martes, 26 de mayo de 2020

Edad de hombre.- Michel Leiris (1901-1990)

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V.-La cabeza de Holofernes

  «Uno de los recuerdos más remotos que guardo es el que tiene que ver con la escena siguiente: tengo seis o siete años y estoy en la escuela mixta. En mi mismo banco se sienta una niña con un vestido de terciopelo gris y largos cabellos rizados y rubios. Ella y yo estudiamos juntos una lección en el mismo libro de Historia sagrada colocado sobre la mesa de madera negra. Aún veo con bastante claridad la imagen que mirábamos en ese momento: se trataba del sacrificio de Abraham. Sobre un niño arrodillado con las manos juntas y la garganta estirada, el brazo del patriarca se levantaba armado de un enorme cuchillo y el viejo elevaba los ojos hacia el cielo sin ironía, buscando la aprobación del dios malvado al que ofrecía su hijo en holocausto.
 Este grabado -adorno bastante pobre de una de las páginas de un libro para jóvenes- me ha dejado una impresión imborrable y a su alrededor gravitan varios otros recuerdos. En primer lugar, otras leyendas leídas en manuales de historia o mitología, como el mito de Prometeo, con el hígado devorado por un buitre, o la historia del niño espartano que había robado un zorro, lo había escondido bajo su túnica y, aunque el animal le mordía cruelmente el pecho, no dijo nada y prefirió sufrir mil muertes antes que revelar su hurto. Y luego sueños, los primeros que recuerdo haber tenido: en una ocasión me encuentro en un bosque, seguramente en medio de un claro; alrededor, todo es verde y la hierba está salpicada de amapolas y margaritas. De repente aparece un lobo con el hocico abierto y se abalanza sobre mí -con sus orejas puntiagudas, sus ojos brillantes, se enorme lengua rosada y húmeda que le cuelga entre los dientes blancos- y me devora. Otra vez es un caballo de tiro el que me come. Aún recuerdo angustiado una vieja carreta pintada de amarillo y negro a imitación de un enrejado, mojada por la lluvia y conducida por un sórdido cochero, tocado con un viejo sombrero blanco de copa. Hay más imágenes del mismo libro de Historia sagrada: el Mar Rojo tragándose al ejército del faraón, los suplicios infligidos a los Macabeos por Antíoco, rey de Siria, el hermano de Judas Macabeo muriendo aplastado bajo el elefante que acaba de apuñalar, Moisés y la zarza ardiendo.
 Esos recuerdos diversos se asocian en mí a la amenaza proferida cierto día por mi hermano mayor de operarme de apendicitis con un sacacorchos, así como a la de mi compañero de clase con el que me había peleado, que me dijo una vez que su padre me abriría el cráneo a hachazos. Se relacionan también con la desagradable impresión que me dejó un accidente sufrido por un muchacho de mi misma edad, que se hizo un corte profundo en la muñeca y llevaba un enorme vendaje bajo cuya blancura adivinaba la muñeca sanguinolenta y casi completamente cercenada, con la mano separada, por así decir, del antebrazo. Aparecen luego, por oleadas cada vez más espaciadas e imprecisas, recuerdos de hechos diversos tales como los ruidos de una riña oídos una tarde que salía con mis padres de la casa de un tío que vivía en un barrio de mala fama, o los gritos espantosos lanzados por una mujer que acababa de arrollar el metro, en una de las estaciones más siniestras del metro elevado que hace el servicio de los bulevares periféricos.
 Completamente dominado por esos pavores de la infancia, veo mi vida como la de un pueblo perpetuamente preso de terrores supersticiosos y colocado bajo el dominio de sombríos y crueles misterios. El hombre es un lobo para el hombre y los animales sólo están hechos para devorarnos o para ser devorados. Es posible que esta forma pánica de ver las cosas esté en relación con diversos recuerdos que tengo referentes a hombres heridos.

 Garganta cortada

Edad de hombre - Editorial Laetoli S.L. A los cinco o seis años fui víctima de una agresión. Quiero decir que sufrí en la garganta una operación que consistió en operarme de vegetaciones. La intervención tuvo lugar de una manera brutal y sin anestesia. Primero mis padres cometieron la falta de llevarme al cirujano sin decirme a dónde me conducían. Si mis recuerdos son ciertos, me imaginaba que íbamos al circo. Estaba, por tanto, muy lejos de adivinar la broma siniestra que me reservaban el viejo médico de la familia, que ayudaba al cirujano, y el cirujano mismo. Fue de principio a fin una mala jugada y tuve la impresión de que me habían conducido a una emboscada abominable. Así ocurrieron las cosas: dejando a mis padres en la sala de espera, el viejo médico me llevó hasta otra habitación, donde me esperaba el cirujano con una gran barba negra y una blusa blanca (tal es al menos su imagen de ogro que conservo). Divisé instrumentos cortantes y, seguramente, me espanté, pues, tomándome en sus rodillas, el viejo médico dijo para tranquilizarme: "Ven, monín, vamos a jugar a las cocinitas". A partir de ese momento no recuerdo nada más que el ataque repentino del cirujano, que hundió un instrumento en mi garganta, el dolor que sentí y el grito de animal destripado que lancé. Mi madre, que me oía desde la habitación de al lado, estaba despavorida.
 En el coche que nos llevó de vuelta no dije nada. El golpe había sido tan violento que durante veinticuatro horas fue imposible sacarme una palabra; mi madre, completamente desorientada, se preguntaba si no me había quedado mudo. Todo lo que recuerdo del período inmediato que siguió a la operación es la vuelta en coche, las vanas tentativas de mis padres por hacerme hablar, y más tarde, en casa, a mi madre sosteniéndome en sus brazos delante de la chimenea del salón, los sorbetes que me hacían tragar y la sangre que cada cierto tiempo escupía, y que para mí se confundía con el color fresa de los sorbetes.
 Creo que éste es el más penoso de mis recuerdos infantiles. No sólo no comprendía que me hubieran causado tanto dolor, sino que veía en ello una treta, una trampa, una perfidia atroz por parte de los adultos que no me habían mimado más que para entregarse a la más salvaje agresión contra mi persona. Toda mi imagen de la vida se vio marcada por ella: el mundo, lleno de trampas, no es más que una vasta prisión o quirófano; sólo estoy sobre la tierra para ser pasto de los médicos, carne de cañón, carne de ataúd; igual que la promesa falaz de llevarme al circo o de jugar a las cocinitas, todo lo que puede ocurrirme de agradable entre tanto no es más que un cebo, una manera de dorarme la píldora para conducirme con más seguridad al matadero al que seré llevado tarde o temprano.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Laetoli, 2005, en traducción de Eliana Graciela Wacquez. ISBN: 84-933698-7-X.]

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