Otros cuentos
Cuando yo sea grande
«-Tú no eres papá mío, se lo dije, tú no eres papá mío para que me pegues. ¿Tú sabes lo que tú eres?
Hablaba entre dientes, con voz pareja, comiéndose las palabras, con la cabeza metida en el pecho, mirando hacia el suelo, hacia los torcidos zapatos grises, negros, llenos de mapas y paisajes de polvo y barro.
-Se lo dije.
El ventorrillero casi no lo oía, ocupado con su cantimplora de café y sus tazas, casi no lo veía, parado contra el marco de la puerta estrecha, bamboleándose de un lado a otro mientras repetía su relato. No le conocía el nombre, pero lo había visto muchas veces, cuando venía y se paraba, como perdido u olvidado, a la puerta del ventorrillo. Era uno de los muchachos del cerro. Parecía que le había preguntado.
-¿Y qué le dijiste?
-¿Qué le dije? Le dije...
El ventorrillero no lo oía, pero él hablaba bamboleándose con la cabeza gacha.
-Le dije: tú no eres mi papá. Tú no eres sino un borracho sinvergüenza.
Con las mismas palabras volvía una y otra vez a la misma escena. El hombre oscuro en la oscuridad de la madrugada que entraba a la choza. Diciendo palabrotas y lanzando salivazos. Decía que los iba a votar a todos, que los iba a matar a todos. Que él no tenía por qué aguantar todo ese bichaje. Empezaba a tirar los peroles del fogón contra el suelo. Y todo aquello sonaba como si fuera el fin del mundo. Él y sus dos hermanas se levantaron de la cama en que dormían. Su mamá se echó la manta por los hombros y trató de hablarle. Pero él nunca oía. Gritaba y gritaba esas palabrotas, esas groserías, esos espantosos nombres que sonaban y sonaban hasta que no se podía oír más nada. Le daba patadas a las sillas. Sus dos hermanas lloraban, su mamá había ido a dar al suelo de un empujón hasta que él se paró en la puerta y le dijo: "Tú no eres mi papá".
Saltó para agarrarlo. Si lo hubiera cogido lo mata. Pero él corrió como un conejo, cerro abajo, por entre la gente con sueño que se asomaba a las puertas de los ranchos despertados por el alboroto.
-Tú no tienes papá. Eres hijo de perro, hijo de rata. Bicho sucio. Eso quisieras tú, ser hijo mío. Yo no tengo hijos así. Deja que te ponga la mano encima para que aprendas.
Éste era el peor de los hombres que había venido al rancho a vivir con su madre. ¿Era el peor?
Iba recordando. Había habido aquel camionero que se acostaba temprano y se levantaba antes de amanecer. Casi nada tenía que ver con él y sus hermanas. Se tomaba un café y se iba en lo oscuro a buscar el camión, la carga y la carretera. A veces, de los viajes, traía algo. Papelón, queso y una tarde un periquito, amarrado por una pata. Pero se había ido. Se había ido él y se había ido el periquito.
Había habido otros. Alguno, allá lejos, cuando él no podía recordar, debió haber sido su papá.
A la madre, alguna vez, cuando no estaba cansada o brava, o hablando con alguna vecina, o empezando a vivir con otro hombre, le había preguntado:
-¿Quién es mi papá?
Nunca le contestó del mismo modo. Una vez le dijo que era un vendedor de billetes y que no lo volvió a ver. Otra vez que era un señor decente con sombrero, corbata y zapatos lustrosos. Otras veces le decía que era el diablo.
-Tú eres hijo del diablo. Por eso eres tan malo.
La ciudad empezaba donde terminaba el cerro. Las últimas calles rectas y pavimentadas, de casas en hilera, con postes y con zaguanes, topaban con las primeras veredas, con los primeros racimos de ranchos, con los primeros montones de casuchas que daban traspiés en recodos y cuestas, entre escalones mal construidos, resbaladeros por donde rodaban los muchachos persiguiéndose y montones de basura de todos los colores.
A veces se metía por la ciudad. Donde empezaban los automóviles, las vitrinas de las tiendas, los pitos de la policía y el resonar de las rocolas en los bares. En algunas vitrinas había aparatos de televisión encendidos. Se podía quedar largo rato embebido mirando los vaqueros que perseguían otros vaqueros a tiros. O aquellos besos de nunca acabar que unos hombres buenos mozos y bien vestidos les daban a unas mujeres lindas.
A veces se paraba en la puerta de un cine y pedía. Le daban algunas monedas. Pero no faltaba gente brava que no le daba nada y encima le decía:
-Los niños no piden.
Pero esto tampoco pudo durar. El segundo día vino un grandullón, mal encarado y le dijo:
-Si sigues pidiendo aquí te vas a llevar tu cabillazo.
-Aquí no pueden pedir sino los míos. Tú no tienes derecho. A menos que entres en el arreglo.
Le explicaron el arreglo. Tenía que dar la mitad de los que lograra al grandullón. Así lo hacían todos los otros. Poco pudo durar en este trabajo. El grandullón estaba pendiente de lo que les daban. Al terminar la entrada o la salida del cine se iban a un solar vacío cercano y sacaban las cuentas.
Metían la mano en el bolsillo y extendían en las dos palmas las monedas.
-Una para ti, otra para mí.
Pero se le antojó aquel día darle una bofetada que le hizo rodar por el suelo.
-Me estás raspando.
-Yo no. No es verdad, quiso decir, pero no le dieron tiempo. El grande y los otros estaban sobre él dándole puños y patadas. En carrera se le cayeron las monedas que tenía en las manos. Cuando alcanzó la esquina, se detuvo un momento, quería decirles algo.
-Cuando yo sea grande...
Cuando yo pueda pegar más fuerte que tú, cuando yo pueda meter más miedo que tú, cuando tú y todos los tuyos me tengan que tener miedo, entonces vas a ver...
Cuando yo sea grande podré ir a las calles de las mujeres. Caminan y se tongonean parándose en los zaguanes y debajo de los faroles. O entran con hombres en aquellos botiquines con gruesas cortinas de pepas que no deja ver hacia el interior. Pero él asomaba la cabeza por debajo y las veía sentadas, mostrando los muslos y los senos, tomando licores verdes y rojos, pegadas a unos hombres que parecían cansados.
-Hijo de puta, tan chiquito y estás viendo las mujeres.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1983, pp. 259-262. ISBN: 84-02-05915-5.]
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