miércoles, 3 de abril de 2019

El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia.- Isaiah Berlín (1909-1997)


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Rabindranath Tagore y la conciencia de nacionalidad

«La injusticia, la opresión, la miseria no parecen, por lo menos en la historia reciente, ser suficientes para crear las condiciones de una revuelta o cambio drástico. Los hombres sufrirán durante siglos en sociedades cuya estructura se hace estable por la acumulación y retención de todo el poder necesario en manos de una clase. La agitación comienza sólo cuando este orden se viene abajo por alguna razón (la hipótesis marxista de la influencia de la invención tecnológica es esclarecedora) y surge una "contradicción", esto es, el desarrollo de un factor -digamos la posesión de autoridad o control político por un grupo dominante- ya no se vincula a alguna cualidad igualmente necesaria, por ejemplo, la posición económica o la capacidad de administración. Entonces se altera el equilibrio del sistema, y se plantean conflictos, con las correspondientes oportunidades para alterar la distribución de poder para los que quieren desbaratar el statu quo.
 En nuestro mundo la crisis se produce por el hecho de que el talento y éxito individuales, el poder y la capacidad económica y, en ocasiones, incluso la influencia política se han disociado demasiado del factor omnipresente del anhelo de reconocimiento social. La falta de reconocimiento adecuado, la humillación de los padres y la sensación de agravio e indignación de los niños empuja a los hombres al extremismo social y político. Puede adoptar formas sociales o estéticas, no políticas: era la fuerza principal detrás de fenómenos tales como los "jóvenes airados", los beatniks, los adictos del hip en América y, en un grado perceptible, lo que Anthony Crosland llamaba el Movimiento Aldermaston en Inglaterra que, claramente inspirado como estaba por un idealismo político y social sincero, también estaba impulsado por un descontento y una aguda conciencia de clase por parte de sus miembros.
 Este no es un fenómeno novedoso en el mundo occidental. Es ya un axioma que entre las causas de la Revolución francesa está la excesiva desproporción entre el poder económico de la clase media francesa en el siglo XVIII y su falta de reconocimiento social y político. Los revolucionarios de los siglos XIX y XX eran, en no pocas ocasiones, hijos de hombres competentes y hechos a sí mismos, que habían sido excluidos o rechazados socialmente, o se encontraban en una posición vergonzante o falsa en la jerarquía social de su tiempo. Esto era también manifiestamente cierto en Rusia. Entre las fuentes de la fuerza del movimiento revolucionario ruso estaba la combinación de indignación moral y política, dirigida contra un régimen corrupto y opresor, con una búsqueda de status por parte de hombres cuyos recursos y educación les habilitaba para jugar un papel que les era negado rigurosamente por el Estado. En el Imperio ruso, los grandes empresarios del comercio y la industria en franco crecimiento -hombres de excepcional capacidad, imaginación, ambición- podían hacerse ricos y económicamente poderosos, pero eran, de manera general, excluidos de las posiciones de honor y responsabilidad por la Corte y el régimen, todavía basado en la aristocracia. El orgullo y el sentimiento moral pueden, y logran, pesar más que el interés material: los hijos, criados con sentimientos liberales importados de Occidente, tendían a simpatizar con, y con frecuencia se lanzaban con pasión al movimiento revolucionario, que se dirigía abiertamente no sólo contra el orden político sino también el económico por el que sus padres capitalistas habían luchado con tanto éxito. Esto ocurrió en Europa central y en los Balcanes: jóvenes con recursos suficientes para obtener una educación mucho mejor, especialmente en el extranjero, que la mayoría de sus paisanos, se volvían, debido a la inferioridad humillante del status social de sus familias, hacia opiniones y rumbos extremistas. Sospecho que esto debe haber pasado también a los hijos de la rica burguesía excluida por los pachás de Turquía, Egipto, Siria e Irak.
 Esta insatisfacción se dirige, como regla, contra una élite identificable, pilares del régimen -los pachás, en ese caso-, o puede estallar contra los propios disidentes, los Franklin Roosevelt, Stafford Crippses, Bertrand Russell y muchísimos girondinos o radicales revolucionarios de origen aristocrático en Francia, Rusia o América, hombres que, por radicales que fueran sus opiniones, se consideran pertenecientes a la clase dominante y poseen su confianza, sus modales y sus gustos.
 Pero las raíces del descontento son más profundas, estriban en una soledad, en una sensación de aislamiento, en la destrucción de esa solidaridad que sólo las sociedades homogéneas muy unidas dan a sus miembros. Ruskin y Morris, y antes que ellos Fourier, Marx y Proudhon, nos han enseñado a ver que un grado creciente de industrialización y mecanización conduce a la desintegración de la sociedad, a la degradación de los valores humanos más profundos -afecto, lealtad, fraternidad, una sensación de propósito común- todo en nombre del progreso, identificado con el orden, la eficiencia, la disciplina, la producción. Conocemos demasiado bien los resultados: la deshumanización ininterrumpida de los hombres y su conversión en proletarios -masas- "material humano", carne de máquina y de cañón. Esto, con el tiempo, desarrolla sus propios antídotos: el despertar de los más conscientes y sensibles entre las víctimas o, incluso, entre los cómplices de este proceso, si tienen alguna fuerza de voluntad, de la indignación revolucionaria, alimentada por un deseo inmenso de restaurar lo que ellos conciben como la unidad, armonía e igualdad social rotas (existiera alguna vez o no); y, al mismo tiempo, de la especie de amor y respeto incalculables entre los hombres sobre los que descansan todas las relaciones humanas verdaderas.
 Esta reivindicación de ser tratado como un humano y un igual está en la base de las revoluciones sociales y nacionales de nuestro tiempo: representa la forma moderna del ansia por el reconocimiento -violenta, peligrosa, pero apreciable y justa-. Reivindican reconocimiento individuos, grupos, clases, naciones, Estados, enormes conglomerados de la humanidad unidos por un sentimiento común de resentimiento contra los que suponen (acertada o equivocadamente) les han agraviado o humillado, les han negado el mínimo exigido por la dignidad humana, han provocado o intentado provocar que caigan en su propia estima de un modo que no pueden tolerar. El nacionalismo de los dos últimos siglos prende de este sentimiento.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Grupo Santillana Ediciones, 1998, en traducción de Pedro Cifuentes. ISBN: 84-306-0292-5.]

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