martes, 21 de julio de 2015

"El zafarrancho aquel de vía Merulana".- Carlo Emilio Gadda (1893-1973)


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"Ese dar, ese regalar, ese repartir entre los demás, pensó Ingravallo: operaciones, a su modo de ver, tan desligadas de la carnalidad y por lo mismo de la psiquis de la mujer (mujerzuela, creía él de más de una, burguesucha) que tiende, por el contrario, a recibir; a provocar el regalo: a acumular: a conservar para sí o para los hijos, blancos, negros o café con leche: cuando no a derrochar y a disolver sin dar a los demás, tornando humo cien mil pápiros en el culto de sí, de su escote, de su propia nariz, lóbulos o labios pero nunca -y don Chito se irritaba, en una especie de preestablecido delirio-, pero jamás en honor de las competidoras: menos aún de las rivales más jóvenes. Aquel arrojar, aquel esparcir como pétalos al viento o flores en un arroyo las cosas de más cuenta, las mejor guardadas bajo llave, ¡las sábanas!, contrariamente a las leyes del corazón humano, que si regala lo hace con la boca chiquita, o regala lo que no es suyo, acabaron de hacerle caer en la cuenta, a don Chito, de la alteración sentimental de la víctima: una psicosis típica de las insatisfechas, o de las humilladas en lo más hondo del alma: casi como una disociación de índole pánica, una tendencia al caos: vale decir un ansia de volver a empezar desde el principio: desde lo primero posible: un "reintegrarse a lo indistinto". [...] Así cavilaba Ingravallo. Los doce argumentos habían tenido por resultado encanalar la psicosis de ella hacia el embudo de un testamento ológrafo perfectamente legal. El balance de la muerte se había cerrado al céntimo. Más allá del confesor, y notario, y las límpidas anchuras de la Misericordia. O, para otros, la ignota libertad del no ser, los evos sin confín.
 La personalidad femenina -rezongó mentalmente Ingravallo casi predicando para sí-, ¿qué querías decir?..., la personalidad femenina, típicamente centrogravitada en los ovarios, tanto más se distingue de la masculina en cuanto la misma actividad de la corteza, en la sesera de la hembra, se manifiesta en un estudio, y en una adaptación, del razonamiento del elemento masculino, si podemos llamarlo razonamiento, si no ya en una reedición ecolálica de las palabra soltadas por el hombre a quien ella acata: por el profesor, por el comendador, por el médico de mujeres, por el abogado de postín, o por aquel asqueroso del balcón de palacio Chigi. La moralidad-individualidad está ligada por pensamientos y por coágulos afectivos al marido, o al que haga sus veces, y de los labios del ídolo desprende el oráculo cotidiano de la tácita admonición: porque no existe hombre que no se sienta Apolo en el santuario délfico. La cualidad eminentemente ecolálica del alma femenina (el concilio de Maguncia, en 589, le concedió un alma: por mayoría de un voto) la induce a mariposear suavemente en torno al pernio de la coyunda: modelable cera, reclama al sello la huella: al marido el verbo y el afecto, el ethos y el pathos. De donde, esto es del marido, el lento y grave madurar, el aflictivo descender de los hijos. Al no haber hijos, sentenció Ingravallo, un marido con cincuenta y ocho años descaece sin mengua suya a buen amigo, pero de yeso, a ornamento agradable del hogar, a delegado y secretario general de la confederación de los cachivaches, a mera imagen o lo que es lo mismo a maniquí de marido: y el hombre en general (en el inconsciente estudio que ella hace) se ve degradado a monchón: un animal infructífero, con una singular cabezota de carnaval. Un trasto que para nada sirve: una despuntada barrena.
 Para entonces es cuando la pobre criatura se disuelve, cual flor o corola, otrora vívida, que confíe al viento sus pétalos. El alma dulce y fatigada vuela hacia la cruz roja, en su subconsciente "abandona al marido": y quizá abandona a todo hombre como elemento gámico. Su personalidad, estructuralmente envidiosa del macho y apaciguada sólo por la prole, cuando esta prole falta da paso a una especie de desesperados celos y, al propio tiempo, de esforzada simpatía sororal en orden a sus consexuales.
 Adopta, nos inclinaríamos a creer, una forma de homoerotía sublimada: una suerte de paternidad metafísica. La olvidada por Dios -y a estas alturas Ingravallo desvariaba de dolor, de resentimiento- acaricia y besa en sueños el vientre fecundo de los cofrades. Contempla entre flores de los jardines a los niños de las otras: y llora. Se dirige a las monjas y a los orfanatos para tener así una criatura "suya", para "formar" ella también su infante. Y en el ínterin los años reclaman, desde su oscura caverna. La caridad educadora, año tras año, ha suplantado al pomo suave del amor".

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