lunes, 6 de julio de 2015

"El carro de los elegidos".- Patrick White (1912-1990)


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"Los Rosetree vivían en el número 15 de Persimmon Street, en Paradise East, en un edificio de ladrillo de primera calidad, con agua corriente -no tenían alcantarilla, pero sí una fosa séptica-, y naturalmente, teléfono -no era cosa de vivir una sola mañana sin teléfono. Aquellos detalles eran suficientes para hacer aumentar el valor de la casa; pero los Rosetree se mudaron de casa para realizar una inversión sobre el terreno. ¿Qué es el terreno -en efecto, una tierra pobre, arenosa, cubierta de matojos- sino una inversión? Por la mañana Mrs. Rosetree escuchaba alrededor de su casa la sorda caída de los eucaliptus. En su lugar, ladrillo a ladrillo, se construían los edificios.
 Harry Rosetree estaba muy orgulloso del marco en el que vivía. El domingo lo pasaba en el jardín de su casa de ladrillos color albaricoque, entre todos los nuevos arbustos que había plantado, todavía provistos de sus etiquetas a fin de poder leer sus extraños nombres en caso de que algún vecino quisiera informarse. ¿Quién no habría estado satisfecho? ¿Y del Ford Customline, uno de los primeros importados después de la guerra? Y además había chiquillos. Mr. Rosetree era un padre indulgente, pero Steve y Rosie se lo merecían: aprendían muchas cosas y muy deprisa. Su acento australiano no era peor que el de los niños nacidos en Australia. Habían tomado la costumbre de atiborrarse de helados y golosinas y sabían utilizar la salsa de tomate incluso cuando la botella tenía la boca obturada por el pegote negro de salsa seca. Por esto Harry Rosetree transpiraba satisfacción por todos los poros, gracias a ellos y a Mrs. Rosetree que había aprendido más que todos los otros juntos.
 Ella sabía decir con autoridad: "Esto no se hace en Australia". Su poder de asimilación era sorprendente y había aprendido el idioma la primera. Hablaba con un timbre metálico; las palabras salían de su boca como monedas de bronce. Era evidente que era a Shirl Rosetree a quien pertenecían la casa, el reluciente coche, los nuevos arbustos, el reloj de caja y su carrillón de Westminster, la radio, la lavadora y la batidora. Nadie podía ignorarlo, ya que cuando invitaba a sus vecinas a tomar una taza de té con pastas por la tarde, no se escuchaba más que mi casa, mis hijos, mi Ford Customline. También existían un abrigo de piel, único por el momento, pero se prometía comprarse otro lo antes posible. 
 ¿Quién la habría criticado? Shirl Rosetree se había visto obligada más de una vez a abandonarlo todo. Hay que comprar oro, hubiera dicho en otros tiempos, porque se oculta fácilmente. Por ello había comprado la crucecita de oro en la Rotenturmstrasse antes de huir. La llevaba a todas partes. Cuando se movía, la sentía agitarse entre sus pechos, pero era reconfortante llevar una cruz. Y sin embargo, Marge Pendlebury había dicho al principio: "Nunca hubiera sospechado que los Rosetree fueran papistas. Aquí no hay más católicos que los funcionarios y los hombres políticos... ¡y eso cuando creen en algo!" Shirl había tendido la oreja consciente de todo lo que aún le quedaba por aprender. "Arch y yo somos metodistas, pero no practicantes; ¡la vida es demasiado corta!" [...]
 Los Rosetree se entendían con una pasión casi espantosa. A la sombra de su casa de ladrillo, rodeados de sus objetos costosos, Shirl y Harry Rosetree volvían a ser despiadadamente Shulamith y Haïm Rosenbaum. Oy-yoy , con qué brutalidad resonaba entonces el carillón de Westminster en el vestíbulo. Un ratón podría haber cortado el hilo de la vida con sólo un pequeño mordisco, mientras que los errantes recorrían juntos las dunas nocturnas sin llegar a ninguna parte, salvo en el pasado del que se evadían en el sueño, aquel otro cebo".
  

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