Capítulo 20
«Me sumo a un grupo de personas que están hablando de política, sentadas alrededor de un fuego, arrimadas para encontrar calor y vida bajo la combada hamaca de la noche. Un par son estudiantes universitarios, también hay un médico que vive en Mwingi.
Si todo viaje tiene un momento de magia, éste es el mío. Todo parece posible. En una oscuridad como ésta, todo lo que decimos parece libre de consecuencias, la música es rica y la luz de las llamas presta hermandad a nuestros cuerpos.
La política da paso a la vida. Durante unas horas todos nos sentimos viejos amigos y nos sentimos cómodos con las abolladuras y la fricción de los demás. Hablamos y ponemos las rarezas de nuestros orígenes en un plato común.
Los lugares y las gentes de las que hablamos resultan exóticos y distantes esta noche. Warufaga... Burnt Forest... Mtito Andei... Makutano... Mile Saba... Mua Hills... Gilgil... Sultan Hamud... Siakago... Kutus... Maili Kumi... El mago de Kangundo que tiene una tienda y compra uñas de pies. La colina de algún lugar de Ukambani donde las cosas se deslizan pendiente abajo. Niñas de trece años que pululan por bares como éste, vendiendo sus cuerpos para enviar dinero a casa o cuidar de sus bebés. El político kamba multimillonario al que echaron una maldición por robar dinero y cuyas pelotas se hinchan cada vez que visita su distrito electoral. Un extraño insecto de Tukana que sube por tu orina cuando meas y hace cosas impensables y terribles a tu uretra.
Las cosas dolorosas se derraman como el sudor. Alguien confiesa que estuvo una temporada en la cárcel, en Mwea. Habla sobre el alivio que sintió por salir antes de que todos los muelles de su cuerpo se oxidaran. Habla sobre el guardia que enfermó de sida y que infectó deliberadamente a muchos presos antes de morir.
Kariuki se revela a sí mismo. Oímos que prefiere trabajar lejos de su hogar porque no puede pagar las matrículas de sus hijos y nos soporta verlos en casa. Dice que tiene una diplomatura en agricultura, pero que lleva diez años con trabajos ocasionales de chófer. Nos cuenta que su cafetal ya no tiene ningún valor. Rompe a reír cuando nos confiesa que vivió durante un año con una mujer en Kibera y que tenía miedo de ponerse en contacto con su familia porque no les podía enviar dinero. La mujer era una propietaria rica. Lo alimentó y lo mantuvo alcoholizado mientras estuvo con ella. Nos reímos y disfrutamos de nuestras desgracias, porque somos reales en el grupo y hoy no podemos sucumbir al caos.
La esposa de Kariuki lo encontró después de poner un anuncio en la radio nacional. Su hijo había muerto. Guardamos silencio durante unos segundos, intentando digerirlo. Alguien toma a Kariuki de la mano y lo lleva a la pista de baile.
Algunos nos vamos a bailar y nos reagrupamos otra vez. Hablamos y bailamos y hablamos y bailamos, sin pensar en lo extraños que nos sentiremos los unos con los otros cuando el sol regrese al cielo y nuestro plumaje sea inevitable y los árboles tengan repentinamente espinas y por todas partes se extienda un vasto horizonte de problemas posibles que vuelva a levantar nuestras defensas.
Los bordes del cielo se empiezan a deshilachar, una invasión malva, resplandeciente. Veo sombras en el exterior, parejas que se dirigen a los campos.
Hay un tipo tirado en el suelo, sufriendo, el estómago tenso como un tambor. Suda mucho. Yo cierro los ojos y veo que los cuernos de la cabra que ha comido se abren paso por sus glándulas sudoríparas. Lo veo claro, clarísimo. Todo este tiempo sin escribir una sola palabra, he estado leyendo novelas, observando a la gente y escribiendo en mi cabeza lo que veo, encontrando formas de la realidad para llevarlas a un libro. Eso es todo lo que he hecho, desde siempre, a fondo, entregado. Nunca he usado un bolígrafo. Sólo he escrito mentalmente por mi propio placer sensual, para mí mismo. Si quiero crecer, tendré que hacerlo para otros.
Suenan canciones autocompasivas. Kenny Rogers, Dolly Parton. Intento llevarme a Kariuki y al jefe, pero están abrazados, aullando a la música y nadando en sentimientos.
Entonces ponen una canción que me hace insistir en que nos marchemos.
En algún momento de los años ochenta, una profesora universitaria de Kenia grabó una canción que fue un éxito tremendo. Supongo que se podría describir como una profusión de gárgaras, al estilo tirolés que celebran los votos de una boda:
Me tomarás (hablado, no cantado)
para ser tu le... (gárgara) ...gítima esposa,
para ser amada y... (gárgara)
(gárgara que se vuelve cada vez más histérica):
¡Ayyyyy Ayyaaaaa... MÉN!
Después, más amén y gárgaras.
Por supuesto, esos guerreros orgullosos, esos pilares de la comunidad, están en este momento cantando esa canción al unísono, abrazados (con botellas de cerveza bajo las axilas) y con expresión afligida.
Pronto, las camas del motel crujirán y algunos de esos hombres dejarán de sentir lástima de sí mismos y buscarán la juventud perdida en los cuerpos de las chicas jóvenes. Yo tengo miedo. Si escribo y fracaso, no sé a qué otra cosa podré dedicarme. Quizá escriba y la gente levante los ojos en gesto de exasperación porque hablaré de la sed y la gente ya conoce la sed y porque lo que veo sólo son formas malas que no significan nada.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Sexto Piso, 2013, en traducción de Jesús Gómez Gutiérrez. ISBN: 978-84-15601-20-3.]
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