Una mujer sola
«Cuando llegó a la capital no conocía a nadie aparte de un joven secretario de la legación danesa, al que, según se decía, había conocido muchos años antes en Nuevo México o Arizona. Había escrito un libro sobre Nuevo México que, cuando se publicó en su país, Dinamarca, había dado mucho que hablar y que después también se había traducido al inglés. Pero de eso hacía al menos tres años, y los que habían leído el libro, o afirmaban haberlo leído, hablaban despectivamente de él: que era el libro de una aventurera, decían, y que, más que de Nuevo México, hablaba del whisky que introducían allí de contrabando, de la piel lisa y lampiña de los jóvenes indios y de la vida en un rancho donde se emborrachaban con el alcohol que ellos mismos destilaban y con el aire enrarecido y seco de la meseta, gente que vivía contrayendo deudas y que por la noche se echaba en los maizales a hacer el amor. Al parecer, el libro debía su éxito a un par de reseñas nada favorables, así como al hecho de que, en efecto, un jefe indio había seguido a la autora hasta Nueva York y se había quitado la vida porque ella no quería casarse con él. Más tarde, ella regresó junto a su marido y sus hijos a Dinamarca, y su editor, queriendo rentabilizar el éxito del primer libro, intentó en vano convencerla para que escribiera un segundo. Ella vivía cómodamente en su finca, en medio de los bosques frondosos y los prados fértiles de Dinamarca, preocupada tan sólo por sus caballos, sus perros y sus dos hijos.
Pero cuando se supo que el marido, un oficial de caballería dimisionario, había perdido todo su capital en el asunto Kreugher y que era absolutamente incapaz de ganar dinero, decidió aceptar la propuesta del editor y viajar a Persia. No sabía nada de ese país, pero tal vez por eso le fue tan sencillo firmar el contrato y decir adiós a la finca y a los hijos.
Llegó en septiembre. No era una mala época para Persia, pero en la ciudad seguía haciendo mucho calor y el viaje por el desierto y desde Bagdad hasta las montañas debió de ser terrible. Yo entonces trabajaba en las excavaciones de Abderabad; la casa de nuestra expedición quedaba sólo a media hora de la ciudad, en medio de un jardín de granados.
Naturalmente, el rumor de la llegada de Katrin Hartmann nos llegó aun antes de que la baronesa hubiese puesto un pie en la ciudad. En Oriente, una mujer que no viaja acompañada por un hombre es siempre algo raro, aunque no se trate más que de una cantante o de una bailarina rumana contratada por el Pars o el Astoria. Por lo tanto, no nos extrañó que toda la colonia europea se entretuviera hablando de ese personaje llamado Katrin Hartmann. ¿Una baronesa? ¿Una aventurera? ¿Qué se le había perdido aquí? ¿La habría invitado la legación?
Vivía en la ciudad, en el hotel Naderi, y no visitaba a nadie más que a su conocido danés y a algunos persas de clase alta para los que había traído cartas del cónsul persa en Copenhague.
Naturalmente, nos preguntamos por qué no se había dirigido primero a los europeos, pero no nos lo tomamos a mal. Era a todas luces una mujer fuera de lo común, una personalidad interesante, la gente podía prometerse sensaciones; además, era hermosa y, por lo que se sabía, una amazona extraordinaria. Los hombres ardían en deseos de poner a su disposición sus caballos turcomanos y árabes.
Conocí a la baronesa al día siguiente de su llegada, en la terraza que el joven danés tenía en las afueras, en Shimrán, un bello y fresco jardín con bungalow y piscina; bebían whisky con soda helada y burbujeante y hablaban de Nuevo México. Katrin Hartmann me dijo que le interesaba todo, también las excavaciones, pero me di cuenta de que nunca había oído nada sobre el tema. Aunque yo pensaba que se aburriría, la invité a que nos visitara en Abderabad. Levantó la cabeza y me miró por debajo del ala blanca del sombrero. Tenía los ojos azul oscuro, de un brillo frío y casi negro, bien hundidos en las cuencas bajo la frente pálida y muy saliente. El rostro era hermoso, grande, masculino, las mejillas hundidas, la boca y el mentón recios, desafiantes -una dentadura de caballo, pensé-, sólo las sombras alrededor de los ojos y las sienes tensas daban a ese rostro cierto toque dolorosamente conmovedor...
Vino a visitarnos unos días más tarde. No nos había avisado, era temprano, las siete quizá, estábamos trabajando en el "museo" y todavía no habíamos desayunado. Yo estaba ordenando los objetos que habían llegado de la excavación la noche anterior, y junto a mí George Gordon examinaba unas monedas partas al microscopio.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Minúscula, 2011, en traducción de Daniel Najmías. ISBN: 978-84-95587-76-3.]
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