Guerra aérea y literatura
I
«Por todas partes yacían cadáveres aterradoramente deformados. En algunos seguían titilando llamitas de fósforo azuladas, otros se habían quemado hasta volverse pardos o purpúreos o se habían reducido a un tercio de su tamaño natural. Yacían retorcidos en un charco de su propia grasa, en parte ya enfriada. En la zona de muerte, declarada ya en los días siguientes zona prohibida, cuando a mediados de agosto, después de enfriarse las ruinas, brigadas de castigo y prisioneros de campos de concentración comenzaron a despejar el terreno, encontraron personas que, sorprendidas por el monóxido de carbono, estaban sentadas aún a la mesa o apoyadas en la pared, y en otras partes, pedazos de carne y huesos, o montañas enteras de cuerpos cocidos por el agua hirviente que había brotado de las calderas de calefacción reventadas. Otros estaban tan carbonizados y reducidos a cenizas por las ascuas, cuya temperatura había alcanzado mil grados o más, que los restos de familias enteras podían transportarse en un solo cesto para la ropa.
El éxodo de los supervivientes de Hamburgo comenzó ya la noche del ataque. Empezó, como escribe, Nossack, "un desplazamiento incesante por todas las carreteras de los alrededores... sin saber hacia dónde". Hasta los territorios más exteriores del Reich fueron a parar los refugiados, en número de un millón y cuarto de personas. Con fecha 20 de agosto de 1943, en el pasaje antes citado, Friedrich Reck informa de unos cuarenta o cincuenta fugitivos que intentaron asaltar un tren en una estación de la Alta Baviera. Al hacerlo, una maleta de cartón "cayó en el andén, se reventó y se vació de su contenido. Juguetes, un estuche de manicura, ropa interior chamuscada. Finalmente, el cadáver de un niño asado y momificado, que aquella mujer medio loca llevaba consigo como resto de un pasado pocos días antes todavía intacto". Es difícil imaginar que Reck se inventara esa espantosa escena. Por toda Alemania, de una forma o de otra, la noticia de los horrores de la aniquilación de Hamburgo debió de difundirse a través de los fugitivos, que oscilaban entre una histérica voluntad de supervivencia y la más grave apatía. El diario de Reck, al menos, es una prueba de que, a pesar de la censura de noticias que reprimía cualquier información exacta, no era imposible saber de qué forma tan aterradora perecían las ciudades alemanas. Reck informa también, un año más tarde, de las decenas de miles que, después del gran ataque a Munich, acamparon en el recinto de la Maximilianplatz. Y escribe luego: "Por la cercana autopista del Reich [se mueve] una interminable corriente de refugiados, frágiles ancianas que arrastran, sobre largos palos que llevan a la espalda, un fardo con sus últimas pertenencias. Pobres sin hogar con la ropa quemada y ojos en los que todavía se refleja el espanto del remolino de fuego, de las explosiones que lo despedazaban todo, de quedar sepultado o de la vergonzosa asfixia en un sótano". Lo más notable de esas anotaciones es su rareza. Realmente parece como si ninguno de los escritores alemanes, con la única excepción de Nossack, hubiera estado en aquellos años dispuesto o en condiciones para escribir algo concreto sobre el curso y los efectos de una campaña de destrucción tan larga, persistente y gigantesca. En eso tampoco cambió nada una vez finalizada la guerra. El reflejo casi natural, determinado por sentimientos de vergüenza y de despecho hacia el vencedor, fue callar y hacerse a un lado. Stig Dagerman, que en el otoño de 1946 informaba desde Alemania para la revista Expressen, escribe desde Hamburgo que viajando en tren, a velocidad normal, estuvo contemplando durante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Hasselbrook y Landwehr y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quizá el campo de ruinas más horrible de toda Europa. El tren, escribe Dagerman, como todos los trenes de Alemania, estaba muy lleno, pero nadie miraba afuera. Y a él lo reconocieron como extranjero porque lo hacía. Janet Flanner, que escribía para el New Yorker, hizo las mismas observaciones en Colonia, que, según dice en sus reportajes, reposa "en su orilla del río... entre los escombros y la soledad de una destrucción física total... sin ninguna figura. Lo que ha quedado de su vida -seguimos leyendo- se abre camino por carreteras secundarias repletas: una población encogida, vestida de negro... muda como la ciudad". Ese mutismo, ese cerrarse y hacerse a un lado es la razón de que sepamos tan poco de lo que pensaron y vieron los alemanes en el medio decenio comprendido entre 1942 y 1947. Los escombros entre los que vivían siguieron siendo la terra incognita de la guerra. Es posible que Solly Zuckerman presintiera ese déficit. Como todos los que participaron directamente en las discusiones sobre la estrategia de ataque más eficiente, y por tanto tenían cierto interés profesional en los efectos del area bombing, inspeccionó en la primera oportunidad que se le presentó la destrozada ciudad de Colonia. Todavía al volver a Londres estaba impresionado por lo que había visto y convino con Cyrill Connolly, entonces director de la revista Horizon, en escribir un reportaje titulado "Sobre la historia natural de la destrucción". En su autobiografía escrita decenios más tarde, Lord Zuckerman deja constancia de que su propósito fracasó. "My first view of Cologne -dice- cried out for a more eloquent piece than I could ever have written." Cuando en los años ochenta pregunté a Lord Zuckerman por ese tema, no recordaba ya sobre qué había querido escribir con detalle en su momento. Sólo conservaba aún la imagen de la negra catedral, que se alzaba en medio de un desierto de piedra, y de un dedo cortado, que había encontrado en una escombrera.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2005, en traducción de Miguel Sáenz. ISBN: 84-339-7016-X.]
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