«Dos días se mantuvo la reina en este duelo, sin comer ni beber, tanto que se creyó que había muerto. Muchos hay que transmiten noticias: antes la triste que la agradable. A Lanzarote llega la nueva de que ha muerto su dama y amiga. Mucho le ha pesado, no lo dudéis. Bien puede imaginar cualquiera el grado de su dolor. A la verdad, si queréis oírme y saberlo, estaba tan afligido que llegó a sentir desprecio por su vida: quiere matarse sin demora, pero antes se lamentará. En uno de los cabos del cinturón que le ciñe anuda un lazo corredizo y se dice a sí mismo, arrasados los ojos de agua:
-¡Ah, Muerte! ¡Qué emboscada me has tendido! Sano estaba y tú me has hecho caer enfermo. Enfermo estoy, ningún mal siento fuera del duelo que me oprime el corazón. Este duelo es mi enfermedad y mortal es. Mi afán es que lo sea y, si a Dios place, moriré. ¿Cómo? ¿No podré morir de otra manera, si ésa no es del agrado de Dios? Sí podré, con tal que me permita apretar este lazo en torno a mi garganta: así espero vencer a la muerte. Me mataré a despecho suyo. Mi cinturón la conducirá prisionera ante mí, por más que ella no quiera llegarse nunca a los que no la temen y, tan pronto se encuentre en mi jurisdicción, hará cuanto desee. Lentos serán, a la verdad, los pasos con que venga: tan deseoso estoy de poseerla.
No se demora entonces, ni se tarda: antes bien, pasa su cabeza por el lazo y fija éste alrededor de su cuello. Para que el mal se cumpla, ata fuertemente el otro cabo del cinturón al arzón de su silla, sin que nadie se aperciba de ello. Y se deja enseguida caer a tierra. Quiere hacerse arrastrar por su caballo hasta morir: no juzga digno vivir una hora más. Cuando los que con él cabalgaban le ven caído en tierra, cuidan que se ha desvanecido: ninguno de ellos ha reparado en el nudo que oprimía su cuello. Le han levantado al punto entre sus brazos. Fue entonces cuando encontraron el lazo que le había convertido en su propio enemigo, el lazo que en torno a su cuello había dispuesto. Se lo cortan rápidamente. Pero el lazo había mortificado con tanto rigor la garganta que no pudo hablar en algún tiempo: por poco se le rompen todas las venas del cuello. En lo sucesivo, es incapaz de hacerse mal, por más que lo desee. Mucho le pesaba la vigilancia. A punto estuvo su duelo de consumirle: muy a su gusto se habría matado si nadie estuviera vigilándole. Viendo que no puede hacerse daño, dice:
-¡Ah, Muerte, vil y despreciable! Muerte, por Dios, ¿no tenías poder y fuerza suficientes para matarme a mí en lugar de a mi dama? Tal vez no te dignaste ni quisiste hacerlo por miedo a hacer un bien a alguien. Tu felonía no lo permitió: ninguna otra razón. ¡Qué servicio el tuyo! ¡Qué bondad! ¡En qué lugar te has situado! ¡Maldito sea quien te guarde gratitud! No sé quién me odia más, si la Vida que me desea, o la Muerte que no quiere matarme: una y otra me matan. Pero es con razón, así Dios me valga, si vivo yo a pesar mío, pues debería haberme matado cuando mi señora la reina me mostró semblante de odio. Y no lo hizo sin motivo; tenía una buena razón, aunque a mí se me escape cuál fuera. Si hubiese conocido esta razón antes de que su alma fuese al encuentro de Dios, habría reparado mi falta con tanta vehemencia como a ella le pluguiera, con tal que se apiadase de mí. Dios, ¿cuál ha podido ser mi crimen? Quizá ha sabido que subí en la carreta. No veo qué baldón puede imputarse si no es ése, que me ha traicionado. Si fue la causa de su odio, Dios, ¿por qué ese crimen me ha dañado tanto? Quien me lo reproche no sabe lo que es Amor. La boca no debe censurar nada de lo que Amor inspira: todo lo que se hace por la amiga se llama amor y cortesía. Pero yo nada he hecho por mi amiga. No sé qué decir, ¡ay! No sé si decir amiga o no. No me atrevo a darle ese nombre. Cuido saber de amor lo bastante como para afirmar que ella no debió considerarme el más vil de los hombres, si me hubiese amado. Antes bien, debería haberme llamado su amigo fiel, por cuanto honor me parecía todo lo que Amor deseaba: subir a la carreta, en ese caso. En ello sólo amor hubiera debido ver ella, y su probanza: así pone a prueba Amor, y de este modo reconoce a los suyos. Pero no tuvo a bien mi dama estas servidumbres: bien pude advertirlo en la acogida que me dispensó.
Y sin embargo, por ella hizo su amigo lo que más de una vez le supuso vergüenza, reproches y censuras. He jugado ese juego que todos vituperan y mi felicidad, tan dulce, se me ha tornado amarga melancolía. A fe que tal es la costumbre de aquellos que de amor nada saben y lavan su honor en la vergüenza: quien sumerge su honra en el oprobio no hace otra cosa que ensuciarla más. Son los mismos ignorantes que publican su desdén hacia Amor, los que, muy lejos de él, no cumplen sus mandatos. No saben que mucho se ayuda quien hace lo que Amor ordena -no hay nada más digno de perdón-, y que mucho pierde quien rehúsa hacerlo.
Y sin embargo, por ella hizo su amigo lo que más de una vez le supuso vergüenza, reproches y censuras. He jugado ese juego que todos vituperan y mi felicidad, tan dulce, se me ha tornado amarga melancolía. A fe que tal es la costumbre de aquellos que de amor nada saben y lavan su honor en la vergüenza: quien sumerge su honra en el oprobio no hace otra cosa que ensuciarla más. Son los mismos ignorantes que publican su desdén hacia Amor, los que, muy lejos de él, no cumplen sus mandatos. No saben que mucho se ayuda quien hace lo que Amor ordena -no hay nada más digno de perdón-, y que mucho pierde quien rehúsa hacerlo.
Así se lamenta Lanzarote. A su lado se duelen sus compañeros, los que le guardan y vigilan. Entretanto, llegan noticias de que la reina no está muerta. Al punto, Lanzarote se conhorta: si antes por su muerte había hecho enorme duelo, ahora la alegría por su vida es cien mil veces mayor. Como no se encontraban sino a seis o siete leguas de donde estaba el rey Baudemagus, llegó a éste la noticia de que Lanzarote vivía y que llegaba sano y salvo; de grado escuchó el monarca la buena nueva y, galantemente, fue enseguida a decírselo a la reina.
-Mi buen señor -responde ella-, lo creo pues que vos lo decís. Si hubiese muerto, os lo prometo, no habría yo recobrado jamás la alegría. Para siempre se habría desvanecido mi gozo, si un caballero hubiese recibido la muerte en mi servicio.
Dicho esto, el rey de allí se parte. Muy impaciente está la reina de que regrese su alegría junto con su amigo. No tiene el más mínimo deseo de mostrarle rigor en nada. Y he aquí que, de nuevo, el rumor que no descansa y corre siempre sin interrupción, llega a la reina: ¡Lanzarote se habría matado por ella si se lo hubieran permitido! Muy alegre está, y no duda en dar crédito a lo que oye: por nada del mundo querría que le hubiese sobrevenido una desgracia irreparable.»
[El texto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1983, en traducción de Luis Alberto de Cuenca y Carlos García Gual. ISBN: 84-206-9996-9.]
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