«El Príncipe ensayaba su papel de dios. El Gran Jefe se lo había quitado a sus ayas, sentándolo en una silla adecuada. Y ahí estaba, en la sombría sala de banquetes, con las rodillas y los pies juntos, el pecho hacia fuera, la barbilla proyectada, los ojos abiertos, pero vacíos de expresión. Llevaba una indumentaria de etiqueta, con faldones y todo lo necesario, hecha a su medida. Sostenía el cayado y el mayal cruzados sobre el pecho. Le habían cortado su preciosa trenza y estaba calvo como un guijarro bajo la peluca bien encajada. La alta corona de lino iba sujeta a ésta, y le habían atado una barba a su barbilla. Estaba sentado tratando de respirar en forma imperceptible y de no pestañear, mientras las tinieblas oscilaban y el esfuerzo formaba lágrimas en sus ojos.
El Gran Jefe se paseaba una y otra vez en torno suyo. No había más ruido que el débil rumor de su falda.
-Bien -dijo el Jefe-. Muy bien.
Vuelta y más vueltas. Una de las lágrimas rodó desde el ojo nublado del Príncipe hasta su mejilla. Se dio por vencido y pestañeó rabiosamente.
-Vaya -dijo el Jefe-. Lo estabas haciendo tan bien, pero lo echaste a perder. Tenlos abiertos y llorarás por la gente. ¡No pestañees!
-¡Tengo que pestañear! ¡Las personas pestañean!
-Pero tú ya no serás una "persona" -dijo el Jefe enojado-. Serás el dios, Gran Casa, elevado solemnemente al trono, con el poder en una mano y la prudencia en la otra.
-¡Me verán llorar!
-Deben verte llorar. Es una profunda verdad religiosa. ¿Crees que un dios que conserva los ojos abiertos puede hacer otra cosa que llorar por lo que ve?
-Cualquiera lloraría -dijo el Príncipe malhumorado- con los ojos abiertos, sin pestañear ni frotárselos.
-"Cualquiera" -replicó el Jefe- pestañearía o se los frotaría. Ésa es la diferencia.
El Príncipe se enderezó y volvió a dirigir la mirada hacia las tinieblas. Vio cómo se iluminaba el ancho rectángulo de la entrada al otro extremo del vestíbulo y supo que la luz del sol se iba deslizando a lo largo del corredor hasta allí. Renunció, cerró los ojos e inclinó la cabeza. El cayado y el mayal se entrechocaron en su falda. El Gran Jefe dejó de pasear.
-¡Otra vez!
-No puedo hacerlo. Sostener el cielo arriba... saltar sobre mi hermana... mantener los ojos abiertos... hacer que crezca el río...
El Jefe se golpeó la mano con el puño. Pareció por un momento que estallaría su furia, pero se dominó, inclinando la cabeza, tragando saliva, respirando hondamente.
-Mira, niño. Ignoras el peligro en que estamos. No sabes qué poco tiempo queda... tu hermana en soledad sin querer ver a nadie, el río creciendo...
-¡Tienes que hacerlo! Todo saldrá bien. Te lo prometo. Ahora, inténtalo otra vez.
El Príncipe volvió a adoptar la postura del dios. El Jefe lo observó un momento.
-¡Eso está mejor! Bien. Tengo que ver a tu hermana, no hay otro remedio. Te dejaré aquí. Quédate como estás hasta que el sol pase de un lado de la entrada al otro.
Se irguió, alzó una mano, la bajó hasta la rodilla, dio tres pasos adelante, se volvió y salió apresuradamente.
Cuando el rumor de la falda del Gran Jefe dejó de oírse, el Príncipe respiró a sus anchas y descansó el cuerpo, cerrando los ojos. Alzó un antebrazo huesudo y lo restregó contra el rostro. Cambió de postura, pues el faldón le molestaba. Dejó el cayado y el mayal en el suelo junto a la silla. Miró el umbral de la puerta un momento; luego arrancó de su cabeza la corona de lino, de modo que la peluca salió con ella y la estrecha cinta de la barba se rompió. Se acurrucó, sombrío, la barbilla en los puños, los codos sobre las rodillas. Un destello de sol relumbró en las baldosas y frunció los ojos para esquivarlo. El destello se convirtió en un brillante rectángulo.
Se incorporó bruscamente y empezó a caminar inquieto, sigiloso, por la enorme sala. Miraba de vez en cuando las paredes, llenas de figuras con cabeza de pájaro y de perro que no lloraban. Se detuvo al fin en medio de la estancia, dando la espalda al sol. Alzó lentamente la cabeza, escudriñó las vigas sombrías y la tremenda solidez de las trabes. Huyó de ese espectáculo como si las vigas amenazaran caer sobre su cabeza.
Se dirigió sin ruido a la entrada y atisbó el corredor. En un extremo, un guarda se apoyaba contra la pared. El Príncipe se irguió lo mejor que pudo y caminó sereno hacia el guarda, que se despertó y levantó su lanza. Pasó sin mirarlo y volvió la esquina, donde una muchacha se apretó sumisa contra la pared para dejarlo pasar. Atravesó la Gran Casa, indiferente a todos los que encontraba, hasta llegar a la parte posterior y oír los rumores sofocados de las cocinas. Dejó atrás a los cocineros que dormían, a los pinches que fregaban y le miraron incrédulos, el patio donde las ocas se asaban lentamente en sus espetones sobre un fuego de carbón bajo el cielo abierto. La poterna que daba a los riscos y al desierto estaba abierta. Respiró muy hondo, como un muchacho a punto de bucear, apretó los puños y pasó.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1984, en traducción de Ernestina de Champourcin, pp.41-43. ISBN: 84-206-9213-1.]
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