domingo, 29 de noviembre de 2020

Composición francesa: regreso a una infancia bretona.- Mona Ozouf (1931)

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Una composición francesa

 «Estoy tanto más convencida de ello cuanto que en muchos de los problemas que han agitado, y que aún agitan, la vida pública francesa, me he sentido incómoda con "republicanos" que son amigos míos y con los que comparto muchas opiniones. Ya se trate de la representación de hombres y mujeres, del uso del velo, de la tolerancia ante las lenguas regionales (tres cuestiones que remiten al lugar que una sociedad concede a sus diferencias), los republicanos abogan, sin fisuras, por la igualdad abstracta y contra los particularismos; y también sostienen que la verdad es única y el error múltiple. Envidio la tranquilidad con la que abordan y zanjan estas cuestiones. Frente a ellos, me siento perpleja y desorientada, oscilando sin cesar entre el punto de vista universal y el particular, dependiendo del problema considerado. He llegado a buscar consuelo entre los que se dicen comunitaristas frente a los liberales y entre los que se dicen liberales frente a los comunitaristas. Pero todo esto no basta para disipar mi confusión.
 Para empezar, he tenido esta experiencia en las controversias en torno a la paridad. No tengo problemas en hacer mío el objetivo que persiguen sus partidarios (acabar con la escasa representación de las mujeres en la vida pública). He vivido en un mundo de mujeres solas que no contaban más que con ellas para vivir y sobrevivir, convencidas (sin que hubieran leído necesariamente a Jules Renard) de que ser feminista significa, de entrada, no creer en el príncipe encantador. Creo que soy feminista si entendemos por ello la satisfacción que procura un trato más equitativo hacia la mujer, el placer que provoca cualquier logro femenino. Así, el campo de la paridad debería ser el mío.
 Sí, pero no. Tengo verdaderas dificultades para entrar en la argumentación de aquéllos que quieren inscribir la paridad en la Constitución e imponerla por ley. ¿Las mujeres poseen las virtudes que tan generosamente les presta el manifiesto de la paridad? Dulzura, humanidad, compasión, escucha, resistencia a la abstracción: en todas estas palabras tiernas resuena un discurso muy viejo y zalamero, que, lejos de haber servido para emancipar a las mujeres, las ha confinado durante mucho tiempo a las cunas y los fogones. Todavía tengo más dificultades para creer (porque este argumento es habitual en la reivindicación) que sólo las mujeres están capacitadas para representar a las mujeres. ¿No sería confundir (en contradicción con la doctrina republicana) la representación con la representatividad? En conclusión, yo no alcanzo a ver en las mujeres una comunidad dotada de derechos particulares. En todo este asunto, me inclinaría por medidas efectivas que puedan favorecer la participación de las mujeres en la vida política, entre las que estaría, en primer lugar, la prohibición de los mandatos sucesivos.
 Es cierto que los partidarios de la paridad me esperan aquí con un argumento tenido por irrefutable. De creerlos, la distinción sexual, a la que ningún ser humano puede escapar, es de tal evidencia, que no contradice lo universal; mientras que sí entraría en contradicción con lo universal la consideración de cualquier otra distinción (étnica o religiosa). En consecuencia, la representación del grupo sexuado es la única, dicen ellos, que se puede evocar desde el momento en que hablamos de derechos políticos. Pero ¿esto es así realmente? En este caso, ¿no se fundarían los derechos en la naturaleza? Algo me dice también que la humanidad no es la suma de individuos masculinos y de individuos femeninos, sino de lo que ambos tienen en común. De ahí que la consideración de la pertenencia biológica (o de cualquier otra pertenencia) no sea apropiada en el campo de la política, en el campo del bien común. La fuerza del principio democrático radica en no hacer depender los derechos de ninguna especificación particular: el sujeto de derechos, universal en la exacta medida en que está despojado de todo, es un ser sin cualidades, ni ambiguo ni sexuado.
