El surrealismo (1929-1933)
«Entre las hermosas hazañas del surrealismo hay una que me parece especialmente deliciosa. Se la debemos a Georges Sadoul y a Jean Caupenne.
Un día de 1930, Georges Sadoul y Jean Caupenne, sin nada que hacer, leen el periódico en un café de una ciudad de provincias. De pronto, su mirada tropieza con los resultados de los exámenes de la Academia Militar de Saint-Cyr. El primero, el número uno de la promoción, es un tal Keller.
Lo que más me gusta del caso es que Sadoul y Caupenne no tengan nada que hacer. Que estén solos, en provincias. Se aburren un poco. De repente, se les ocurre una idea luminosa:
-¿Y si le escribiéramos una carta a ese cretino?
Dicho y hecho. Piden papel y pluma al camarero y redactan una de las más hermosas cartas de insultos de la historia del surrealismo. Firman la carta y la envían sin demora al número uno de Saint-Cyr. Hay en la carta frases inolvidables. Por ejemplo: "Nosotros escupimos en los tres colores. Con vuestros hombres sublevados, tenderemos al sol las tripas de todos los oficiales del Ejército francés. Si nos obligan a ir a la guerra, por lo menos serviremos bajo el glorioso casco puntiagudo alemán..." Etcétera.
El tal Keller recibió la carta, la pasó al director de Saint-Cyr quien, a su vez, la transmitió al general Gouraud, mientras que Le Surréalisme au service de la Révolution la publicaba.
El caso metió bastante ruido. Sadoul vino a verme y me dijo que tenía que huir, marcharse de Francia. Yo hablé de él a los Noailles que, siempre generosos, le dieron cuatro mil francos. Jean Caupenne fue detenido. El padre de Sadoul y el padre de Caupenne fueron a presentar excusas al Estado Mayor de París. Fue inútil. Saint-Cyr exigía una reparación pública. Sadoul se fue de Francia y Caupenne, según me dijeron, pidió perdón de rodillas ante los alumnos de la academia militar al completo. No sé si es verdad.
Cuando me acuerdo de este caso, me parece volver a ver la expresión de profunda tristeza y desamparo de André Breton cuando, en 1955, se me lamentaba de que el escándalo ya no fuera posible.
En torno al surrealismo, traté, y en ocasiones, llegué a conocer bastante bien a escritores y pintores que rozaban un instante el movimiento, establecían contacto, luego lo rechazaban y volvían a él para rechazarlo otra vez. Y a otros que estaban empeñados en búsquedas más solitarias. En Montparnasse conocí a Fernand Léger al que veía con frecuencia. André Masson casi nunca asistía a nuestras reuniones, pero mantenía relaciones amistosas con el grupo. Los verdaderos pintores surrealistas eran Dalí, Tanguy, Arp, Miró, Magritte y Max Ernst.
Este último, que fue muy buen amigo mío, pertenecía ya al movimiento Dada. La eclosión surrealista le pilló en Alemania, como a Man Ray en los Estados Unidos. Max Ernst me contó que en Zúrich, con Arp y Tzara, antes de la formación del grupo surrealista, durante un espectáculo ofrecido con ocasión de una exposición, pidió a una niña -siempre ese afán de perversión de la infancia- que, vestida con un traje de primera comunión y con un cirio en la mano recitara desde el escenario, un texto francamente pornográfico del que ella no entendía nada. El escándalo fue considerable.
Max Ernst, hermoso como un águila, se fugó con la hermana del escenógrafo Jean Aurenche, Marie-Berthe, que hace un papelito en La edad de oro y se casó con ella. Un año -¿fue antes o después de su matrimonio?; no me acuerdo-, él pasó las vacaciones en el mismo pueblo que Ángeles Ortiz. Este, verdadera plaga de los salones, ya ni contaba sus conquistas. Ocurrió que aquel año Max Ernst y Ortiz se enamoraron de la misma mujer y Ortiz se la llevó.
Algún tiempo después, Breton y Éluard fueron a verme a mi casa de la rue Pascal y me dijeron que venían de parte de mi amigo Max Ernst, que se había quedado esperando en la esquina. No sé exactamente por qué, Max me acusaba de haber intrigado en favor de Ortiz y, en su nombre, Breton y Éluard venían a pedirme explicaciones. Yo les respondí que no tenía nada que ver con aquella historia y que nunca había sido consejero erótico de Ángeles Ortiz. Ellos se retiraron.
André Derain nunca tuvo nada que ver con el surrealismo. Era mucho mayor que yo -por lo menos, treinta o treinta y cinco años- y solía hablarme de la Commune de París. Fue el primero que me habló del caso de los fusilados durante la feroz represión dirigida por los versalleses, por tener las manos endurecidas, señal de que pertenecían a la clase obrera. [...]
De los escritores conocí muy bien a Roger Vitrac a quien Breton y Éluard no tenían en gran estima, nunca he sabido por qué. André Thirion, que formaba parte del grupo, era el único político verdadero. Paul Éluard me previno al salir de una reunión: "A ése sólo le interesa la política."
Con posterioridad, Thirion, que se declaraba comunista revolucionario, fue a verme a la rue Pascal con un gran mapa de España. Puesto que estaba de moda el golpe de Estado, había preparado uno minuciosamente para derrocar la monarquía española y quería que yo le facilitara detalles geográficos concretos, cotas y senderos, para indicarlos en el mapa. Yo no pude ayudarle.
Escribió un libro sobre aquel período, titulado Révolutionnaires sans révolution, que me gustó mucho. Por supuesto, él se atribuía el mejor papel (aunque eso lo hacemos todos, a menudo sin darnos cuenta) y revelaba ciertos detalles íntimos que me parecieron ofensivos e inútiles. Pero corroboro sin reserva lo que escribe acerca de André Breton. Después de la guerra, Sadoul me dijo que Thirion había "traicionado" por completo sus ideas y que, desde las filas gaullistas, era responsable de la subida de las tarifas del Metro.
Maxime Alexandre se adhirió al catolicismo. Jacques Prévert me presentó a Georges Bataille, autor de l'Histoire de l'oeil que quería conocerme a causa del ojo cortado de Un chien andalou. Comimos todos juntos. Sylvia, la esposa de Bataille, a la que después volvería a encontrar, casada con Jean Lacan, es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida, con Bronja, la esposa de René Clair. El propio Bataille -a quien Breton no estimaba mucho, por encontrarlo excesivamente rudo y materialista-, tenía una cara adusta, seria. La sonrisa le parecía inasequible.
A Antonin Artaud lo traté poco. Lo vi sólo dos o tres veces. Concretamente, el 6 de febrero de 1934, lo encontré en el Metro. Estaba haciendo cola para sacar el billete y yo me encontraba justamente detrás de él. Hablaba solo, gesticulando mucho. No quise molestarle.
A menudo me preguntan qué ha sido del surrealismo. No sé qué respuesta dar. A veces digo que el surrealismo triunfó en lo accesorio y fracasó en lo esencial.»
[El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés Editores, 2000, en traducción de Ana María de la Fuente. ISBN: 84-01-45104-3.]
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