«¿Y sin memoria? De las leyes de Vichy: del 17 de julio del 40, sobre el acceso a los cargos en las administraciones públicas; del 4 de octubre del 40, relativa a los residentes extranjeros de raza judía; del 3, la víspera, sobre el estatuto de los judíos; del 23 de julio del 40, relativa a la pérdida de la nacionalidad de los franceses que hubiesen abandonado Francia; todas esas actas en las que Pétain comienza por "Nos, Mariscal de Francia...", y esa otra ley que me afecta, del 6 de junio del 42, que prohíbe a los judíos ejercer la profesión de comediante...
Yo no soy judío. Ni comediante. Pero...
Siempre, por más que me remonte en el tiempo a las épocas en las que todavía pasaba por debajo de las mesas, incluso antes de saber que estaban destinados a hacer reír, los payasos han provocado en mí la tristeza. Deseos de lágrimas y desesperación desgarradora, agudos dolores y vergüenza de paria.
Sobre todo he detestado a los augustos. Más que el aceite de hígado de bacalao, los besos a las viejas parientas bigotudas y el cálculo mental, más que cualquier tortura de la infancia. Para expresar lo más posible el sentimiento, en los tiempos de mi inocencia sentía ante esos hombres zurcidos con cuerdas, con ojos desorbitados por el albayalde, grotescos, el virtuoso espanto de los muchachos aún vírgenes al cruzarse con una prostituta pintarrajeada, según la idea gráfica y sumaria que yo me hacía, o el repentino pánico de los rosales al descubrir en el jardín florecido a un gnomo obsceno, itifálico. Si se me imponía el espectáculo de la pista, me aterrorizaba hasta el enrojecer, tartamudear, orinarme en los calzoncillos. Hasta volverme sordo. Loco. Hasta morirme.
Sólo de pensar en una bola en la nariz, en una peluca roja, en la perspectiva de una mañana en el circo, tanto mis compañeros de clase y mi hermana Françoise como todos los chavales de constitución normal sentían deseos de reír; se les estiraban las comisuras de los labios. Experimentaban el éxtasis de la risa, de reírse a carcajadas. Yo, sin embargo, me encogía en lo más profundo de mí mismo hasta ser incapaz de tragar ni una regla de gramática ni la cena.
Evidentemente, los manuales de psicoanálisis vulgarizado están para utilizarlos; hace ya mucho tiempo que identifiqué las causas de mi neurosis.
Mi padre, que era maestro, buscaba y agarraba por los pelos todas las ocasiones de exhibirse como augusto aficionado. Enormes zapatones, nariz roja y toda una serie de bártulos chapuceros de sus viejos trajes y de utensilios de cocina arrinconados. A eso hay que añadir algunos encajes, abandonados por mi madre, que le daban un colorido equívoco. Armado y disfrazado de esa manera, cubierta la cabeza con un colador de esmalte descascarillado, acorazado con un corsé rosa de ballenas, pasapurés nuclear en la cadera, cascanueces supersónico en la mano, era un guerrero despavorido, un samurái de hojalata que salvaba a la humanidad intergaláctica y también a la nuestra, retrasada, en un número patético de necio solitario que se veía obligado a darse a sí mismo bofetadas y patadas en el trasero. Una especie de Matamoros de vía estrecha, un Tintín de arrabal, cuyo galimatías apenas articulado nadie conseguía entender, pero que tenía chispa para conmover a los asistentes. Tal vez porque era torpe, se pillaba de verdad los dedos en el tambor del rallador de queso que le servía de ametralladora, cantaba fatal e invariablemente moría de hambre, de amor o... De amor. Pensándolo bien, sí, imitando a Charlot, moría sobre todo de amor.
Y eso aumentaba mi malestar. En cuanto a mamá, aunque intentaba ocultarlo, para mí era evidente que ver a papá realizar caídas y saltos brucos de agonía, con una flor de papel en la mano para una doncella elegida entre los asistentes, tampoco le hacía ninguna gracia. Pero ¡en fin!
Acudía a las fiestas de Fin de Año, las meriendas de Navidad, los aniversarios y las fiestas de los comités de empresa. Las tardes recreativas de las obras laicas, preferente y evidentemente, hasta saciar la sed. En todos los sentidos. Porque este tipo de actos ya sabemos lo que es; lo amistoso es la regla, y aquel buen payaso había sudado bajo los focos; había que velar por llenar regularmente su jarra de cerveza. Mi padre volvía de sus prestaciones lleno de reconocimiento líquido y satisfecho de estar ebrio en aras del deber. Y yo me avergonzaba de él, renegaba de él, lo ignoraba, y se lo habría dado al primer huérfano que pasara si hubiera creído que alguno podría aceptarlo. Odiaba a mi madre por meterlo en la cama, enjugándole la frente y murmurándole palabras tiernas.
Nunca pidió un céntimo por actuar, por habernos estropeado un sábado en familia, o un domingo, o habernos obligado a renunciar a un estupendo jueves entre nosotros. Lo llamaban directamente a casa, por teléfono. Escuchaba y preguntaba únicamente el lugar y la hora. Después informaba a mamá de su contrato. Ella lo observaba mientras sacaba su maleta de un armario del sótano y verificaba sus accesorios. De su bolsillo salía la gasolina para el coche, el billete del tranvía y todos los gastos. Simplemente, antes de partir, nos interrogaba con la mirada y respetaba una tradición: dudar, hacer como si le causara pesar dejarnos plantados, sacrificarnos a su placer. Casi renunciaba, dejaba la maleta en el suelo; no, no, no iría; era demasiado cruel abandonarnos. Todo ese cuento para que nosotros interpretásemos nuestro papel en la mascarada con tiernos e imposibles desgarros; para que mamá condescendiese a acompañarlo con orgullo, incluyéndonos a mi hermana Françoise y a mí en la rendición.
En realidad, mamá no condescendía, sencillamente reivindicaba su estatuto de mujer de payaso al estilo de patriota iluminada: no íbamos al sacrificio, sino al triunfo. Para mí, el sacrificio sí que existía, me pesaba la salida obligatoria, tendría que usar la astucia, desmarcarme claramente de los míos no dirigiéndoles la palabra mientras durase el número: traicionar. Yo me sentía como un perro apaleado, consolándome apenas con los dulces, los canapés rancios y las limonadas desvaídas que nos servían a veces. Como a los pobres.
Lo que no éramos.
Como he dicho, mi padre era maestro. Y popular como ninguno de sus colegas, amado por sus alumnos de la municipal precisamente por esa lamentable y poco habitual vocación cómica en un honorable pedagogo.
Mi padre era el más triste de los payasos tristes. Al menos, ésa era mi impresión. Y que se hacía daño a propósito, que haciéndose tan desgraciado se castigaba por una falta inconfesable. Incluso, habiendo hojeado por pura perversión un catecismo que había confiscado y olvidado en el cajón de su mesa, llegué a sospechar que deseaba un destino como el de Cristo. La absurda idea de que por el dolor y el sacrificio podía redimir no sé qué de oscuro, la cara inconfesable de la humanidad. En realidad, detrás de su maquillaje, ridículo, perdiendo su tiempo y su reputación, su dignidad de funcionario íntegro, regocijando a ingratos, sabiendo que era un mal artista, exultaba de felicidad. Estúpida y admirablemente, como un pescador de caña, un cazador, un jugador de petanca...»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Salamandra, 2002, en traducción de Ignacio Pérez Fernández. ISBN: 84-7888-748-2.]
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