Primera parte: El hombre y el mundo
1.-El hombre desnudo
Pero una criatura amenazada
¿Se conocían de verdad?
«Aquellas de entre nuestras sociedades que se consideran "evolucionadas" han caído en la actualidad en una especie de culto al cuerpo, de pánico ante la edad y de reverencia hacia remedios que llenan los armarios de los cuartos de baño, hacen rebosar los lugares para "ponerse en forma" y, en su caso, llevan ante los tribunales a los médicos cuyas habilidades no han cumplido las promesas que se esperaba de ellos. El mundo mediterráneo, tanto el de la Antigüedad como el nuestro, es muy dado a ello, más que cualquier otro. Pero en la actualidad disponemos de un caudal de conocimientos sobre patología y de un personal sanitario muy valioso que, en principio, disipan nuestros temores e ignorancia. Los historiadores, arrastrados desde hace más o menos un siglo por esta ola de nosología, han multiplicado los estudios sobre el cuerpo medieval, buscado las huellas de enfermedades, sondeado sus efectos psicológicos, elevado incluso algunas de ellas, como la peste evidentemente, a la categoría de factores -en principio demográficos y económicos, pero también sociales- de la evolución de los siglos medievales. De este modo se ha arrojado luz en gran medida sobre las enfermedades de los grandes personajes de este mundo, las epidemias masivas, las ciencias judeogriega y árabe; han catalogado los síntomas, escritos o no, aportado diagnósticos serios y bosquejado evoluciones. Y todo este trabajo es admirable.
Admirable, pero superficial; pues en esa época, como en la actualidad, aunque estemos "estresados" (¡la palabra con este significado data de 1953!), seamos víctimas de la peste o del avance brutal del sida -lo mismo da-, en realidad no sabemos nada de un callo en el pie, una nariz que gotea o un intestino perezoso, esas "pequeñas miserias" que también destruyen la armonía corporal. No puedo dar respuesta, en lo que a nuestra época se refiere, a la pregunta con la que abro este apartado, pero en el caso de la Edad Media la respuesta es categóricamente negativa. Además, ¿cómo habrían podido acceder estos hombres, antes del siglo XII, a los tratados de medicina que llegaban, se escribían o se traducían en Córdoba, Palermo, Salerno o Montpellier enseguida? Ni siquiera estamos seguros de que los monjes, después de Pedro el Venerable a mediados del siglo XII, o los príncipes a los que aconsejaban los physici, fueran realmente conscientes de las exigencias y flaquezas de sus cuerpos. En cuanto a los demás, ¿cómo se iban a atrever a preguntarse por aquello que provenía, evidentemente, del designio divino: los niños que nacían muertos, el lisiado de nacimiento, el enfermo crónico, pero también los sordos, ciegos o mudos? Eran el precio a pagar por su ira: en efecto, todos eran objeto de castigo por algún pecado que habían cometido ellos o sus progenitores, ya que la culpa se heredaba del mismo modo que se heredaba la mácula de la servidumbre. Para esto no cabía remedio ni apelación. En cuanto a la muerte violenta en combate, en un rincón del bosque o por accidente, conllevaba una condena infamante: la ausencia de confesión y, por tanto, de salvación.
