Capítulo XIII: Dos
episodios
«Ya les he hablado de la increíble importancia
que se da en Westmouth, lo mismo que en la mayoría de las Universidades
americanas, a la temporada de fútbol. Los alumnos escogidos para formar parte
en el equipo abandonaban los estudios durante el entrenamiento. «Trabajaban»
entonces en un estadio cercado de altos muros y cuya entrada, se guardaba con
severidad, pues el deporte había, desde hacía unos años, adoptado en los Estados
Unidos un aire de guerra civil. El espionaje medraba, y ciertos colegios
incluso mantenían un verdadero servicio secreto encargado de espiar las
maniobras y formaciones del adversario. Mientras escribo, estas prácticas han
sido condenadas por las principales Universidades, prometiendo abstenerse de
emplearlas; pero en la época de mi estancia en Westmouth, el recelo era grande
y la prudencia justificada.
La eficacia de semejante espionaje debe
sorprender a los que, como la mayoría de los franceses, no conocen más que dos
tipos del fútbol: el fútbol asociación y el rugby, admitiendo los dos infinita
variedad de combinaciones y exigiendo que se improvisen las mejores
concepciones tácticas. Pero el fútbol americano es un juego más mecánico.
Adelantar con la pelota es tan difícil que, para engañar y franquear la
defensa, el equipo asaltante debe preparar sus ofensivas pulgada a pulgada, tal
como llegaron a hacerlo, en 1917, las infanterías europeas. Una larga serie de
movimientos (llamados “plays” o “juegos”) son estudiados, aprendidos de
memoria, ensayados, y alguno de entre ellos lleva además un número. Si el
capitán anuncia “23” ,
en seguida cada jugador sabe el lugar que debe ocupar en la formación y si su
papel será atacar, pasar, despejar de un puntapié o, por el contrario, bloquear
a adversario. Siendo ésta la naturaleza del juego, es fácil imaginar lo útil
que puede ser para un equipo el conocimiento de las formaciones “ensayadas” por
sus rivales.
En el transcurso del mismo partido es
necesario vigilar que el equipo adversario no pueda adivinar que tal señal
corresponde a tal serie de movimientos. Por lo tanto, se han inventado mil
combinaciones para guardar el secreto. Tan pronto el capitán y sus hombres se
reúnen en un pequeño círculo apretado, el plan del próximo ataque se indica en
voz baja; luego se grita el número en voz alta, pero perdido entre otros
muchos. Por ejemplo; se llega a un acuerdo entre el capitán y sus hombres para
que, de tres grupos de cifras, sea únicamente el segundo el que importe.
Entonces “43, 37, 25”
significa para los indicados: “juego 37” . O bien, el grupo de dos cifras que sigue a
un 9 es el que tiene valor. Así, “21, 37, 39, 30” quiere decir, que el juego
sea el 30. Además, para el caso de que estas combinaciones, pese a su complicación,
sean descubiertas, el coach (o
entrenador), enseña a sus hombres el arte de transformarlas durante el
transcurso del partido, como hacen los Estados Mayores mediante códigos
misteriosos que, en tiempo de guerra, sirven para cifrar los despachos.
Pido perdón por esta digresión; era necesaria
para que el lector pudiera, comprender el primero de los episodios a los que me
refiero y que revelaron el psicógrafo al público americano. Les explicaré
brevemente porque es fácil encontrar una descripción detallada en los
periódicos de la época. Por lo que a nosotros se refiere, es suficiente saber:
1.º Que el joven Darnley, fanático del fútbol, además de asistente de Hickey,
era asistente del coach de Westmouth,
el famoso Lovejoy; 2.º Que el partido Westmouth-Ejército era todos los años el
acontecimiento central de la temporada de fútbol; 3.º Que aquel año el equipo
del Ejército (el de los cadetes de West-Point) era infinitamente superior que
el nuestro; 4.° Que las jugarretas más sabias de West-Point fracasaron, no
obstante, milagrosamente; 5.° Que pese a nuestra inferioridad evidente,
Westmouth, con gran sorpresa de todos los expertos, gano el partido por 27
puntos contra 15; 6.º Que nuestro coach,
después del partido, dejó escapar delante de Hickey unas frases imprudentes, o
más exactamente, inconscientes; 7.º Que Hickey llevó a cabo una rápida
investigación que demostró que la víspera Darnley había instalado un psicógrafo
en el cuarto ocupado por el capitán del equipo de West-Point, en el hotel de
Westmouth; 8.º Que estos hechos fueron inmediatamente puestos en conocimiento
del presidente Spencer y que este, hombre honrado, pidió inmediatamente que se
jugara otra vez; 9.º Que está aventura ocupó durante dos semanas todos los
periódicos deportivos de los Estados Unidos; 10.º, y última. Que Hickey, físico
solamente conocido en la víspera por algunos especialistas, se hizo de la noche
a la mañana tan célebre como un boxeador o como un bandido.
