A Han Wegerif y a otros
Westerbork, martes 24 de agosto de 1943
«Después de esa noche he creído con franqueza y convicción que reírse era pecado. Sin embargo, al poco rato, me di cuenta de que muchos se han ido de aquí pudiendo reír... si bien esta vez no han sido tantos. En Polonia quizá hay ocasión de reír, pero dudo que sea el caso de los que se marcharon en este último tren.
Si pienso en las caras de aquellos uniformados de verde de ese pelotón armado... Dios mío... ¡Qué caras! Los he mirado de hito en hito, de uno en uno, acodada en la ventana... Nunca he sentido más terror que viendo esos rostros. Hasta me ha causado conflictos con una frase que ha sido centro de gravedad de mi vida: "Y Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza". Sí, esta frase ha tenido un duro amanecer en mí.
Ni las palabras ni las imágenes me bastan para describir una noche como ésa, ya lo advertí a menudo. Pero intentaré describiros algo... me siento testimonio privilegiado y sutil de un capítulo de la historia judía y experimento la necesidad de hacerme voz. […]
Cuando ocurre un desastre está en el espíritu del ser humano buscar ayuda y salvar lo que se pueda salvar. Pero esa noche yo fui a vestir a los bebés y a tranquilizar a las madres. Y a eso le llamo "ayudar". Es como para maldecirme. Sabemos que abandonamos a nuestros enfermos y a nuestros desamparados a los azares del hambre, al frío o al calor, a la intemperie, al exterminio... y, sin embargo, les ponemos la ropa y los entregamos a los lúgubres vagones de ganado... Y si no pueden caminar por su propio pie los llevamos en camillas. Pero, ¿qué nos sucede, qué enigmas nos habitan, de qué mecanismo fatal somos víctimas? Y ni siquiera es válido atribuir los motivos a nuestra cobardía. Por otra parte tampoco cabe atribuirlos a nuestra maldad. Nos hallamos ante razones más profundas e inexplicables.
El día anterior acudí a la barraca hospitalaria y fui de lecho en lecho. ¿Cuáles estarían vacíos al día siguiente? Las listas de deportados no se hacen públicas más que en el último momento, pero muchos saben de antemano que su destino es partir. […]
Paso delante de la cama de la muchachita paralítica; ya está parcialmente vestida gracias a la ayuda de los demás. Nunca he visto ojos más enormes sobre un rostro tan menudo. "No puedo asimilar esto", murmura. A pocos pasos estaba mi rusita, una chica con joroba, de la que ya os había hablado antes. Se diría que la envuelve un halo de tristeza. La muchacha paralítica es una de sus amigas. Más tarde se lamentaba: "No tenía ni un plato; yo le quise dar el mío, pero rehusó diciendo que de todas formas dentro de diez días ya estaría muerta y que su plato iría entonces a parar a manos de esos antipáticos alemanes". Está ante mí, con un kimono de seda verde cubriendo su cuerpo deforme. Tiene ojos de niña, puros y sabios. Primero me mira largamente, en silencio, escrutadora, y luego declara con vehemencia: "Me encantaría que la corriente de lágrimas me arrastrara a un mundo mejor" y "echo terriblemente de menos a mi querida madre" (su "querida madre" había muerto de cáncer hacía unos meses, en este mismo campo de concentración, en los lavaderos que están junto a los baños; ese lugar le proporcionaba un escenario de soledad para morir en paz). Linbotchka me interroga con su acento extraño, en el tono de una amiga que pide perdón: "El buen Dios... ¿podrá comprender mis dudas acerca de un mundo como éste?" Después se vuelve con un hermoso gesto de tristeza infinita y en el resto de la boche veo su silueta contrahecha, envuelta en la seda verde, trajinando entre las camas, prestando su ayuda a quienes debían partir. Ella se ha salvado, al menos por esta vez. […]
De repente grito: "¿Qué pasa? ¿Usted también?" Entre las agitadas camitas llenas de bebés llorosos e intranquilos la silueta de una mujer se aproxima titubeante, mientras sus manos buscan a la desesperada un apoyo en el aire. Lleva un vestido anticuado. Su frente aristocrática está coronada de una cabellera blanca, ondulada y recogida hacia arriba. Su marido se murió en el campamento hace unas semanas. Esta mujer ha pasado largamente los ochenta años, pero no aparenta más de sesenta. Siempre admiré en ella la gracia con que reposa en su lecho miserable. Su argumento suena como un grito hondo: "No me dejaron compartir la tumba con mi marido".
