XXVI
"Hicimos noche en la pulpería de "La Blanqueada" -¡qué de recuerdos!-, donde el pulpero nos agasajó, sin dejar de decirme, al fin, palmoteándome las espaldas:
-Y ahora estoy yo a tu disposición, pa que saques de mi casa lo que quieras y me pagués en seguidita como yo te pagaba los bagres.
-¡Muy bien!
¿Me recibirían todos así, o me mostrarían un respeto tan falso como repugnante?
Con gusto, pues, dormí esa noche en el patio de la pulpería.
Al día siguiente, como no íbamos a ver a don Leandro sino a la tarde, tuve ocasión de espiar qué intenciones había en el trato de la gente.
El peluquero me saludó, como si me hubiese presentado con el traje que los príncipes usan en los cuentos de magia. Me llamó señor y don hasta cansarse, y ni se acordó de mi pasada indigencia, ni de mi actual ropa, ni de las propinitas con que supo pagarme algún servicio menudo.
El platero me ofreció sus vidrieras; tampoco se acordó de haberme errado un escobazo un día en que, acompañado por algunos vagos como yo, le había preguntado si la plata que empleaba en sus trabajos ya había aprendido a andar sola o si necesitaba entreverarse con otros amigos.
Los copetudos, que tantas veces divertí con mis audacias de chico perdido, se mostraron más cariñosos que nunca, y colegí que algunos me miraban como si me vieran la cara remedada con patacones.
Juré que ni el peluquero me cortaría el pelo, ni el platero me vendería un pasador, ni los copetudos me pagarían una copa. Por otra parte, hacía años les había hecho la cruz y me quedaría en mis veinte.
A mediodía comimos con don Segundo en "La Blanqueada", donde menudearon las bromas y los recuerdos, y los proyectos. Don Pedro era, por cierto, el pulpero más gaucho del mundo y antes de hablarme de riquezas me hizo mil preguntas sobre mi larga ausencia, queriendo saber si me había hecho jinete, qué tal era para el lazo, cuántas mudanzas de malambo había aprendido y si sabía descarnar bien las botas de potro.
De paso, me robó una tabaquerita bordada que llevaba en el bolsillo de la blusa y, después de concluir de comer, se fue a atender a su negocio sin más cumplimiento que el de pedirnos disculpas por no tener dependiente en el despacho.
Un rato más tarde tomábamos el callejón, rumbo a lo de Galván.
Como fuéramos por llegar, comenzó a preocuparme mi vestuario. Nada había mudado de mis pilchas; sólo quise renovar mi chiripá, mis botas, mi chambergo, una camisa y el pañuelo del pescuezo, para estar paquete, eso sí; pero conservando mi traje de paisano.
Olvidando el buen rato pasado con don Pedro, volvió a acongojarme mi situación.
Antes, es cierto, fui un gaucho; pero en aquel momento era un hijo natural, escondido mucho tiempo como una vergüenza. En mi condición anterior, nunca me ocupé de mi nacimiento; guacho o gaucho me parecía lo mismo, porque entendía que ambas cosas significaban ser hijo de Dios, del campo y de uno mismo. Así hubiese sido hijo ilegítimo, el hecho de poder llevar un nombre que indicara un rango y una familia me hubiera parecido siempre una reducción de libertad; algo así como cambiar el destino de una nube por el de un árbol esclavo de la raíz prendida a unos metros de tierra.
Volví a pensar en que iba a ver a un hombre rico y que yo era lo que los ricos tienen por la deshonra de una familia.
¡Malhaya!
Nos apeamos en el palenque de los peones y entramos a la cocina, donde no había nadie. Un chico apareció, diciéndome que el patrón me esperaba en el patio de los paraísos. Sabía de antes el camino y lo encontré a don Leandro como cuando le cebaba mate.
-Arrímese, amigo -me dijo cuando me vio.
Me acerqué descubierto y tomé de lejos la mano que me ofrecía. Me miró con un cariño que me turbaba.
-Te has puesto mozo y grande -me dijo-. No tengás vergüenza. Me has conocido como patrón, pero ahora soy tu tutor y eso es casi como quien dice un padre, cuando el tutor es lo que debe ser. Veo que estás cansado -continuó, como haciendo que se equivocaba sobre mi palidez-. No es cosa de aburrirte ahora con detalles ni consejos. Tenemos mucho tiempo por delante, si Dios quiere".
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