viernes, 1 de mayo de 2020

Antonio Azorín.- José Martínez Ruíz [Azorín] (1873-1967)

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Segunda parte
XV.- Petrel

«Hoy se han celebrado las elecciones. Han andado por el pueblo excitados unos y otros hombres. Azorín no comprende estas ansias; Sarrió permanece inerte. Los dos son algo sabios; uno por indiferencia reflexiva; otro por impasibilidad congénita. Los hombres, querido Sarrió -ha dicho Azorín-, se afanan vanamente en sus pensamientos y en sus luchas. Yo creo que lo más cuerdo es remontarse sobre todas estas miserables cosas que exasperan a la humanidad. Sonriamos a todo; el error y la verdad son indiferentes. ¿Qué importa el error? ¿Qué importa la verdad? Lo que importa es la vida. El bien y el mal son creaciones nuestras; no existen en sí mismos. El pesimismo y el optimismo son igualmente verdaderos o igualmente falsos. En el fondo lo innegable es que la Naturaleza es ciega e indiferente al dolor y al placer...
 Azorín calla; todo reposa en el limpio zaguán. El sol entra por uno de los cuarterones de la puerta en ancha cinta refulgente. Pepita mira a Azorín con bellos ojos azules.
 Y Azorín prosigue:
 -Hace un momento, yo hojeaba este libro que Pepita tiene aquí sobre una silla. Es un libro de urbanidad para uso de las jóvenes. Y bien; yo he encontrado en la primera página precisamente, una profunda lección de vida.
 Dice así el pasaje a que aludo:
 "Todo cambia, todo se renueva, y hay mil pequeñeces, una expresión, una prenda de vestir, una moda de tocado que denotan al punto la edad de la persona que las usa; y por más que el abate Delille la recomiende, me parece, por ejemplo, de mal gusto la costumbre de aplastar en el plato la cáscara de un huevo pasado por agua, costumbre calificada ya por el vizconde de Marenne, en su libro sobre la Elegancia, publicado hace años, de absurda y ridícula."
 He aquí los hombres divididos sobre una cuestión tan nimia como esta de aplastar una cáscara de huevo. Unos la recomiendan; otros la creen absurda. Hagamos un esfuerzo, querido Sarrió, y sobrepongámonos a estas luchas; no tomemos partido ni por el abate Delille ni por el vizconde de Marenne. Y pensemos que cuando a estas cosas llega la pasión de los hombres, ¿qué no será en aquellas otras que atañen muy de cerca a lo grandes intereses y a los ideales perdurables?
XVII

 Hace dos días ha llegado a Petrel un señor que representa a unos miles de hombres, que viven aquí, ante otros pocos hombres que se reúnen en Madrid. Estos hombres se juntan en un ameno sitio llamado Congreso. En este sitio hablan, pero de pie, inmóviles. No son peripatéticos. A pesar de esto, a Azorín le son simpáticos estos hombres que hablan siempre.
 -Sarrió -ha dicho Azorín-, este hombre a quien llamamos diputado es un excelente señor. Él estrecha todas las manos, acoge todas las demandas, contesta con una sonrisa todos los enfados. Es un hombre simple y bueno. Y como a mí me encanta la simpleza, anoche, en un rato de ocio, compuse en su honor una liviana fabulilla.
 Hela aquí:

EL ORIGEN DE LOS POLÍTICOS

 Cuando la especie humana hubo acabado de salir de las manos de Dios, vivió durante unos cuantos años contenta y satisfecha. Dios también estaba contento. Decididamente -pensaba-, he hecho una gran obra. Mis criaturas son felices; les he dado la belleza, el amor, y la audacia, y por encima de todo, como don supremo, he puesto en sus cerebros la inteligencia.
Antonio Azorín - Ediciones Cátedra Estas criaturas, sin embargo, gozaron breve tiempo de la dicha. Poco a poco se fueron tornando tristes. La tierra se convirtió en un lugar de amargura. Unos se desesperaban, otros se volvían locos, otros llegaban hasta a quitarse la vida. Y todos convenían en que el origen de sus males era la inteligencia, que por medio de la observación y el autoanálisis les mostraba su insignificancia en el universo y les hacía sentir la inutilidad de la existencia en esta ciega y perdurable corriente de las cosas.
 Entonces, estas desdichadas criaturas se presentaron a Dios para pedirle que les quitase la inteligencia.
 Dios, como es natural, se quedó estupefacto ante tal embajada y estuvo a punto de hacer un escarmiento severísimo; pero como es tan misericordioso, acabó por rendirse a las súplicas de los hombres.
 -Yo, hijos míos -les dijo-, no quiero que padezcáis sinsabores por mi causa; pero, por otra parte, no quiero quitaros tampoco la inteligencia, porque sé que no tardaríais en pedírmela otra vez. Además, entre vosotros, no todos opinan de la misma manera; hay algunos a quienes les parece bien la inteligencia; hay otros a quienes no les ha alcanzado ni una chispita en el reparto y quisieran tenerla. En fin, es tal la confusión que, para evitar injusticias, vamos a hacer las cosas de modo que todos quedéis contentos. Hasta ahora la inteligencia la llevabais forzosamente en la cabeza, sin poder separaros de ella. Pues bien, de aquí en adelante, el que quiera podrá dejarla guardada en casa para volverla a sacar cuando le plazca.
 Dicho esto, el buen Dios sonrió en su bella barba blanca y despidió a sus hijos, que partieron contentos.
 Cuando volvieron a sus casas, se apresuraron a guardar cuidadosamente la inteligencia en los armarios y en los cajones. Sin embargo, había algunos hombres que la llevaban siempre en la cabeza; estos eran unos hombres soberbios y ridículos que querían saberlo todo.
 Había otros que la sacaban de cuando en cuando, por capricho o para que no se enmoheciese.
 Y había, finalmente, otros que no la sacaban nunca. Estos pobres hombres no la sacaban porque jamás la tuvieron; pero ellos se aprovecharon de la ordenanza divina para fingir que la tenían. Así, cuando les preguntaban en la calle por ella, respondían ingenuos y sonrientes: "¡Ah! La tengo muy bien guardada en casa."
 Esta sencillez y esta modestia encantaron a las gentes. Y las gentes llamaron a estos hombres los políticos, que es lo mismo que hombres urbanos y corteses. Y poco a poco estos hombres fueron ganando la simpatía y la confianza de todos, y en sus manos se confiaron los más arduos negocios humanos, es decir, la dirección y gobierno de las naciones.
Así transcurrieron muchos siglos. Y como al fin todo se descubre, las gentes cayeron en la cuenta de que estos buenos hombres no llevaban la inteligencia en la cabeza ni la tenían guardada en casa.
 Y entonces pidieron que se restableciese el uso antiguo.
 Pero era ya tarde; la tradición estaba creada; el prejuicio se había consolidado.
 Y los políticos llenaban los parlamentos y los ministerios.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1991. ISBN: 84-376-0969-0.]

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