Capítulo V
«¿De qué es una metáfora la enfermedad? ¿Del capitalismo? No. ¿De la soledad? No. ¿De la decadencia? No. ¿De la fragilidad de las almas? No. ¿De la guerra? Tampoco. ¿Es la metáfora de todas las metáforas? Mucho menos. La enfermedad tiene muchas metáforas (el capitalismo, la soledad, la decadencia, la fragilidad, la guerra), pero, en cambio, ella misma no es ninguna metáfora. Acerca de ella se pueden decir muchas cosas pero ella misma no es nada. La enfermedad es sin metáfora, sin sentido, sin representación. La lengua de la enfermedad está por inventarse, igual que la lengua de la literatura. Es decir, la literatura ya ha sido inventada, y el habla de la enfermedad también, pero en el momento mismo en que se las inventa, se desvanecen, se escapan como arena entre las manos, como sal. Marcan, pero no dejan huella. Ninguna metáfora da cuenta de la enfermedad porque ella es plana, no tiene anverso ni reverso, no remite a ningún otro signo. No dialoga. La enfermedad es la suspensión de todo diálogo, de toda conversación, de cualquier intercambio. Si algo define a la enfermedad es la intransigencia. No transa. No se puede comprar ni vender. Acontece y eso es todo. Pertenece al orden de la mostración, de lo que ocurre. En la enfermedad no hay heroísmo, cualquier relato sobre la resistencia le es ajeno. La enfermedad no es un contrapoder, un síntoma del estado de las cosas. La metáfora consiste en darle a una cosa el nombre de otra. La enfermedad no tiene sobrenombre. Es lo que es y no hay otro modo de nombrarla (frente a la metáfora no se puede ser paciente). Así son las cosas: el enemigo de la enfermedad, como el de la literatura, es la metáfora, la alegoría, el sentido. Pero tampoco la enfermedad es un sinsentido, un absurdo, una forma del ridículo. La literatura, como la enfermedad, es una cosa, un cactus: se oponen al diálogo, al consenso, a la argumentación; proceden como el terror revolucionario, disuelven las jerarquías y, como verdaderas revolucionarias, se disuelven a sí mismas cada vez que logran su objetivo. En todo esto pensaba Dami, es decir, no pensaba en nada. Caminaba por la calle como si nada estuviera pasando. Como si los sucesivos fracasos y las sucesivas enfermedades no hicieran mella en él, como si nada lo afectase. Otra persona, alguien con un sentido crítico un poco más desarrollado que el suyo, podría pensar que en realidad no se trata de sucesivos fracasos y sucesivas enfermedades, sino de un único gran fracaso y una única gran enfermedad; la enfermedad entendida como fracaso, el fracaso entendido como enfermedad (tiempo después su psicoanalista quiso pensar en esos términos, pero Dami no avanzó demasiado, la metáfora no era lo suyo). Ninguno de sus padecimientos parecía tocarlo, dañarlo en lo más mínimo. Por lo tanto, lo que sufría no eran padecimientos (¿qué clase de padecimiento no daña?), sino simplemente avatares, ascensos y caídas (más bien caídas) de una montaña rusa. Caminaba por la calle como caminan los autistas, desentendido del mundo exterior, desafiante al contexto. Si haber llegado al punto de quedarse sin trabajo, sin trabajo dos veces, como una especie de desempleado al cuadrado, y luego, o más bien al mismo tiempo, haberse enfermado una vez, dos, tres y cuatro veces; si a todo eso era inmune, si nada de eso lo llevaba al menos a una cierta reflexión introspectiva, no era porque su sensibilidad fuese la de una roca (aunque también lo era), no era porque fuese un distraído que no se da cuenta de nada (al contrario, es un superinformado que lo sabe todo), no era tampoco porque fuese un gran negador, el más grande negador de la historia; sino por otra razón, una causa que venía de origen, subía desde la infancia, atravesaba la adolescencia, la primera juventud, los años siguientes; un rasgo que lo hacía especial, particular, diferente; un rasgo específico, un ingrediente que poseía en dosis altas, altísimas, infinitas; un calificativo que era su principal atributo, su orgullo secreto, la señal que lo distinguía de las demás señales; ocurría que si un perfil lo definía, éste era el narcisismo.
El narcisismo de Dami era de un tamaño, un volumen, un peso y una altura tal, que nada del mundo exterior lo influenciaba. Convencido de su superioridad, de su destino redentor, de su carácter inefable, de su don de genio, la palabra fracaso estaba expulsada de su vocabulario. No existía para él la posibilidad de caída alguna con estrépito, de un contratiempo inopinado, de un hundimiento frente a los escollos, de no tener éxito en cierta actividad, de quedarse con las ganas, de la posibilidad de fallar, desvanecerse o frustrarse. Estaba más allá del bien y del mal, era inmune a todo. Todo ocurría como si ningún acontecimiento externo pudiese derribar el muro de su narcisismo, de su autismo, como si esas dos palabras antitéticas (narcisismo, autismo) se hubieran vuelto sinónimos (¡es que son sinónimos!), un pequeño par de equivalencias químicas. Colocado en ese estado de gracia, todo de lo humano le era ajeno, nada le era cercano. Su vida sucedía como una ruptura nodal entre la teoría y la práctica, entre el credo y el ejemplo. De un lado el núcleo duro de su autismo (su personalidad); del otro, las cosas que pasan (las vicisitudes) y, entre ambos polos, nada. Nada de lo que ocurría en el plano de las vicisitudes accedía al umbral de la personalidad, ningún recurso de la empiria modificaba la teoría. En general, cuando ocurre ese tipo de comprobación se tiende a pensar que la teoría entró en una fase dogmática, autoritaria, casi terminal: la teoría no escucha lo que pasa en la práctica; los hechos de la empiria la desautorizan, ocurren anomalías de todo tipo, pero la teoría hace oídos sordos y no modifica su marco conceptual. Son ésos los últimos días de la teoría, la despedida fúnebre antes de que una nueva teoría (ya lista en las gateras) venga para reemplazarla. El cambio de paradigma es inminente y nada puede detenerlo. Pero nada de esto pasaba con el autismo de Dami: cuanto más desautorizaban los hechos a la teoría, ésta más se reforzaba; cuanto peores eran las vicisitudes (desocupado, enfermo, patético), mayor era la indiferencia frente al mundo. La existencia de Dami prescindía de la relación causa-efecto, del orden de las cosas, del antes y el después, del relato unificador de los hechos, del marco teórico puesto a validar en la praxis; ninguna de esas categorías de la epistemología convencional se aplicaban a su persona; al contrario, su personalidad iba en una dirección absolutamente opuesta, una dirección única, un camino sin retorno; casi sin darse cuenta había Dami accedido a la condición que define toda condición, al momento que domina todo momento, al rasgo que aúna todos los rasgos; experimentaba eso que rara vez se experimenta, que pocas veces se alcanza, que casi nunca se logra; eso por lo que se dan revoluciones, se va a la guerra, se llega al espacio y se liberan pueblos; esa palabra que inaugura el abecedario, que vuelve protagónica a la lengua, que habilita a la sintaxis; había alcanzado Dami eso que no se puede ser, y sin embargo era: un acontecimiento. El acontecimiento Dami. La singularidad absoluta (el acontecimiento siempre es algo opaco).»
[El texto pertenece a la edición en español de Caballo de Troya, 2007, pp. 87-91. ISBN: 978-84-96594-15-9.]
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