Sin embargo, este doble o nada del dogma era algo que el cristiano admitía bastante mal: buscaba recursos sin hacer demasiado alarde de rencor hacia la posible arbitrariedad venida del Cielo. En primer lugar, había intermediarios a mano para ablandar el rigor del Juez. La veneración de reliquias o las peregrinaciones a los lugares santos se desarrollaron al mismo tiempo que la influencia de la Iglesia. Como solía ser común, al menos en Europa occidental, esta última sabía muy bien cómo captar las devociones interesadas, muchas de las cuales eran anteriores a ella: el pequeño dios sanador, la recogida de piedras o fuentes taumatúrgicas bajo los auspicios de un santo, real o inventado, cuyas virtudes tenían fama de curar; cada uno contaba con su "especialidad", que ilustraban los detalles de su vida o de su martirio: uno curaba los granos, otro la fiebre o el dolor, y lo hacían por medio de milagros que se buscaban ávidamente. También nos hemos preguntado por la recuperación de estos cultos paralelos en el siglo XI y posteriormente: ¿podemos ver en ellos la incidencia de alguna enfermedad en concreto? En cualquier caso, los milagros que se obraban, y que describen de manera complaciente unos textos que por primera vez son numerosos, ofrecen una panoplia de afecciones de lo más corriente: encontramos más enfermedades debidas a una alimentación insuficiente que a heridas o ataques orgánicos. En lo que a la Virgen se refiere, cuyo culto floreció después de 1150 con el acicate cisterciense, intervenía más bien en la curación del alma que en la del cuerpo: se rogaba a ella más como madre que como taumaturga. Es cierto que la Iglesia nunca se atrevió a dejar que el culto evolucionara hasta convertirse en el propio de una diosamadre, una Cibeles cristiana, pues era virgen y, por lo tanto, no podía ser símbolo de fecundidad.
La peregrinación y la ofrenda eran obras pías; y los monjes se alegraban de ellas. ¿Pero eran eficaces sus oraciones? ¿No hubiera sido mejor dirigirse -aunque en secreto, por supuesto- a fuerzas expertas en el arte de interrogar a los astros, lo cual sólo podía tener un efecto intemporal, o más bien dedicarse a elaborar remedios en los límites de una etiología infernal? Magos y brujas cuentan en la actualidad con una atención especial por parte de todos los historiadores que presumen de incorporar la antropología o la sociología; efectivamente, este mundo "invertido" encanta a todos los discípulos, cercanos o no, de Freud, Mauss o Lévi-Strauss. Además, los innumerables juicios que se hicieron, entre los siglos XV y XIX, a los poseedores de fuerzas "maléficas" proporcionan material para múltiples comentarios; es cierto que, en general, sólo contamos con los informes de la acusación. Pero en el siglo XIII los exempla de los dominicos que los condenaban, por supuesto, muestran que su papel, en el seno del mundo rural al menos, se reconocía y se consideraba clave: prácticas gestuales y quiromasaje, fórmulas e invocaciones repetitivas, ritos basados en lo vegetal o en las virtudes del agua. Los cuidados que se daban al cuerpo predominaban sobre los que tenían que ver con el alma, y la Iglesia no admitía que estas prácticas alterasen la voluntad divina: por lo tanto, tenían que condenar e incluso quemar a quienes pretendían sustituir a Dios luchando contra los males que éste desencadenaba. Si era preciso, una acusación de herejía podía justificar mandar a la hoguera a las brujas; en realidad, se quemaba a ensalmadores más que a malos espíritus.
Los exempla dominicos y las trovas también atribuyen a las mujeres, sobre todo a las ancianas, el papel de intermediarias entre este mundo negro y las debilidades del cuerpo: efectivamente, son ellas quienes parecen ser más sensibles a estas prácticas que durante tanto tiempo han hecho reír a las mentes "científicas" tan agudas de esa época que denominamos "moderna". Pero en la actualidad, disfrazados de "medicina natural", fitoterapia, curas de rejuvenecimiento y otras semejantes, estos remedios "naturales" gozan de gran éxito: cremas, ungüentos, infusiones, purgantes, masajes o manipulaciones de kinesiterapia rivalizan con la "ayuda psicológica" y los "grupos de autoayuda" que apelan, hasta llegar a lo grotesco, a nuestros egos enloquecidos. Se meten incluso en regímenes alimenticios o en las virtudes de las plantas; además, desde la Edad Media, la mayoría de las recetas de cocina pueden encontrarse en tratados de medicina.»
[El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2017, en traducción de Paloma Gómez Crespo y Sandra Chaparro Martínez. ISBN: 97-884-3060-649-8.]
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