Pent Farm, 2
«Helen me dice, cuando al fin le llega el turno de hablar, que ella y su esposo son los dueños del hotel. La historia de cómo se volvieron propietarios es rara. Helen se puso a jugar a una especie de lotería, a jugar por diversión más que por ambición, pero al cabo de pocos meses un billete le deparó una fortuna. Eso ocurrió hace dos décadas. Hasta entonces trabajaba en este mismo hotel. Limpiaba por las mañanas, hacía algunas noches de recepcionista, mientras su esposo (su flamante esposo, por aquellos tiempos) saltaba sin gran fortuna de un empleo a otro. Cuando ganaron el premio, me dice Helen, escribió con su marido una especie de listado: una docena de ideas a fin de invertir el dinero. Había ideas delirantes, ella reflexiona hoy. Otras no. Pero la lista excluía, curiosamente, la adquisición del hotel. A ella le pareció entonces que volverse millonaria equivalía, debía equivaler, a dejar ese hotelucho donde la trataban mal y le pagaban peor. Fue el dueño del Kentish Hotel, porque el hotel ya se llamaba Kentish por aquel entonces, un tipo que rondaba los setenta años, si no más, quien le propuso la idea. Helen me cuenta que pagaron menos de lo que realmente valía el hotel. Gentileza del viejo dueño.
Le digo, tras una pausa, que nunca conocí a alguien que ganó la lotería. Pequeños premios tal vez, tendría que hacer memoria. Pero alguien que haya obtenido una fortuna, eso seguro que no. La mujer me cuenta que existe en Inglaterra una especie de círculo o club de ganadores de juegos de azar. Para ser miembro uno tiene que haber ganado más de equis cantidad. Para ser miembro, parece, hay que prestar una especie de juramento que incluye no reincidir en ningún juego de azar. Muchos miembros de este club o círculo de ganadores sienten o han sentido culpa en un momento de sus vidas, según Helen. Sienten o han sentido que no merecían ser tan, pero tan afortunados. Por suerte el círculo está para contener y ayudar. Lo peor que podría ocurrirles, piensa ella, sería volver a ganar.
Desayuno el 8 de marzo en el hotel. Día sábado. En la salita que de lunes a viernes suele estar vacía y a mi disposición, en la mesa de al lado, hay una mujer hermosa, alta y delgada. Tan alta que noto que es alta incluso viéndola sentada. No hay momento de mayor intimidad en los hoteles que ese instante en el que, aún semidormidos, sin bañarse o recién bañados, con el pelo a veces sin secar del todo, con el bolso de mano lleno de objetos valiosos (el dinero, los documentos, la tarjeta de crédito), los huéspedes se encuentran para desayunar chocándose sin querer frente a la máquina ruidosa de café, los panes, la tostadora, los cereales, los fiambres o las frutas, sin hablarse, sin mirarse, fingiendo que es algo normal desayunar con todos esos viajeros que hasta hace un rato habían sido, gracias a Dios, invisibles.
Como llega una familia numerosa, Helen nos pregunta a mi vecina y a mí si nos importaría compartir la mesa. Algo a disgusto, me mudo con mi ejemplar de Gare du Nord, de Abdelkader Djemaï, que no acabo de acabar. Pongo el libro sobre la mesa, a un costado de la taza donde se han enfriado mi café con leche, y veo que la mujer alta está leyendo en francés (igual que yo) una novela de un escritor argentino al que suele traducir la editorial Seuil: un escritor cuyo padre fue marino, como él mismo me ha contado cierta vez, el escritor que un día me regaló la novela de Jan Seyda. No tardamos en descubrirlo: ella es una argelina leyendo en francés a un autor argentino y yo soy su perfecto revés. Ella no parece asombrada, como si fuera impermeable a las ironías del azar. Hablamos un rato y me dice que le hace bien charlar conmigo en francés. Es coreógrafa-bailarina. Lleva casi tres semanas recorriendo Gran Bretaña y todavía le quedan un par más, de hecho debe tomar un tren al mediodía rumbo a Hastings y le duele la boca, dice, la mandíbula de tanto hablar en inglés. Entiendo la sensación, conozco el dolor. Me pasaba lo mismo al llegar a Francia. Se lo digo. Me responde que, muy joven, ella bailaba a la orden de distintos coreógrafos, dos o tres meses con uno, dos o tres meses con otro, y que con cada uno de ellos acababa con dolores musculares diferentes. Cada coreógrafo era, en síntesis, un idioma distinto.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2016. ISBN: 978-84-16542-54-3.]
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