miércoles, 11 de noviembre de 2020

La soga al cuello.- Joseph Conrad (1857-1924)

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   «Con los codos apoyados sobre el escritorio, la cabeza entre las manos, parecía inmerso en el estudio de un intrincado problema de matemáticas. Era la lista de los números ganadores en el último sorteo de la gran lotería, que había sido el único estímulo durante tantos años de su vida. La idea de una existencia despojada de ese pedazo de papel se había ido borrando en él hasta desaparecer por completo; simplemente no la concebía, así como otros no conciben la vida sin aire fresco, sin actividad o sin amor. Año tras año, una gran pila de esas hojitas tenues, se levantaba sobre el escritorio, mientras el Sofala, conducido por el fiel Jack, desgastaba las calderas correteando arriba y abajo por los estrechos, de cabo en cabo, de río en río, de bahía en bahía, acumulando, con la dura labor de un barco extenuado y hambriento, esa masa ennegrecida de documentos. Massy los guardaba bajo doble llave, como si fueran un tesoro. Había en ellos, como en la vida, la fascinación de la esperanza, la excitación de un misterio a medias revelado, la nostalgia de un deseo a medias satisfecho.  
 En cada viaje, durante días enteros, se encerraba con esos papeles en el camarote. Mientras el ruido acompasado de las máquinas le golpeaba los oídos, Massy se exprimía el cerebro estudiando aquellas hileras de números inconexos, desconcertantes por su caprichosa secuencia, que recordaba los azares del destino. Alimentaba la fe en una lógica escondida en algún punto de aquellos resultados casuales. Creía haberla visto con sus propios ojos. La cabeza le daba vueltas, el cuerpo le dolía. Aspiraba la pipa mecánicamente. El estupor contemplativo atenuaba la irritabilidad de su carácter, como la quietud física que produce una droga, mientras la mente seguía tensa y alerta. Nueve, nueve, cero, cuatro, dos. Tomaba nota. El siguiente número ganador del gran premio era el cuarenta y siete mil cinco. Estos números, por supuesto, debían evitarse en el futuro, cuando escribiera a Manila pidiendo los billetes. Lápiz en mano, murmuraba: "... y cinco. Hmm… Hmmm". Se mojaba el dedo: un rumor de papeles. "Ajá, ¿qué es esto? Hace tres años, en el sorteo de septiembre, salió el cero, nueve, cuatro, cero, dos. Primer premio. Muy interesante". Allí había indicios de un orden definido. Tenía miedo de perder cualquier principio recóndito en la riqueza abrumadora de su material. ¿Qué podía ser? […]
 Por fin, cerraba el escritorio con la decisión que otorga una confianza inquebrantable, se levantaba de un salto y salía del camarote. Caminaba, ida y vuelta, por un sector de la cubierta de proa donde no hubiera bultos ni cuerpos de pasajeros nativos. Eran un inmenso fastidio, pero también una fuente de ganancia que no podía desdeñar. Necesitaba cada penique de ganancia que pudiera darle el Sofala. Y era bien poco, la verdad. La incertidumbre del azar no lo preocupaba, pues de algún modo había llegado a la convicción de que a cada número, con el paso de los años, le tocaría obligatoriamente el turno de ganar una vez. Sólo era cuestión de tiempo y de comprar tantos billetes como pudiera en todos los sorteos. Generalmente, compraba más de lo que podía; toda la ganancia que dejaba el barco iba a parar ahí, junto con el sueldo que se había asignado como primer maquinista. Era el sueldo que pagaba a otros lo que mezquinaba con un dolor razonado y a la vez desbordante de pasión. Con el entrecejo fruncido miraba a los nativos que barrían la cubierta, a los contramaestres que lustraban las barandas de bronce con un trapo grasiento; tenía ganas de sacudir el puño y rugir insultos en un torpe malayo al pobre carpintero: un chino tímido, enfermizo, aturdido por el opio, que llevaba unos amplios pantalones azules por toda vestimenta, y que, invariablemente, dejaba caer las herramientas y huía, con la coleta al viento, estremeciéndose de pies a cabeza ante la furia de aquel diablo blanco.  […] Y ahora que había alcanzado la jerarquía de propietario, todavía eran una plaga; a esos haraganes engreídos había que pagarles un dinero precioso. Como si un maquinista calificado (el propietario, además) no pudiera estar al mando de su propio barco. Bien, no les daba tregua, pero era un pobre consuelo. Ya había empezado a odiar también al barco por las reparaciones que exigía, por las cuentas de carbón que debía pagar, por la carga miserable que conseguía. Mientras caminaba, apretaba los puños y daba golpes súbitos, viciosos, a la barandilla, como si el barco fuera capaz de sentir el dolor. Y sin embargo no podía prescindir de él, lo necesitaba; tenía que aferrarse a él con uñas y dientes para mantenerse a flote hasta que la esperada corriente de la fortuna le llegara en todo su caudal y lo condujera, sano y salvo, a la alta playa de sus ambiciones.
Resultado de imagen de el corazon de las tinieblas la soga al cuello  Y una vez ahí, a hacer nada, absolutamente nada, y con abundante dinero. Ya había probado el gusto del poder en la forma más elevada que su limitada experiencia concebía: el poder del propietario. ¡Qué desilusión! ¡Vanidad de vanidades! Se sorprendía de su propia locura. Había malgastado la sustancia para quedarse con la sombra. Poco sabía de los placeres de la riqueza para estimular su imaginación con visiones de lujo. Cómo iba a saberlo el hijo de un calderero borracho, que había pasado directamente del taller a la sala de máquinas de un barco carbonero. Pero podía imaginar muy bien la noción del ocio absoluto que hay en la riqueza. Soñaba con ella para olvidar los problemas del presente. Se imaginaba caminando por las calles de Hull (de chico recorría esos andurriales), con los bolsillos repletos de dinero. Se compraría una casa; sus hermanas casadas, sus cuñados y sus viejos camaradas del taller le rendirían infinito homenaje. No tendría que pensar en nada. Su palabra sería ley. […]
 Ése era el poder real del dinero: borraba los problemas, la necesidad de pensar. Massy pensaba con dificultad y sentía vívidamente. Para su rudimentario cerebro, los problemas que presentaba cualquier esquema ordenado de vida eran, por su cruel solidez, obstáculos que la malevolencia de otros hombres ponía en su camino. Desde que se convirtió en propietario de un barco, todos conspiraban para hacerle sentir que era nadie. ¿Por qué había cometido la estupidez de comprar ese maldito barco?»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1986, en traducción de Vlady Kociancich, pp. 231-235. ISBN: 84-85471-67-9.]
 

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