jueves, 19 de noviembre de 2020

El arte de hablar en público.- Elio Antonio Martínez de Nebrija (1441-1522)

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XII.-Las seis partes del discurso

  «Cicerón dice que la Invención se compone en seis partes del discurso: Exordio, Narración, División, Confirmación, Confutación y Conclusión:
 -Exordio es el principio de la oración mediante el cual el ánimo del oyente o juez se dispone o prepara para escuchar.
 -Narración: es la exposición de hechos reales o ficticios.
 -División: es la parte mediante la cual descubrimos qué conviene y qué es lo que está en discusión y hacemos la exposición de las cosas que hemos de decir.
 -Confirmación: es la exposición de nuestros argumentos con firmeza.
 -Confutación: es la disolución de los lugares contrarios.
 -Conclusión: es el término de la pieza oratoria según arte.
 Ciertamente, hubo preclaros autores a los que parecía que la misión del orador era sólo enseñar, pues juzgaban que se habían de excluir los afectos por una doble razón: primero, porque sería vicio toda perturbación del ánimo; luego, porque no sería conveniente buscar un juicio derivado de la misericordia, de la ira o de cosas semejantes, ni buscar tampoco el agrado de los oyentes. Opinaban que hablar solo para vencer no sólo es vacuidad del que habla, sino incluso algo apenas digno del ser humano.
 Sin embargo, hay más que, sin discutir en absoluto la razón de las partes de la oración, creyeron, no obstante, que su labor principal era confirmar su propia posición y refutar lo que proponía el adversario.
 En este contexto parece muy apropiado poder tratar la cuestión de si es lícito engañar al juez en los litigios que lleva adelante o al senador en las deliberaciones o al pueblo en la asamblea, mintiendo algunas veces en pro de la común utilidad de todos, porque si el orador es "el hombre de bien experto en hablar", ¿qué más torpe y más indigno del hombre de bien que mentir sea cual fuere la causa?
 Con todo, si esto no fuera lícito alguna vez, los que escribieron de arte retórica no nos hubiesen entregado preceptos sobre los adornos, la confesión del reo y la defensa de las causas difíciles, presuponiendo así que alguna vez la fuerza y la capacidad oratoria pasan por encima de la misma verdad.
 Yo, aunque mi objetivo sea en primer lugar la disciplina retórica, advertiré acerca del compromiso de hombre de bien si alguna vez la marcha del proceso condujera a alguno a la defensa de los malhechores.
 Sin embargo, tratar de qué modo se hable alguna vez en favor de cosas falsas o injustas no es inútil, para que más fácilmente las descubramos y refutemos, del mismo modo que encontrará mejor el remedio quien conoce las cosas nocivas. Los Académicos, que discuten teóricamente sobre una cosa y su contraria, viven (realmente) según una u otra (no según las dos). Aquel Carneades del que se dice que, en Roma, oyéndolo Catón el censor, no había disertado con menos vigor contra la justicia que el día antes había hablado en su favor, no fue él mismo un varón injusto. Así, la verdad y la virtud descubren qué contraria les es la malicia. Y la equidad se hace más manifiesta con la contemplación de lo inicuo. Muchas cosas, en fin, se prueban por sus contrarias.
 Así, el orador debe conocer las determinaciones de los contrarios como el general las de los enemigos. Ciertamente la razón puede esgrimir aquello que en una primera proposición parece duro con tal de que en la defensa de la causa quiera sacar a la luz la verdad del juicio.
 Si alguien se admira de que yo proponga esto, aunque no es propiamente una sentencia mía sino de aquellos a los que la antigüedad creyó gravísimos maestros de la sabiduría, piensen que hay muchas cosas que se convierten en honestas o torpes no tanto por los hechos cuanto por sus causas. Pues si dar muerte a alguien es a veces virtud, si alguna vez es laudable incluso ajusticiar a los hijos, y se admite incluso hacer cosas más terribles si lo exigiere el bien común: no se ha de mirar solamente qué causa defiende el hombre de bien, sino también por qué y en qué sentido.
 Todo el mundo me debe conceder lo que los más ásperos estoicos confiesan, a saber, que alguna vez el hombre de bien tiene que hacer cosas como es el decir una mentira e incluso a veces por causas muy leves como cuando decimos cosas ficticias a los niños enfermos por su bien y les prometemos muchas cosas que no tenemos intención de hacer. Con mayor motivo, si se trata de apartar un bandido de alguien  a quien podría matar o de engañar al enemigo por la salvación de la patria, de manera que, incluso lo que en ciertas ocasiones es digno de reproche para los siervos que obran al tuntún, en otras, es motivo de alabanza para el hombre discreto que actúa con fundamento.
 Si esto es así, veo muchas cosas que se derivan de aquí, por las cuales un orador se puede hacer cargo sin dificultad de cierto género de causa que no hubiera aceptado honestamente sin la presencia de una razón.
Resultado de imagen de elio antonio de nebrija el arte de hablar en publico  Sea alguien perseguido con insidias por un tirano y por ello, reo. ¿Cómo no querría salvarlo quien hemos definido como orador? Y si acometiese su defensa, ¿no estará defendiendo falsamente como quien sostiene ante los jueces una mala causa? Si el juez va a condenar ciertos hechos buenos a no ser que lo convenzamos de que no han existido, ¿no preservará el orador a un ciudadano inocente e incluso digno de alabanza? Si vemos en la ciudad cosas justas por su naturaleza, pero ilegales por la condición de los tiempos, ¿no usaremos de una oratoria buen, pero aparentemente semejante a las malas artes?
 Suponte ahora que un hombre de bien es apremiado por una acción manifiestamente mala sin la cual la ciudad no puede vencer al enemigo, ¿acaso la utilidad común no atraerá al orador hacia aquélla?
 Tampoco estaría fuera de esta cuestión lo que vemos hacer a los predicadores para conmover a los oyentes con el temor de la religión: fingir muchas cosas, simular y disimular muchas e incluso alguna vez mentir.
 Así, yo recordaré del divino Jerónimo que para apartar a la doncella Eustoquio del estudio de las letras mundanas, se imaginó a sí mismo ante el tribunal del juez, azotado, porque leía libros de Cicerón. Lee su apología, en la controversia con Rufino, en la que confiesa que aquello era un mero sueño y que los sueños no se deben creer, además cuando aquello lo escribió solo para fomentar el santo temor de una doncella.
 Todo esto viene a cuento para mostrar que, para preparar a los oyentes, no sólo son necesarias aquellas partes del discurso que por decreto de los atenienses le son vedadas a los oradores, sino que también a veces hay que echar mano de argumentos falsos o aparentes si hacerlo fuera para provecho de la república.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Rialp, 2017, en traducción de Miguel Ángel Garrido Gallardo, pp. 58-62. ISBN: 978-84-321-4776-0.]
 

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