domingo, 8 de noviembre de 2020

De siglo a siglo (1896-1901).- Emilia Pardo Bazán (1851-1921)

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En el Congreso (Diciembre, 1900)

  «Estos días mi vida transcurre en las Cortes. Unas cuantas aficionadas a la oratoria y a las filigranas del debate vivimos en la tribuna. Seis horas nos pasamos allí. Leemos, para entretener la espera, mientras no se llega a la orden del día, periódicos y hasta libros; comemos dulces, charlamos, y poco a poco nos familiarizamos con los misterios de la política parlamentaria. No teman mis lectores que les comunique esta ciencia arcana, y en opinión de muchos, funesta. Ya que ahora no se puede hablar de política. Con el rey y la Inquisición..., chitón. Estamos en tiempo de suspensión de garantías. Ya nos hemos habituado a esta situación. El día en que podamos escribir cuanto nos pase por el magín, no se nos pasará cosa alguna, y nos encontraremos como en la gloria.
 Pero dejando a un lado la política, hay en las Cortes infinidad de aspectos que no carecen de interés. Desde luego, el estudio comparativo de la oratoria; la observación de los detalles por los cuales puede un orador cubrirse de gloria o ponerse en berlina. Este último caso no es muy frecuente; en cambio es frecuentísimo el de no ser atendido. Las tres cuartas partes de los oradores hablan para las banquetas y entre la absoluta indiferencia y distracción de las tribunas. Esto ocurre cuando los oradores adoptan un tono uniforme y mesurado o cuando tratan de asuntos de interés local y restringido, a los cuales no aciertan a comunicar ese calor que los hace importantes, aunque sea momentáneamente, para el auditorio.
 Hay, además de lo que se dice, el gesto, el modo de decirlo, y esto influye y debiera ser objeto de estudio. La oratoria es arte y por consiguiente tiene sus recursos artísticos y sus calculados efectos. Hay orador que dice cosas bastante aceptables y se pierde por la acción. Muchos gesticulan de una manera mecánica, que no es sino el desahogo de la nerviosidad, el inconsciente traqueteo de la alimaña inquieta. Los más barren sin cesar, con las palmas de las manos, la cima del escaño que tienen delante o la meseta del banco azul; poco necesitarán limpiarlas los encargados de esta labor; bastan los diputados o los ministros para dejarlas como patenas. Otros cazan moscas al vuelo, abriendo y cerrando la diestra sin saberse por qué. Otros giran los brazos como aspas de molino. Muchos pegan palmadas y recios puñetazos a la mártir madera. Alguno adopta, por parecer fino una gesticulación adamada y repulgada. Tal hay que no se atreve a descoser los codos del cuerpo y habla amarrado a guisa de momia egipcia.
 Todo esto puede ser defecto, y sin embargo es preferible a la monotonía y languidez y a hablar para el cuello de la camisa. El orador más desmandado, más turbulento, más ilógico, gustará si posee la gran cualidad: la vida, el calor de la frase. Ayer pude comprobarlo. Un joven orador carlista consumió un turno. Supongo que en toda la Cámara no había otro carlista más que él y que en las tribunas tampoco abundaban sus correligionarios. Sin embargo, desde las primeras palabras dichas con brío, con acometividad, en voz alta, clara y resonante, la Cámara estaba inclinada a su favor. No les importaba lo que dijese ni sus opiniones; era la vivacidad, era el sentimiento lo que les atraía. Los periódicos se quejan de que se haya jaleado ese discurso y lo achacan a mala voluntad contra el Gobierno. Yo no lo entiendo así. Es que la gente se prenda de lo que vive.
 Ya conozco que es difícil, al hablar de carreteras o del artículo H de la ley X o de la industria corcho taponera y perjuicios que se la irrogan con la disposición A ó B, desplegar sensibilidad y vehemencia. Y para agradar hablando en tono mesurado, que es como la media voz de los tenores, es preciso haber llegado a la altura de los grandes atletas y maestros de la palabra.
 ¿Y por qué ha de ser orador cada hijo de vecino, vamos a ver? Esa gracia y excelencia es como las demás, no a todos concedida. Ni aun el habla la poseen cuantos seres humanos andan por ahí. Bastantes son mudos. ¡No pocos valía más que lo fuesen! Y ésta es la conclusión que se deduce de la asistencia al Parlamento.