 Por tanto, en esta controversia, yo quedaba del lado de mis amigos republicanos: firmemente universalista, segura de la capacidad de la razón para poner en suspenso la determinación de origen. Elegir un representante equivale a decir que es capaz de contribuir al bien común, y la cuestión de saber si es hombre, mujer, blanco, negro, homo o heterosexual debe quedar como elemento claramente subordinado. Estaba convencida de que, en la esfera de la política, había que hacer un elogio más apasionado de la abstracción, rechazando los adjetivos que vinculan lo universal con un contenido particular. Así, lo universal "masculino" del que se habla a propósito de la suerte que la Revolución y, más tarde, la República francesa, han dado a las mujeres. Un oxímoron en el que se evapora el sustantivo, porque, si es masculino, ya no es universal. O el "falso" universal (en consonancia con la igualdad "formal") que, con tanta frecuencia, denunciara el pensamiento socialista. Este universal es tan poco universal que las mujeres no se dejaron engañar y aprehendieron rápidamente su verdad. Cuando el sufragio censitario contradecía directamente la así proclamada universalidad de derechos, las mujeres vieron en ella, no la ilusión, sino el arma que necesitaban. Esta universalidad les sirvió para sentir y hacer sentir esta exclusión como insoportable. Esta universalidad es la que ha hecho que sus reivindicaciones sean escuchadas. La virtud de un pensamiento universalista consiste en desvelar las insuficiencias de lo que es, haciendo brillar en el horizonte lo que debería ser. La igualdad, en cuanto igualdad "formal", es una bebida embriagadora, una pasión fuerte, que lleva a los seres humanos a desear su extensión: paso a paso, esta universalidad es la que ha hecho entrar a las mujeres en el espacio público.
Resultado de imagen de mona ozouf composicion francesa  Estoy poco dispuesta a llevar el género a la política, convencida de que existen situaciones y roles en los que la singularidad tiene poco que decir. ¿Deseo que se me juzgue "como mujer" en el contexto profesional? Soy investigador, he sido profesor: en estos roles lo que importa es la función, no el género; lo que se ha de juzgar es la forma en que se ejerce esa función, de ahí que sea un tanto reticente a la feminización de los hombres. También me plantean dudas las consecuencias que los universalistas desean imponer a quienes les prometen lealtad, exigiendo de ellos el rechazo de todas las diferencias, la superación de todos los particularismos. La suspensión de la diferencia sexual no puede generalizarse. Si como cualquier otra singularidad, esta diferencia tiene poco que decir en la vida política, por el contrario, tiene mucho que decir en otros ámbitos de la existencia. ¿Tiene algún sentido la diferencia sexual en la relación amorosa, en el vínculo familiar, en la filiación?  Desde luego, parece que la vida democrática debe disolver hoy todas las diferencias en la gran marea cálida de la indistinción. Pero dudo que esta indistinción pueda convertirse jamás en similitud: soy muy consciente de hasta qué punto la evocación de la "naturaleza" femenina ha podido servir para someter a las mujeres, pero no creo que pueda ignorarse que existe una singularidad de la existencia femenina arraigada en la naturaleza, que hace más angustiosa su relación con el tiempo y más estrecha su dependencia con la parte no elegida de la existencia.
 Por otra parte, suponiendo que la indistinción fuera efectivamente posible, ¿sería deseable? Evidentemente, lo es cuando las diferencias sirven para justificar la opresión o cuando las imponen medidas inicuas como las novatadas, la tortura o la cárcel. Pero no es deseable si convenimos que las diferencias que nos distinguen a unos de otros, también nos vinculan y dan a la existencia humana su variedad, su relieve y su tono novelesco. En resumen, me niego a considerar como antagonistas la igualdad abstracta (que me hace vacilar ante la paridad) y la diferencia sexual. Una inconsecuencia, me dicen.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015, en traducción de Scheherezade Pinilla Cañadas, pp. 224-228. ISBN: 978-84-16272-73-0.]
 

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