sábado, 13 de abril de 2019

La gran trilogía.- Gregor von Rezzori (1914-1998)


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Flores en la nieve
El padre

«Para entender la actitud crecientemente escéptica de mi padre ante la posterior evolución del Reich pangermánico tampoco hace falta aducir como explicación aquel espíritu de contradicción que todo el mundo conocía hasta la saciedad. Ante la entrada de las tropas alemanas en Checoslovaquia, me escribió una carta en la que enumeraba las catástrofes que se habían producido siempre que el torbellino de la historia arrastraba consigo a Bohemia. Puede que la involuntaria asociación con la batalla de Sadova atizara su indignación de austriaco leal ante la evidente prusificación de los pangermanistas; lo cierto es que en sus cartas manifestaba una oposición cada vez más irritada a aquel fenómeno. Nunca había considerado a los prusianos verdaderos alemanes, sino una minoría de origen véndico que exhibía una incalificable prepotencia en el seno de los países de habla alemana. Le gustaba poner de manifiesto la faceta ridícula de los prusianos, para lo que se valía de dos anécdotas. La primera se remontaba al desfile por las calles de Viena del contingente enviado a China por el káiser Guillermo II para aplastar la rebelión de los bóxers. Según mi padre, la impresionante exactitud con que la tropa marcaba el paso se veía desfigurada hasta lo grotesco por la impedimenta de los soldados, que incluía calzón corto, trabillas hasta las rodillas desnudas, salacot con púa en la parte superior y aleteante velo protector trasero, además de unos guantes de esgrima blancos que llegaban casi hasta los codos. Se imaginaba al comandante en jefe inglés en China riéndose por lo bajo mientras les gritaba a aquellos figurantes de opereta: "Germans to the front!"
 La segunda anécdota que, según él, revelaba lo más genuino del carácter prusiano, era una experiencia personal de la guerra del catorce. En Galitzia, él y un camarada húngaro habían tenido que compartir, muy a su pesar, su estrecha habitación con un hermano de armas alemán. Al cabo de pocos días, él y el oficial del Honvéd llegaron a la conclusión de que, nada más apagar la luz, el prusiano se entregaba, sin el menor empacho, a ciertos hábitos íntimos. La cosa resultaba tan molesta que acordaron pedirle explicaciones. Como a ninguno de los dos le apetecía encargarse del asunto, lo echaron a suertes; la ingrata obligación recayó en el húngaro. Éste acometió la tarea con inconfundible tacto magiar, preguntándole al hermano de armas, con voz ronca:
 -Camarada, ¿es correcta la impresión que tenemos de que te masturbas como un condenado?
 El prusiano respondió tajante y sin el menor bochorno:
 -¡Todas las noches!
 Hace falta ser austríaco para pretender encontrar en dos cuadros de costumbres como ésos la Prusia de Hegel, Fichte, Kleist o incluso de Scharnhorst y los heroicos oficiales de Schill. Semejante economía de recursos en la descripción de lo esencial sólo podría tener paralelo en el arte chino. Por lo demás, no es cierto lo del equipamiento del contingente alemán destinado a sofocar la rebelión de los bóxers. Aquellos guerreros llevaban chambergo, y nada de pantalones cortos ni de guantes de esgrima. Pero eso no es más que un detalle. La ridiculez del envaramiento prusiano -que no sólo ha llamado la atención de los austríacos- no era, pese a todo, el motivo con el que mi padre intentaba fundamentar su apostasía del pangermanismo "negro, rojo y oro".
 -Prusia -solía predicar- es un típico estado advenedizo; no es más que una de las colonias que tuvo el imperio en este continente, que se separó de la madre patria y luego, gracias a que ésta se había debilitado, se hizo con el poder. Es lo mismo que destruyó el imperio de los Césares; al sacro imperio romano germánico, cuya corona imperial se mantuvo, conforme a derecho, durante seiscientos años en la casa de Habsburgo, le dio el golpe de gracia Federico II de Prusia. Eso fue una desgracia para el pueblo alemán, pero lo que han provocado los últimos Hohenzollern, con Guillermo II a la cabeza, ha sido una auténtica catástrofe. Las antiguas colonias siempre mantienen vivo el espíritu en el que fueron fundadas y administradas. La concepción prusiana del Estado, según la cual todo ciudadano tiene la obligación de ser al mismo tiempo un soldado, no debería haberse extendido jamás a las tierras del antiguo imperio. Pero la herencia de Prusia no es sólo el aciago militarismo de Guillermo II, sino también... -Y así continuaba.
 Es imposible averiguar si supo ver con la misma clarividencia lo que vino después, si detectó en el Tercer Reich de Hitler -a quien siempre había calificado de "pintor de brocha gorda arribista"- la definitiva perversión del nefasto espíritu prusiano y, con ella, la verdadera traición a su idea, tan amada en el pasado, del renacimiento del Reich. No podía expresarlo por carta; ya entonces, todo escrito que llegara del extranjero al territorio pangermánico, cuya expansión continental parecía no tener freno, estaba sometido a una censura que no habría dejado pasar semejantes herejías. Con todo, había indicios de que veía en el nacionalsocialismo la profanación de una serie de ideas originariamente limpias y estimulantes, y de que le dolía comprobar que esas ideas desembocaban en un callejón sin salida. Su talante quijotesco le hizo actuar en consecuencia. Cuando también los sajones de Transilvania se sumaron al delirio del Tercer Reich hitleriano, su pequeño Führer, un tal señor Roth, consiguió, respaldado por las presiones que el gobierno alemán  ejercía sobre el rumano, el derecho a extender pasaportes a algunos rumanos de habla alemana, entre ellos mi padre. Pero él se limitó a dar las gracias y rechazar el ofrecimiento, aduciendo que era ciudadano del reino de Rumanía y que tenía la intención de permanecerle leal. Por desgracia, los rumanos tampoco eran sensibles a tales actitudes. Por lo tanto, se quedó sin pasaporte. Pero, de todos modos, no tenía la menor intención de salir del país.
 Entretanto, ya había estallado la guerra: estábamos en 1939. La ocupación, de momento pacífica, de Besarabia y el norte de la Bucovina por parte de los rusos tuvo lugar en 1940. El tratado que la había propiciado no le sorprendió ni le hizo llamarse a engaño. "Quédate donde estás", me escribió a Viena. "Hay que ponerse a cubierto." También él se quedó donde estaba. Seguía cazando de vez en cuando y cultivaba una especial amistad con cierta princesa Sayn-Wittgenstein, cuyo apellido de soltera era Nabokova, y pertenecía por lo tanto a una familia a la que me han unido numerosas amistades contraídas independientemente las unas de las otras. Luego empezó a tener achaques. La ironía de la vida quiso que se abatiera sobre él precisamente la enfermedad que mi madre se imaginó padecer hasta los ochenta y seis años de edad: una dolencia renal.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2009, en traducción de Joan Parra Contreras. ISBN: 978-84-339-7499-0.]

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