 Las tribunas del Congreso tienen su psicología. El público en ellas es muy variado; el de cada tribuna, especial. La diplomática suele estar vacía o la ocupan dos o tres damas, muy envaradas, extranjeras, que no entienden jota. La del presidente es el punto de cita de las señoras de la buena sociedad que tienen aficiones o conexiones políticas. El personal de esta tribuna generalmente simpatiza con el Gobierno y echa a buena parte las habilidades ministeriales. La oposición empieza en la tribuna de exdiputados, donde son bien acogidos los discursos de los leaders de minoría y aplaudidos con entusiasmo los ataques al Gabinete. Es indudable que el núcleo de exdiputados está como las almas que saliendo de la isla de la bienaventuranza, ven en ella, rodeados de esplendores y goces, a otros seres más felices. Al lado de los exdiputados, una tribuna levantisca y temible, la de la prensa. En esta se han producido conflictos, despejos por celadores, retiradas entre protestas y murmullos de indignación, grescas de las cuales se habla mucho durante veinticuatro horas y después se olvidan rápidamente, previas las indispensables satisfacciones y desagravios. Más allá, la tribuna pública, donde se podría creer que late el corazón popular y alienta la opinión callejera, si no se supiese  que hay quien ejerce la modesta industria de vender el puesto, ocupado a veces desde las ocho de la mañana en la cola y en los asientos, al burgués o al provinciano curioso que no tiene ganas de perder el tiempo y de esperar en un pie como las cigüeñas, y paga su sitio allí cual pagaría a un revendedor una buena butaca de quinta fila en Apolo.
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   En las demás tribunas el público es mixto. Señoras, militares, sacerdotes, gente de procedencias diversas y que oye con formalidad, sin permitirse rumores de aprobación ni de censura. El comentario en voz baja y en tono discreto; las apreciaciones, mitigadas por un respeto involuntario “a lo que se hace allí”.
 Yo, que no he creído nunca que el respeto sin base racional sea una virtud, no puedo menos de extrañar algunas costumbres arraigadas en el Congreso español. Por ejemplo: ¿es recomendable el que entren con bastón los representantes del país en el salón de sesiones? ¿Para qué demontres se necesita el bastón donde no hay que andar? Ocurre la idea de que el bastón únicamente puede emplearse si se arma allí una zapatiesta y haya que romperlo en costillas. Como los bastones suelen ser unos objetos muy feos, de forma grotesca, rematados en cabeza de papagayos o cosa por el estilo, se prestan a mil pullas y ponen en ridículo a sus dueños. ¿No fuera mejor dejarlos en el guardarropa?
 Y estoy a mal con el abuso del cigarro en el Congreso. Los que asomándose vergonzantes por detrás de los biombos, a la entrada del salón, se delatan por la columna de humo, pertenecen sin duda a aquella especie de hombres esclavos de un hábito, que enfermarían si en dos horas no pudiesen ahumar. Mucho se ha escrito en pro y en contra del cigarro, y no me cuento en el número de sus detractores: el tabaco no será tan perjudicial como dicen, cuando vemos fumadores que llegan a viejos, gordos, buenos y sanos. El cigarro es, como otras cosas, excelente, usado con moderación: el caso es no convertirlo en una necesidad que lleve a prescindir de la cortesía y de las conveniencias. Bien mirado, no existe en el mundo nada a que el sabio deba habituarse. La sabiduría rompe las cadenas de la fatalidad y nos deja libres de las atadurillas liliputienses de la costumbre.
 Las tribunas del Congreso son el alcaloide de la incomodidad. Sólo se oye y se ve en primera fila; y eso, relativamente. Las tribunas de la izquierda no oyen ni ven bien más que a los oradores de la derecha, y viceversa. Además, la disposición de las gradas es tal, que todos los días alguien está a pique de romperse un tobillo. La altura y la distancia parecen calculadas para aislar a los oradores y a los espectadores. La voz se pierde. A poco que se llenen las tribunas o que adelante la estación, el calor se hace asfixiador, insufrible. Cierto que existen ventiladores de rotación; pero están en el techo; proyectan el aire fresco hacia afuera, a lo alto, y, como dice una espectadora ingeniosísima, así que empiezan a funcionar, San Pedro se pone el abrigo y los de la tribuna continúan ahogándose.
 Y siendo así, me preguntarán: ¿por qué concurrir a ese espectáculo incómodo? ¡Ah! Porque ese espectáculo, al fin, tiene algo de lucha, y por consecuencia emociones y encantos peculiares, la acre y punzante atracción de la batalla. No es lo mismo leer el relato de una batalla que presenciarla. Por eso, aunque el asiento sea detestable, el calor fuerte, la espera desesperadora, en estas largas tardes de invierno, de humedad y neblina, el Congreso tiene sus fieles partidarias.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Establecimiento tipográfico de Idamor Moreno, 1902, pp. 215-219.]
 

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