Quinta parte
XI
«Todos los días Himmelfarb cogía el autobús para Barranugli. Se sentaba delante de su perforadora en la fábrica Rosetree, en donde contribuía a la fabricación de los faros Brighta. Bajo las ventanas corría el lento río verde, pero las ventanas eran demasiado altas para que se pudiera verlo y, a veces, el judío, que al principio había sido sensible a aquella corriente de agua verde, no se fijaba en ella ni siquiera cuando salía del trabajo. La recorría a lo largo hasta la parada del autobús y ya no era más que una sinuosidad verde, un símbolo de río.
Un día el encargado, Enrie Theobalds, que acababa de recibir una buena prima, tuvo un gesto de cordialidad hacia el judío.
-¿Cómo va eso, Mick?
-Fenómeno -respondió el judío en el lenguaje que se le había hecho familiar.
El encargado, que lamentaba ya su primer movimiento, se aproximó aún más. No era un mal individuo.
-¿No tienes amigos?
El judío se echó a reír.
-Yo soy amigo de todo el mundo.
Se sentía extrañamente, agradablemente sosegado, como si aquello pudiera ser verdad.
Pero eso le chocó al encargado y le hizo sospechar.
-Vale, hombre. Es un gesto. Pero aquí no hay oportunidades de que te miren con buenos ojos si no tienes un compañero, ¿te das cuenta? Te lo digo como lo pienso.
Himmelfarb rio de nuevo -la mañana le hacía despreocupado- y respondió:
-La Providencia será mi amigo.
Mr. Theobalds se quedó horrorizado. No podía aguantar las palabras importantes. Sintió gotitas de sudor que se escurrían a lo largo del vello de sus sobacos.
-Vale. No hablemos más.
Y se marchó como si fuera pisando huevos.
Apenas el encargado se hubo ido cuando Himmelfarb deseó salir corriendo tras él, ponerle la mano en el hombro y mirarle cara a cara, pero no hubiera podido explicar la estúpida alegría que le había invadido. Pero ya estaba demasiado lejos la silueta convencida de su importancia, con los codos plegados y flexionadas las rodillas.
Por otra parte era exacto, como lo había observado Enrie Theobalds, que el judío no era amigo de los de su sexo, y sin embargo había hecho varios intentos desde su llegada al país. Con ese deseo cogía el tren o merodeaba por las calles de la ciudad. Algunos le habían pedido consejos o dinero, que él les había dado en la medida de sus medios. Unos lo habían aceptado como si fuera su obligación, otros parecían considerarle como un enviado del cielo, aunque él se había visto obligado a ocultarse para impedirles ser víctima de su presunción y ahorrarse él mismo la vergüenza. Otros incluso le tomaban por un homosexual, y le maldecían cuando él les reanimaba de sus vómitos. Una o dos veces, a la puerta de las sinagogas los sábados, había hablado con los de su raza. Más desconfiados que todos los demás, se mostraban terriblemente afables, luego cogían del brazo a su mujer que esperaba acariciando su visón y subían en su coche y regresaban a sus casas de ladrillo en donde esperaban estar a resguardo.
Himmelfarb permanecía, pues, sin amigos.
-Sin compañeros -dijo dulcemente.
De repente, se acordó del negro, con el que todavía no había hablado, y que aún estaba en la fábrica. Todo el mundo decía que era un gandul, pero el puesto parecía gustarle. Después de una curda solía llegar con un ojo amoratado, o una magulladura verde o amarilla. Un bruto, eso es lo que era, un bruto al que la gente que se respetara no podría tocar más que con pinzas.
Sin embargo, entre él mismo y aquellos despojos -ahora se había dado cuenta- se había formado una extraordinaria alianza negativa, si así se puede describir a algo tan sólido, a todo un estado informulado, tan silencioso y elocuente a la vez. ¡Cómo sentía aproximarse al aborigen! ¡Cómo se presentaba ante su silencio! ¡Qué bálsamo representaban para sus respectivas heridas cuando pasaba uno cerca del otro!
Era ridículo, y como ambos sentían vergüenza, se daban la vuelta y volvían a comenzar la espera. A veces el aborigen silbaba con un aire burlesco un estribillo popular escuchado en la radio, cuya vulgaridad acentuaba inflando exageradamente los labios, como si quisiera destruirlos. Pero él sabía perfectamente que su amigo, el Gran Narigudo, no tendría dudas.
Hubieran podido tenerlas allí. Después de todo, cada uno en su tiempo, ambos habían conocido el cuchillo.
Y después, un día, durante la pausa del cigarrillo, Himmelfarb fue al lavabo cuya puerta cubierta de garabatos, el cemento húmedo y la sucia porcelana se le habían hecho familiares. Sentado, inclinó la cabeza. Los burbujeos del depósito de agua y el gotear de un grifo mal cerrado calmaron los latidos de su cráneo.
Aquel momento de descanso lo pasaba a menudo en los lavabos, a donde no iba nadie antes de que volviera a empezar el trabajo. Permanecía allí sentado, sin moverse, pero aquella vez su mano se posó sobre un libro que alguien había dejado sobre el banco. Himmelfarb tenía la costumbre de leer todo lo que se ofrecía a sus ojos, pero aquel día la sorpresa le invadió desde que comenzó:
"Y vi un viento de tormenta que procedía del norte y una gruesa nube rodeada de un resplandor, un fuego del que brotaban rayos, y en medio del fuego un rayo de ámbar. […]"
En este momento entró el aborigen; iba a buscar algo que se había dejado olvidado.
Desde que se vio sorprendido, se inmovilizó y empezó a mecerse sobre las plantas de sus pies normalmente planos y fofos. Vacilaba.
El judío estaba radiante.
-¡Es Ezequiel! -dijo olvidando el convencionalismo que le prohibía dirigir la palabra-. ¡Alguien lee a Ezequiel! Acabo de encontrarlo sobre el banco.
En su alegría dejaba escapar gotitas de saliva.
El negro permanecía allí plantado, manejando una bolita de algodón que hacía pasar de una mano a la otra.
-¿Es suyo? -preguntó el judío.
El negro hizo entonces algo sorprendente: habló.
-Sí -reconoció-. Es mi libro.
-Entonces, ¿usted lee la Biblia? ¿Y los demás profetas? ¿Daniel, Esdrás, Oseas?»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Carlos Puerto, pp. 292-296. ISBN: 84-7530-178-9.]
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