"Él: Ya me perdonaréis, pero a veces resulta difícil conseguir más dinero; y es una medida de prudencia atender a ello con tiempo suficiente.
Yo: Poco cuidaríais de vuestra mujer.
Él: ¡Por Dios, nada en absoluto! El mejor trato que puede dársele a nuestra cara mitad, a mi entender, es dejarle hacer lo que le venga en gana. ¿No os parece que nuestra sociedad sería mucho más divertida si cada cual fuera a la suya?
Yo: Quizá sí. Para mí, las tardes más agradables son aquellas en las que me siento satisfecho de lo sucedido por la mañana.
Él: Para mí también.
Yo: Lo que hace a los ricos tan exigentes con sus diversiones es su profunda ociosidad.
Él: No lo creáis. Están todo el día en continua agitación.
Yo: Como nunca se cansan, nunca reposan.
Él: No lo creáis. Están siempre agotados.
Yo: El placer, para ellos, es un negocio, no una necesidad.
Él: Tanto mejor, la necesidad siempre es dolorosa.
Yo: Todo lo gastan. Su espíritu se embrutece. El aburrimiento les invade. En medio de su abrumadora abundancia, si alguien les librara de la vida les haría un inmenso favor. La razón de ello es que sólo conocen la parte más efímera de la felicidad. No desprecio los placeres sensuales. También yo tengo un paladar y también agradezco un manjar delicado o un vino delicioso. Tengo un corazón y dos ojos: y me gusta ver una mujer hermosa. Me gusta sentir en mis manos la tersura y rotundidad de sus pechos; juntar mis labios a los suyos; beber la voluptuosidad en su mirada, y desfallecer en sus brazos. No me disgusta en absoluto, de cuando en cuando, un cierto desenfreno, incluso algo tumultuoso, en compañía de mis amigos. Pero no voy a ocultaros que me resulta infinitamente más agradable socorrer al desgraciado, llevar a buen término un asunto espinoso, dar un buen consejo, hacer una lectura agradable; dar un paseo con un hombre o una mujer gratos a mi corazón; pasar algunas horas instructivas con mis hijos, escribir una buena página, cumplir los deberes propios de mi estado; decirle a quien amo cosas tiernas y delicadas que le impulsen a poner sus brazos alrededor de mi cuello. Conozco más de una buena acción que me gustaría llevar a cabo aunque fuera a cambio de todo cuanto poseo. El Mahomet es un drama sublime; pero preferiría haber rehabilitado la memoria de los Calas. Un conocido mío tuvo que refugiarse en Cartagena. Era el miembro más joven de la familia y en su país la costumbre hace que se transfiera toda la herencia a los primogénitos. Allí se enteró de que el hermano mayor, un niño mimado, tras despojarles de todos sus bienes, había expulsado del castillo a sus excesivamente complacientes padres y de que los bondadosos ancianos languidecían indigentes en un pueblecito de la provincia. ¿Qué hizo entonces aquel hombre quien, por el duro trato de sus padres, se había visto obligado a buscar fortuna en país extranjero? Enviarles socorro; apresurarse a liquidar sus negocios, pues había logrado enriquecerse; regresar para reintegrar a sus padres al lugar que les pertenecía y sacar a sus hermanas. ¡Ah, querido Rameau! Aquel hombre consideraba este episodio como el más feliz de su vida. Me lo contaba con lágrimas en los ojos y yo noto, al contároslo, que mi corazón se conmueve de gozo y que el placer me deja sin palabras.
Él: ¡Sois gente muy rara!
Yo: Y vos muy digno de lástima si no comprendéis que es posible elevarse por encima de la fatalidad y que es imposible ser infeliz si uno está protegido por buenas acciones como la que os acabo de relatar.
Él: Con esa clase de felicidad me sería difícil familiarizarme, dado lo poco que abunda. En todo caso, vuestra opinión es que debemos ser honrados.
Yo: ¿Para ser felices? Con toda seguridad.
Él: Pues estoy cansado de ver infinidad de gente honrada que no es, en absoluto, feliz; e infinidad de gente feliz que no es, en absoluto, honrada.
Yo: Eso os parece".
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