Entonces vimos, Susana y yo, cómo nuestra
avenida, antes tan tranquila, se llenaba de reporteros. Los mejores periodistas
de Nueva York fueron encargados de «tratar», como se dice allá, el asunto
Hickey. Mi vecino se había transformado en “noticia de primera página”, y
cuando las Agencias descubrieron que también yo había estado mezclado a la
invención del psicógrafo, empecé a recibir telegramas pidiéndome artículos sobre
la “máquina para leer el pensamiento”. Naturalmente me abstuve de hacerlo por
estar firmemente decidido a no comprometer en mi persona la dignidad de la
Universidad. Pero algunos de nuestros colegas sintieron menos escrúpulos y
lograron, para Westmouth, en la Prensa de los dos Continentes, una publicidad
desagradable.
Fue esta publicidad la que causó el segundo
episodio al que me he referido. Quiero hablarles del célebre asunto Ladislas
Kogacz. Recordarán la historia de aquel brillante abogado acusada de haber
asesinado al marido de la mujer que era su amante. La importancia de la lucha
oratoria entre el acusado y el fiscal del distrito había, en algunas semanas,
transformado el asunto Kogacz en una causa casi tan célebre como el asunto
Dreyfus; después de la condesa, millares de telegramas habían llegado a manos
del gobierno del Estado, suplicándole que indultara a un inocente. Por tres
veces fue anunciada la ejecución, y por tres veces el gobernador, justamente
preocupado, había encontrado pretextos legales para conceder un aplazamiento.
En aquel momento, la prensa reveló la existencia del psicógrafo y,
naturalmente, las autoridades de la prisión concibieron la idea de pedir a
Hickey uno de sus aparatos para instalarlo en la celda de Kogacz.
Recuerdo la velada durante la cual Hickey y yo
discutimos prolijamente, ante nuestras esposas sobre aquel asunto. Hickey
vacilaba sobre la respuesta que mandaría a las autoridades de Pensilvania.
—Me
parece —decía— que sería poco deportivo violar así, sin que quepa una defensa,
el refugio más secreto del espíritu de un prisionero. Es dar demasiadas
facilidades a la acusación.
—No
opino como usted —le contesté—. Si Kogacz es inocente, su aparato ofrecerá la
prueba indiscutible de esta inocencia. Si es culpable, peor para él. No me
interesa un asesino.
—Aunque
haya matado —decían nuestras esposas—, ¿por qué entregarlo? El que asesina por
amor no es peligroso. No os mezcléis en este asunto.
Hickey terminó por ponerse de mi parte, o por
lo menos reconocer que no podía negar a la justicia del país donde vivía el
beneficio de un descubrimiento ya del dominio público, y por fin mandó a
Darnley a Pensilvania. Aquello fue la condenación definitiva del desgraciado
Kogacz, que no solamente era perfectamente culpable del crimen, sino de otros
dos, revelados por el psicograma. Después de aquello, Kogacz pasó directamente
a la silla eléctrica y Hickey se transformó más que nunca en la providencia de
los periodistas. Le molestaban, hablaba de abandonar Westmouth y refugiarse en
Inglaterra, pero hubiera sido en vano. El psicógrafo era ya conocido en el
mundo entero y su inventor condenado a la gloria.»
[El texto pertenece a la
edición en español de Plaza & Janés Editores, 1985, en traducción de Rosa
S. de Naveira. ISBN: ISBN: 978-84-0142-164-8.]
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