Libro VII
Capítulo 9: Sobre la arrogancia de la muchedumbre ignorante. Cómo se han de leer las cosas que pueden aprovechar o dañar. Y que la sabiduría no se da por el ejercicio del ingenio sin la gracia.
«Hay pocos, con todo, que se dignen ser imitadores de los académicos, ya que cada uno elige más por gusto que por razón aquello que va a seguir. Unos se distraen con opiniones propias; otros, con las de los doctos, y otros, con el trato de la muchedumbre. ¿Quién pone en duda que quien jura por la palabra de su maestro no atiende a lo que dice sino a por quién se dice? Aquél a quien cautivó la opinión de un docto, ladra con fuerza cualquier cosa y cree que ha salido de las ocultas intimidades de la filosofía lo que no es sino muestra de puerilidad. Está dispuesto a disputar de cualquier tontería, creyendo que es inconcebible, si algo desconocido resuena en sus oídos, y no atiende a razones, porque lo que dijo aquel maestro es auténtico y sacrosanto.
Por su parte, quien se pasó toda su vida aprendiendo unas cuantas cosas contradice más rápidamente; resiste con mayor pertinencia y se ve acosado por tal pobreza de expresión, que si le retiras una o dos palabras, se vuelve mudo y más taciturno que una estatua. Pensarías que se trata de un marmolillo que en el auditorio de Pitágoras o en el claustro monacal habría aprendido no tanto el uso como la necesidad del silencio.
Si alguno de éstos cae casualmente como discípulo en tus manos, harías bien con él lo que refiere Quintiliano, en el libro sobre la Formación del orador*, que hacía el gran flautista Timoteo. Éste exigía y cobraba doble precio a los que estaban mal preparados que a quienes llegaban a él totalmente ignorantes. Porque el error exige doble trabajo, ya que hay que destruir las semillas de una formación equivocada y sembrar con más constancia las de la buena.
Observa a los maestros de los filósofos de nuestra época, a los que se pregona más alto y a quienes rodea tumultuosamente una multitud de oyentes. Escúchales con diligencia. Los encontrarás ocupados con una regla o con dos o tres términos. Como mucho, eligieron unas pocas cuestiones aptas para discutir, en las que ejercitan su ingenio y consumen su vida. Ni siquiera son capaces de resolverlos, sino que, a través de sus oyentes, transmiten el nudo y la confusión, con su enredo, a los que vengan después, para que ellos las resuelvan.
Te invitan a asistir a una reunión, insisten y provocan el conflicto. Si rehúsas la contienda o te retrasas un poco, se abalanzan contra ti. Si accedes y finalmente, de mala gana, te reúnes con ellos y los apuras, buscan escondrijos, mudan el rostro y se conforman con chismorreos. pensarías que habría vuelto el escurridizo y voluble Proteo. Sólo que es más fácil atraparles, si se persevera en ello, y, vayan por donde vayan y vuelen las palabras, entender lo que quieren y sienten con tanta variedad de palabras. Finalmente, quedarán atados por su propio sentido y agarrados por la palabra de su boca si alcanzas y retienes con firmeza la sustancia de las cosas que se dicen.
Tales cosas, de las que tanto se disputa ahora, son más inútiles y de menos importancia que otras, una vez aclaradas. Si sigues adelante, si te avergüenzas y te fastidia ocuparte más tiempo en bromas, entonces se replegará a vericuetos de la cuestión propuesta y, volviendo como Anteo al seno de su madre, se esforzará en reparar las fuerzas allí donde fue engendrado y alimentado. Así, da tantas vueltas y rodeos para volver a lo ya sabido, como si tuviera que recorrer un laberinto. […]
Si, pues, les quitas la palabra, podrás tenerles compasión por su pobreza en toda disciplina. Hay quienes parecen descollar en cada cosa y reivindican todas las disciplinas de la filosofía y, sin embargo, carecen de recursos en toda cuestión filosófica. Hay quienes esperan la perfección de una sola cosa y quienes atienden a todo, aunque estén impreparados para todas y cada una. No diría, sin embargo, fácilmente a quiénes de ellos tengo por más equivocados, siendo así que ni la perfección consta de una cosa ni nadie es capaz de servir fielmente a todo. Por otra parte, quien va a todas las cosas desde una sola es más inepto; y el que las profesa todas, más arrogante. Si es propio del perezoso ocuparse en una sola cosa de entre todas, lo es del desdeñoso y de quien no avanza el dar vueltas por todas. Por lo demás es hombre discreto y sirve con más fidelidad a lo que ha elegido previamente quien recorre muchas cosas para elegir en cuál debe insistir más, después de haber examinado las restantes. Tal vez a eso se refiere el precepto del moralista de leer los libros del preceptor. También en el librito, en el que se inician los niños, para que la instrucción y la práctica de la virtud no puedan fácilmente borrarse de sus tiernos ánimos impregnados en ella (ya que la vasija conserva más largo tiempo el olor de aquello que en ella se echó siendo nueva), dice Catón u otro, puesto que el autor es incierto: haz por leer mucho, y sobre lo leído sigue leyendo más y mejor.**
No pienso que exista otra cosa más útil que esto para quien aspira a la ciencia, fuera de la observancia de los mandamientos de Dios. En ella consiste indudablemente el único y singular alcance del filosofar. De tal manera, sin embargo, que ha de leer todo, que se menosprecien algunas cosas de las leídas, se reprueben algunas otras y se vean otras de pasada, para que no queden totalmente desconocidas. Pero, con preferencia sobre las demás cosas, hay que atender con especial diligencia a aquellas que forman en la vida política, bien sea en el derecho civil o en otros preceptos morales, o en las que procuran la salud del alma o del cuerpo.
Así pues, debiendo saludar de paso y como en el umbral a aquella disciplina que es la más importante entre las ciencias liberales y sin la cual nadie puede enseñar o ser enseñado, ¿quién pensará que hay que detenerse en las que, siendo difíciles de entender o inútiles y perniciosas por su efecto, no hacen al hombre mejor?
Pues aun aquellas que son necesarias en el uso se transforman en perniciosas si ocupan al hombre de forma inmoderada. ¿Quién negará que hay que leer a los poetas, historiadores, oradores y matemáticos de la matemática probada, sobre todo cuando, sin ellos, los hombres no pueden o no suelen ser letrados? Los que los ignoran se llaman iletrados, aunque conozcan las letras. Y, sin embargo, cuando los tales reivindican el alma como derecho propio, entonces, aunque prometan información sobre las cosas, deseducan y suprimen el culto de la virtud.»
* Quintiliano, De Institutione Oratoria II, 3, 3.
** Catón, Disticha de moribus, III, 18 (ed. Baehrens, Poetae Latini Minores, III 215)
[El texto pertenece a la edición en español de Editora Nacional, 1984, en traducción de Manuel Alcalá, Francisco Delgado, Alfonso Echánove, Matías García Gómez, Alberto López Caballero, Juan Vargas y Tomás Zamarriego, pp. 524-527. ISBN: 84-276-0642-7.]
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