Libro IV
«Cuando la cohorte se encontraba aturdida y temerosa del desenlace próximo, Vulteyo la reanimó con estas magnánimas palabras: "Jóvenes a quienes no queda más que una breve noche de libertad, deliberad en este corto tiempo sobre lo crítico de las circunstancias. No le queda poca vida al que tiene tiempo de ir a buscar la muerte, ni es pequeña, oh jóvenes, la gloria de salir al encuentro de la misma cuando se está amenazado por el hado. En la incertidumbre del porvenir, el mérito es igual para todos, bien se renuncie a vivir por largos años o bien se apresure el momento final de la existencia buscando el destino con la propia mano: nadie está forzado a quitarse la vida. No se ofrece ninguna coyuntura de huir; por todas partes nos rodean conciudadanos que acechan nuestras gargantas. Decidid la muerte y se ha disipado todo miedo; que se desee lo que es forzoso soportar. Pero no es preciso sucumbir en la oscura noche de los combates o cuando sus propios dardos pueden rodear a los ejércitos confundidos en las tinieblas; cuando montones de cuerpos yacen en el campo, toda muerte se pierde en la multitud y el valor parece ignorado: a nosotros nos han colocado los dioses sobre una carena visible para aliados y enemigos. Las aguas ofrecerán testigos y los ofrecerán las tierras, también los dará la isla desde la cumbre de sus rocas y ambas partes nos contemplarán desde opuestas orillas. Yo no sé, oh Fortuna, qué magnífico y memorable ejemplo preparas con nuestros destinos. Cuantos modelos de fidelidad y de respeto al juramento militar se han transmitido a través de los tiempos, hubieran podido superarlos nuestros soldados, pues sabemos que el arrojarse por ti, César, sobre las propias espadas es poca cosa, pero, asediados como estamos, no nos queda otra muestra mayor que darte de nuestro afecto. La suerte envidiosa nos ha quitado mucho de nuestra gloria pues no estamos encerrados con nuestros ancianos y con nuestros hijos. Que sepa el enemigo que hay hombres indomables, que tema a unos espíritus enfurecidos y dispuestos a morir y que se alegre de no haber apresado más embarcaciones. Tratarán de tantearnos por medio de tratados y desearán corrompernos con la promesa de una vida deshonrosa. Ojalá que para dar más renombre a esta muerte singular nos prometan el perdón y nos hagan esperar la salvación, para que cuando nosotros nos atravesemos las entrañas con un hierro cálido no piensen que lo hemos hecho desesperados. Es preciso merecer por nuestro gran valor que César, perdiendo unos pocos entre tantos miles de hombres, califique esto de merma y desastre. Los destinos pueden darnos un refugio y dejarnos escapar; por mi parte no desearía evitar lo que nos amenaza. He rechazado la vida, camaradas, y solamente me impulsa el aguijón de la muerte próxima: es un delirio. La felicidad de morir, sólo les es dado conocerla a aquéllos que están en el umbral de la muerte y los dioses la ocultan a los que han de vivir, para que continúen alargando la vida". De esta manera su entusiasmo levantó el ánimo de los nobles soldados, y si bien antes de la arenga del jefe todos miraban con los ojos humedecidos los astros del cielo y temían que la Osa volviera su timón, esos mismos, después que las exhortaciones penetraron en sus valientes espíritus, desearon la llegada del día. Y el cielo no era entonces lento en inclinar los astros hacia el mar, pues el sol estaba en la constelación de Leda, cuando, próximo a Cáncer, su luz está más alta; entonces la noche breve empujaba las saetas tesalias. El día naciente deja ver en pie sobre las rocas a los istrios y en el mar a los belicosos liburnos con la escuadra griega. Primeramente, suspendiendo el combate, trataron de doblegarlos por medio de pactos para ver si a los cautivos les resultaba más agradable la vida por la demora de la muerte. Los soldados, resueltos a inmolarse y despreciando ya la existencia, se mantenían firmes, arrogantes y seguros de un combate cuyo desenlace habían encomendado a su propia mano. Ninguna turbación agitó los espíritus de estos valientes dispuestos al supremo sacrificio; y, a pesar de su escaso número, aguantaron el asalto de nutridas tropas que los atacaban por tierra y mar; tan grande es la confianza en la muerte. Cuando les pareció que ya se había derramado bastante sangre por la guerra, apartaron su furia del enemigo. Primeramente el jefe mismo de la embarcación, Vulteyo, reclamando para su garganta desnuda el golpe fatal, dice: "¿Hay algún valiente cuya diestra sea digna de mi sangre y que hiriéndome a mí demuestre con firme decisión que quiere morir?". Sin dejarle pronunciar ni una palabra más, numerosas espadas atraviesan sus entrañas. A todos los elogia juntamente, pero con un golpe de agradecimiento mata a aquél a quien debía la primera herida. Acometiéronse entre sí los demás y perpetraron en un solo partido toda la infamia de las guerras civiles. Así la cohorte dircea, surgida de la simiente de Cadmo, sucumbió por las heridas de los suyos, triste presagio para los hermanos tebanos. Y los hijos de la tierra, nacidos del diente vigilante en los campos de Fasis, con la cólera que les infundían los cantos mágicos, llenaron vastos surcos de sangre fraterna y la misma Medea quedó espantada del desastre que había provocado con sus hierbas hasta entonces desconocidas. Así caen los guerreros que han pactado su mutuo aniquilamiento y el coraje de estos valientes se muestra menos en morir que en matar. Abaten y caen al mismo tiempo con una herida mortal y a ninguno le falta su brazo aun cuando se hiera con mano moribunda. Las heridas no se deben al empuje de la espada, es el pecho el que se arroja contra el hierro y las gargantas las que se oprimen sobre la mano. Cuando por un azar cruel combaten hermanos contra hermanos e hijos contra padres, sin embargo, con pulso firme, descargan todo el peso de sus espadas. La única piedad que mostraron en su furor fue la de no redoblar los golpes. Ya semiexánimes arrastraron las vísceras por las amplias heridas y dejaron caer en el mar abundante sangre. Era un placer para ellos contemplar la luz despreciada, mirar con rostro altanero a sus vencedores y sentir el dolor de la muerte.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1998, en traducción de Víctor-José Herrero Llorente. ISBN: 84-226-6699-5.]
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