la señora Rushworth-. Estoy segura de que se divertirá, porque sin duda tendrá muchos amigos en esta pequeña reunión, ¿verdad?
Wimsey miró a su alrededor y estaba a punto de congratularse por no conocer a nadie cuando se fijó en una cara sumamente familiar:
-Vaya, ahí está el doctor Penberthy -dijo.
-¡El queridísimo Walter! -exclamó la señora Rushworth, volviéndose rápidamente para mirar-. ¡Claro que es él! Bueno, entonces, podremos empezar. Tendría que haber llegado más temprano, pero un médico se debe a sus pacientes.
-Penberthy… ¡por Dios! -dijo Wimsey casi en voz alta.
-Un hombre muy sensato -dijo alguien a su lado-. No piense mal de su trabajo por verlo entre esta gente. A veces no puede uno elegir, como bien sabemos los curas.
Al volverse, Wimsey vio a un hombre alto y delgado, de cara simpática y agradable, a quien reconoció. Era un sacerdote muy conocido que trabajaba en los barrios.
-¿El padre Whittington?
-El mismo. Y usted es lord Peter Wimsey. Tenemos algo en común, el interés por el crimen, ¿no? A mí también me interesa esa teoría de las glándulas. Podría arrojar luz sobre algunos de nuestros problemas más acuciantes.
-Claro que no. ¿Por qué tendría que haberla? Todos vamos en busca de la verdad.
-¿Y todos estos? -preguntó Wimsey con un movimiento de la mano que incluía a los curiosos allí reunidos.
-También, a su manera. Tienen buena intención. Hacen lo que pueden, como la mujer de los Evangelios y son sorprendentemente generosos. Aquí está Penberthy, supongo que buscándolo a usted. Bueno, doctor Penberthy; ya ve que he venido a escuchar cómo hace picadillo el pecado original.
-Tiene usted una actitud muy abierta -replicó Penberthy con sonrisa forzada-. Espero que no sea usted discrepante. No tendremos ningún problema con la Iglesia mientras ella se dedique a sus asuntos y nos deje a nosotros con los nuestros.
-Pero hombre de Dios, si es usted capaz de curar el pecado con una inyección, yo encantado. Sólo una cosa: no meta algo peor de paso. Conoce la parábola de la casa bien barrida y arreglada, ¿verdad?
-Tendré el mayor cuidado posible. Discúlpeme un momento -dijo Penberthy, e hizo un aparte con Wimsey-. Oye, Wimsey, te habrás enterado de lo de los análisis de Lubbock, ¿no?
-Sí. Da un poco de susto, ¿no?
-Me va a poner las cosas muy difíciles, Wimsey. Ojalá me lo hubieras dado a entender en su momento. No se me había pasado por la cabeza semejante cosa.
-¿Y por qué tendría que habérsete ocurrido? Esperabas que el viejo la diñara del corazón y del corazón la diñó. Nadie puede echarte la culpa a ti.»
[El texto pertenece a la edición en español de Random House Mondadori, 2006, en traducción de Flora Casas, pp. 198-202. ISBN-13:978-84-8346-104-4.]
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