"¡Oh, Dios! ¡Ella también!" Se trata de esa mujer menuda y vivaz, verdadero producto del gueto, que había llegado a retorcerse de hambre en la cama porque jamás recibió un solo paquete. Tenía siete hijos en el campamento. Rebosante de energía, camina a pasitos rápidos con sus cortas piernas. "Y sí, ¿que cree usted? Tengo siete hijos que necesitan una madre a la que no se le transparente el horror en los ojos." Apretuja contra sí, en un gesto rotundo, un bolso de yute con sus pertenencias: "No dejo nada aquí, mi marido fue deportado hace un año y mis dos hijos mayores también." Añade radiante: "Mis hijos se desviven conmigo". Trajina, hace, empaqueta y aún puede dedicar palabras de ánimo a los demás. Una auténtica mujer del gueto, fea y pequeña, de cabello grasiento y negro, caderas anchas y piernas cortas. Lleva un vestido pobre, de manga corta. Creo que debía de usarlo ya para ir a lavar cuando estaba en la calle Jodenbree. Y ahora se va con el mismo vestido con destino a Polonia, un viaje de tres días, con siete niños. "Sí, ¿qué se cree usted? Me voy con mis siete hijos y necesitan una madre a la que no se le vea el horror en los ojos."
Aquella mujer joven se nota que en tiempos mejores ha conocido el lujo y ha sido hermosa. Hace poco que está en el campamento. Se tuvo que esconder para proteger a su bebé. Una denuncia hizo que terminara en este lugar, como tantos clandestinos. Su marido está en la barraca penitenciaria. Da pena verla. […] Ha puesto sus vestidos y su ropa interior en un solo montón. No se lo puede llevar todo consigo, sobre todo si el niño la acompaña. […] ¿Qué aspecto tendrá esta mujer después de tres días de viaje, cuando sea evacuada del vagón de mercancías donde hombres, mujeres y niños y niñas de todas las edades se amontonan junto con sus equipajes, algún que otro mueble y un tonel en medio de todos ellos? Probablemente se hallarán entonces en un nuevo campo de concentración de tránsito, y de allí les volverán a deportar a otros parajes. Estamos condenados, de un extremo de Europa a otro...
Camino por algunas barracas. […] En camilla se llevan a un señor mayor, terminalmente enfermo, que susurra "scheimes" para sí mismo. Los "scheimes" son una oración para un moribundo. El ruego se compone básicamente de una invocación del nombre de Dios y alcanza su más alto valor cuando el propio moribundo se implica en ella. […] Veo a un padre que antes de ser deportado bendice a su mujer y a su hijo y hace que un rabino de barba nevada y ardiente rostro de profeta lo bendiga a él también... […]
Los vagones de mercancías están ahora, según parece, llenos. Y siguen metiendo más gente. No sé cómo piensan hacerlo. Un nuevo grupo, numeroso, avanza. […]
¡Dios mío! ¿Podrán cerrar verdaderamente todas esas puertas? Sí, las cerrarán. Las puertas se cierran sobre masas humanas comprimidas, amontonadas en los vagones de mercancías. Por las rendijas de la parte superior asoman cabezas y manos, que más tarde se agitarán al unísono en cuanto el tren parta. […] El silbato lanza su silbido estridente: un tren con 1.020 personas abandona Holanda. El cupo no es elevado esta vez: mil judíos. Los otros veinte constituyen la reserva, para ir reemplazando a los que se mueran por el camino, de debilidad o como consecuencia del hacinamiento -sobre todo este tren, que transporta a tantos enfermos sin ningún tipo de asistencia médica.»
[El texto pertenece a la edición en español de Anthropos Editorial, 2001, en traducción de Natalia Fernández Díaz. ISBN: 84-7658-609-4.]