Segunda parte
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«En los cafés, en las tabernas, en las calles de Praga vegetaba un gran número de estrafalarios, de socarrones, de Lustigmacher, de cagasentencias, de m'schugóim, que contribuían a aumentar su originalidad.
Retratos de excéntricos de principios del siglo pasado se encuentran en las páginas del novelista y actor dramático Josef Jiri Kolár. Con la cara embadurnada de tiza blanca y rosa, las cejas y la melena pintadas con negro de humo, merodeaba por Praga, en negro frac, chaleco de flores y calzones blancos de cuero, el barón Bonjour, maestro de baile. Su frívola amada Sidonie se había escapado con un maestro de equitación. Y el barón, melancólico por naturaleza, caminaba con pequeños pasos de minué, murmurando en la roja corbata de lazo: "¡Sidonie! ¡Sidonie!" y sosteniendo en la mano izquierda, enguantada de amarillo sucio, un ramito de flores marchitas, como el oficial de El sueño de Strindberg.
Con el nombre de Rosina-Rosalía, señorita del perro (slecna mopslová) eran conocidas dos gemelas solteronas, idénticas en sus rasgos, en sus gestos y en su voz ronca, que vivían con su panzudo gozquillo en una ratonera de la Calle de los Cadáveres (Umrlcí ulice) en Malá Strana. Flacas, arrugadas, ceñudas, con pico de azor y grises ojos de gata maligna, vestían idéntico traje descolorido con ajada ola, negros velos y, como damas-demonios, un moñete de plumas de faisán mordisqueadas por los ratones.
En las postrimerías del siglo pasado, las familias burguesas de Praga conservaban álbumes hinchados con daguerrotipos enteros y medios bustos en un cajón del secreter o en una repisa del veskostn, el bargueño de la lencería -auténtico baúl de recuerdos y reliquias- o bien en el salón, sobre una mesa ovalada, desde donde parecían hacerles señas a los gordos sillones forrados de percal y a la porcelana, a las tontas estatuillas, a la plata de una alacena acristalada. En la casa de los Hloch, de la calle Karolina Svetlá, he encontrado un goloso álbum de viejas fotografías que retratan, sobre láminas de cobre plateado, a adivinos con muecas pringosas y calendarios egipcios, pronosticadores del tiempo, patéticos copleros de taberna, vendedores de objetos arcanos, actrices algo despelujadas, pero, sobre todo, tontainas y chiflados de finales del siglo pasado y principios del nuestro.
Entre los Lustigmacher praguenses del último Ochocientos destacaba Karlícek Bumm, un pobre diablo que se había vuelto loco a causa de un amor no correspondido o, según otros, por haber perdido todos sus bienes durante un incendio. Permanecía sentado, lúgubre como un oráculo, en los escalones de la estación de la calle Hybernská, vendiendo banderitas de papel de colores. La masa curiosa rodeaba a Karlícek, mofándose de él como de Jonás el Idiota de un "arabesco" de Neruda. Pero su calma estallaba en cólera salvaje, en pedrea de imprecaciones, si un impertinente le gritaba la frase "kapsa hori" (el bolsillo arde). Sobre Karlícek corría, incluso, una coplilla checo-alemana de rima infantil, digna de las retahílas de Wilhelm Busch.
Con su aspecto fúnebre contrastaba el rostro feliz del Señor Doctor (Pan Doktor), un tonto que se dejaba caer por Malá Strana con unas gafas de cuerno sin cristales, saludando benévolamente y soltando latinajos como un falso forense. Otro loco, llamado Chaloupko, tancuj! (Chaloupka, ¡danza!), imitaba por la noche, en las tabernas, para gozo de los borrachos y a cambio de alguna moneda, los torpes andares y el baile de los osos. También de noche, recorría la Ciudad Vieja der schlafende Honzicek (Honzicek el durmiente), con a la espalda un cuévano lleno de rosquillas, de las que echaban mano los vagabundos, sin despertar al falso sonámbulo. Con paso acelerado caminaba en medio de la calzada, colgado de su enorme nariz, Jakob Weiss, apodado Haschile, el no va más de los mendigos, el oráculo de los pedigüeños, que conseguía limosnas en las tabernas, si que jamás aceptara de los clientes menos de diez cracias.
¡Qué limbo, qué Bedlam de chiflados! Pero ninguno supera en fantastiquería al Hombre-Tabaco (Tabákový Muz), que corveteó por las calles de Praga en el Setenta del siglo pasado. Larguirucho de nariz aguileña, vestía un traje marrón, una camisa de algodón estampada con dibujos marrones, una flotante chalina de seda marrón, un sombrero marrón, zapatos de tela marrón, guantes marrones y llevaba siempre, entre sus dedos, un Virginia, como el barón Victor van Dirsztay en un cuadro de Kokoschka. También sus cabellos eran castaños, y con hebras marrones estaba hecho el largo cordelillo de su reloj. Sólo sus gafas eran de cristal blanco, pero de cuando en cuando las frotaba con una bayetilla marrón. Así, todo orquestado en el mismo tono, y además de piel morena y con tenebrosos mostachos, parecía un descomunal cigarro puro, un ídolo de nicotina, y no es de extrañar que la gente le apodara Virginius.
Fanático del tabaco, como el Manilov de las Almas muertas, Virginius (es decir el escritor checo-alemán Eduard Maria Schranka) había reunido, en un gran armario con vitrina, todo tipo de utensilios de fumador: pipas de magnesita, guarnecidas con plata y boquillas de todas las formas; pipas de raíz, de ámbar, de terracota, de greda, narghilè y cibuky a la turca, envueltos en seda y brocados y decorados con cañutillo y perlas; pipas de opio, fósforos, viejos mecheros, platitos de ágata y cristal con pizcas de rapé, de escamitas, de macuba. Frente al mastodóntico armario, en un mueble más pequeño, se amontonaban libros de todas las épocas sobre el cultivo y los usos de esta planta de las solanáceas.
El cuarto-museo de Virginius ostentaba paredes marrones con verdes arabescos de hojas de Nicotiana Tabacum, y, sobre las mismas paredes, una serie de cuadritos de género sobre las costumbres de los fumadores. El pavimento, el biombo, la alfombra y la cama (desde los almohadones hasta las mantas y las colchas) eran también marrones. Marrones las chinelas debajo de la cama. Encima de varias mesas, Virginius tenía una exposición de pirámides y cajas de brillante tabaco en rama o picado, cajetillas de Maryland, rascadores para escarbar las urnas de las pipas, toscanos y trabucos, candeleros de madera para encender los puros por medio de rollitos de papel llamados "fidibus" y otros cientos de bagatelas para fumadores. Además de la historia de los guantes, de la cerveza y de la sopa, este tipo había escrito, claro está, un "libro marrón" ("Braunbuch"), es decir, un centón de anécdotas en torno al tabaco.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 2003, en traducción de Marisol Rodríguez. ISBN: 84-322-0871-X.]
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