lunes, 27 de julio de 2015

"El corazón de las tinieblas".- Joseph Conrad (1857-1924)


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Capítulo I

 "Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme, a pesar de que yo había caminado unas veinte millas aquella mañana. El rostro, los modales y la voz eran vulgares. Era de mediana estatura y complexión fuerte. Sus ojos, de un azul normal, resultaban quizá notablemente fríos, seguramente podía hacer caer sobre alguien una mirada tan cortante y pesada como un hacha. Pero incluso en aquellos instantes, el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por otra parte, la expresión de sus labios era indefinible, furtiva, como una sonrisa que no fuera una sonrisa. Recuerdo muy bien el gesto, pero no logro explicarlo. Era una sonrisa inconsciente, aunque después dijo algo que la intensificó por un instante. Asomaba al final de sus frases, como un sello aplicado a las palabras más anodinas para darles una significación especial, un sentido completamente inescrutable. Era un comerciante común, empleado en aquellos lugares desde su juventud, eso es todo. Era obedecido, a pesar de que no inspiraba amor ni odio, ni siquiera respeto. Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud, nada más. Y no pueden figurarse cuán efectiva puede ser tal... tal... facultad. Carecía de talento organizador, de iniciativa, hasta del sentido del orden. Eso era evidente por el deplorable estado que presentaba la estación. No tenía cultura, ni inteligencia. ¿Cómo había logrado ocupar tal puesto? tal vez por la única razón de que nunca enfermaba. Había servido allí tres períodos de tres años... Una salud triunfante en medio de la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su país con licencia se entregaba a un desenfreno en gran escala, pomposamente. Marinero en tierra, aunque con la diferencia de que lo era sólo en lo exterior. Eso se podía deducir por la conversación general. No era capaz de crear nada, mantenía sólo la rutina, eso era todo. Pero era genial. Era genial por aquella pequeña cosa que era imposible deducir en él. Nunca le descubrió a nadie ese secreto. Es posible que en su interior no hubiera nada. Esta sospecha lo hacía a uno reflexionar, porque en el exterior no había ningún signo. En una ocasión en que varias enfermedades tropicales habían reducido al lecho a casi todos los "agentes" de la estación, se le oyó decir: "Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas". Selló la frase con aquella sonrisa que lo caracterizaba, como si fuera la puerta que se abría a la oscuridad que él mantenía oculta. Uno creía ver algo..., pero el sello estaba encima. Cuando en las comidas se hastió de las frecuentes querellas entre los blancos por la prioridad en los puestos, mandó hacer una inmensa mesa redonda para la que hubo que construir un edificio especial. Era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era el primer puesto, los demás no tenían importancia. Uno sentía que aquella era su convicción inalterable. No era cortés ni descortés. Permanecía tranquilo. Permitía que su "muchacho", un joven negro de la costa, sobrealimentado, tratara a los blancos, bajo sus propios ojos, con una insolencia provocativa.
 [...] Me puse a trabajar al día siguiente, dando, por decirlo así, la espalda a la estación. Sólo de ese modo me parecía que podía mantener el control sobre los hechos redentores de la vida. Sin embargo, algunas veces había que mirar alrededor; veía entonces la estación y aquellos hombres que caminaban sin objeto por el patio bajo los rayos del sol. En algunas ocasiones me pregunté qué podía significar aquello. Caminaban de un lado a otro con sus absurdos palos en la mano, como una multitud de peregrinos embrujados en el interior de una cerca podrida. La palabra marfil permanecía en el aire, en los murmullos, en los suspiros. Me imagino que hasta en sus oraciones. Un tinte de imbécil rapacidad coloreaba todo aquello, como si fuera la emanación de un cadáver. ¡Por Júpiter! Nunca en mi vida he visto nada tan irreal. Y en el exterior, la silenciosa soledad que rodeaba ese claro en la tierra me impresionaba como algo grande e invencible, como el mal o la verdad, que esperaban pacientemente la desaparición de aquella fantástica invasión".
  

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