9.-En el borde del mundo
«Mamá fue siempre tan mortal en sus pensamientos que siempre hizo gala de una vivacidad propia de mortales, mientras que papá -cada vez que lo pienso- siempre hizo gala de una vivacidad propia de inmortales. Yo, mientras cavilo sobre estas cosas y voy comparando los diferentes tipos de vivacidad, yo, que siempre amé concebir una idea de mí mismo como ser abocado a la inmortalidad, me siento a menudo impregnado de la nefasta influencia de mi madre, dado que papá no era demasiado propenso a pensar en ciertas cosas: sólo el hecho de tener que ir al entierro de un amigo lo sacaba de sus casillas.
Mamá siempre tuvo en su cabeza una particular imagen del tiempo que es radicalmente opuesta a la mía -esto se lo dije a mi hermana-, mamá murió porque vio a papá moribundo, eso fue lo que la mató. Dado que tenía aquella intuición procesual de las cosas, ella vio cómo papá se iba convirtiendo progresivamente en un muerto, es decir, que era un moribundo, algo que papá siempre se negó a ver, porque el moribundo en realidad no existe: el moribundo es una creación fantástica. Tanto mi padre como yo, yo esforzándome y él no, concebimos siempre el mundo en dos grandes bloques, es decir: el que está vivo está vivo y el que está muerto está muerto. Entre otras cosas, yo nunca he logrado entender si el vivo y el muerto de la misma persona coinciden, es decir, si son exactamente la misma persona o si, por el contrario, no tienen nada que ver el uno con el otro. Mi padre siempre expresó claramente su idea del asunto con esta frase absolutamente carente de matices: que uno primero es un vivo; luego, un buen día deja de respirar y entonces es un muerto.
Pero todavía recuerdo bien el día que murió mi madre -habíamos tenido a mi padre, en cuanto superviviente de una operación más bien grave, ajeno a todo-; aquel día yo llegué al hospital y la tía vino enseguida a mi encuentro y me dijo que los médicos acababan de decirle que a mamá le quedaban a lo sumo dos horas de vida. En aquel momento llegó papá, el moribundo, bastante alegre como de costumbre (en la medida de lo posible para un superviviente de quirófano). Entonces corrí al encuentro del moribundo (mi padre) y le tuve que decir de golpe y porrazo que mamá se moría, que como mucho le quedaban dos horas, y mi padre y yo nos miramos a la cara durante unos segundos, una mirada que no se me olvidará en la vida; a veces pienso que a él, aunque esté muerto, tampoco se le olvidará nunca, y le pedí además perdón por haberle tenido ajeno a todo. Y aún recuerdo bien, porque luego me eché a llorar, que justo un minuto antes de irse para siempre mi madre me miró a la cara y me preguntó por qué tenía los ojos tan enrojecidos; entonces le dije: "Es que tengo un terrible ataque de alergia, mamá, aquí hay polvo", y me saqué el pañuelo para ocultar la cara, fingiendo que me sonaba la nariz sin parar porque estaba a punto de estallar en llanto; luego, mamá se fue para siempre. Después me sentí muy orgulloso de haberle sabido mentir; a veces he pensado que habiendo sido capaz de soltarle al vuelo a mi madre aquella trola, en aquel trance tan terrible, no me resultaría difícil traicionar en el futuro a cualquier novia, incluso a las más duras de pelar.
En cambio, cuando papá murió no me preguntó nada, sólo emitió una especie de murmullo. Me estaba quedando dormido y en un momento dado empezó a agitarse; al cabo de un minuto de agitación, murió. Eso fue todo. Luego telefoneé a mi hermana y le dije que papá había muerto. Cuando llegó el tío, lo primero que dijo delante del cuerpo de mi padre momificado en una sábana, fue que le diría de inmediato a su hijo lo que pasa por fumar como un carretero. Entonces, mi hermana y yo le dijimos que por una ironía del destino a papá se le había hecho polvo el hígado, el intestino y los riñones, y luego, como consecuencia de este hundimiento casi total, se había muerto de un infarto, es decir, que al final se le había hecho polvo también el corazón, pero extrañamente el único órgano que tenía todavía sano en todo el cuerpo eran los pulmones.
El hecho de que en su chaqueta quedase todavía un paquete de cigarrillos supuso toda una alegría para mi hermana y para mí, y más tarde comentamos muchas veces que había fumado tranquilamente hasta el final. Más tarde, buscando una bonita foto de mi padre para el formulario del entierro, después de haber mirado unas doscientas o trescientas fotos, no pudimos dar con una en la que mi padre no tuviese un cigarrillo en la mano o en la boca. Aun así, tú podías tirarte una hora hablando con mi padre sin darte cuenta de que durante esa hora se había fumado cinco cigarrillos, porque era capaz de hacer invisible cualquier cigarrillo. Precisamente por eso cuando alguien calificaba a mi padre de fumador, mi padre se echaba a reír y le decía que él no era un fumador, que él era uno de ésos que se encienden un cigarrillo de vez en cuando, que es algo muy distinto a ser un fumador, y que ser un fumador le habría parecido repugnante. De hecho, cambiar un acto por un estado -decía- es siempre algo letal, porque la diferencia que existe entre uno que fuma a menudo cigarrillos, aunque sean sesenta al día, y un fumador es ésta: que en un caso uno asume el papel que te adjudican los demás y se lo cree, y en el otro uno no asume el papel y no se lo cree, o sea, concretando, que durante estos últimos diez años el papel en cuestión se ha convertido en el papel de sentirse toxicómanos. Y mi padre siempre me decía que cuando creyese de verdad que fumar me sentaba como un tiro, quería decir que había llegado el momento de dejarlo, porque a partir de ese momento fumar me sentaría como un tiro. A él, en cambio, le sentaba bien, o al menos eso parecía, por lo tanto, no lo dejaba; el día que hubiese sentido que le sentaba mal lo habría dejado en el acto. Y cuando pensaba en aquellos pulmones suyos tan sanos, pensaba que mi padre tenía razón, y no lo demostró con argumentos, lo demostró con sus pulmones.
Entre realizar a menudo ciertos actos, incluso los mismos actos todos los días, y tener costumbres hay una tonelada de diferencia. De hecho, yo, que ya desde hacía años había hecho mías ciertas intuiciones, a una amiga con la que me veía a menudo, es decir, todos los días, en mi casa o en la suya, siempre con un deseo, el deseo de darnos mordiscos, en cuanto se desnudaba, de hecho, entre polvo y polvo, a la mínima distracción, siempre que podía le dejaba en el culo la marca de los dientes de los mordiscos que le daba, razón por la cual luego ella trataba de abofetearme pero sin conseguirlo; pues bien, a esta amiga mía le dije muchas veces: "Ya verás tú cómo la idea de enamorarnos antes o después termina aguándonos la fiesta", y en efecto, así fue. Porque yo he pensado siempre que fumar está en el ser del fumador (que ya como palabra resulta repugnante) lo mismo que follar a diario está en el ser de los enamorados. Entre ambas cosas hay de por medio una especie de asma mental. Hasta los veinte años yo no he tenido ni siquiera media costumbre, no tenía suficiente paciencia.
Y pensaba en las costumbres visibles comparándolas con las costumbres invisibles. Mi padre se pasó toda la vida yendo en bicicleta de un modo tan discreto que nadie, lo que se dice nadie, se hubiera esperado nunca ver aparecer por el rabillo del ojo a esa especie de ciclista fantasma que pasa pedaleando a toda velocidad.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2011, en traducción de Francisco de Julio Carrobles. ISBN: 978-84-92865-27-7.]
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