sábado, 16 de mayo de 2020

La máquina de leer los pensamientos.- André Maurois (1885-1967)


André Maurois - ¡¡Ábrete libro!! - Foro sobre libros y autores
Capítulo XIII: Dos episodios


 «Ya les he hablado de la increíble importancia que se da en Westmouth, lo mismo que en la mayoría de las Universidades americanas, a la temporada de fútbol. Los alumnos escogidos para formar parte en el equipo abandonaban los estudios durante el entrenamiento. «Trabajaban» entonces en un estadio cercado de altos muros y cuya entrada, se guardaba con severidad, pues el deporte había, desde hacía unos años, adoptado en los Estados Unidos un aire de guerra civil. El espionaje medraba, y ciertos colegios incluso mantenían un verdadero servicio secreto encargado de espiar las maniobras y formaciones del adversario. Mientras escribo, estas prácticas han sido condenadas por las principales Universidades, prometiendo abstenerse de emplearlas; pero en la época de mi estancia en Westmouth, el recelo era grande y la prudencia justificada.
 La eficacia de semejante espionaje debe sorprender a los que, como la mayoría de los franceses, no conocen más que dos tipos del fútbol: el fútbol asociación y el rugby, admitiendo los dos infinita variedad de combinaciones y exigiendo que se improvisen las mejores concepciones tácticas. Pero el fútbol americano es un juego más mecánico. Adelantar con la pelota es tan difícil que, para engañar y franquear la defensa, el equipo asaltante debe preparar sus ofensivas pulgada a pulgada, tal como llegaron a hacerlo, en 1917, las infanterías europeas. Una larga serie de movimientos (llamados “plays” o “juegos”) son estudiados, aprendidos de memoria, ensayados, y alguno de entre ellos lleva además un número. Si el capitán anuncia “23”, en seguida cada jugador sabe el lugar que debe ocupar en la formación y si su papel será atacar, pasar, despejar de un puntapié o, por el contrario, bloquear a adversario. Siendo ésta la naturaleza del juego, es fácil imaginar lo útil que puede ser para un equipo el conocimiento de las formaciones “ensayadas” por sus rivales.
 En el transcurso del mismo partido es necesario vigilar que el equipo adversario no pueda adivinar que tal señal corresponde a tal serie de movimientos. Por lo tanto, se han inventado mil combinaciones para guardar el secreto. Tan pronto el capitán y sus hombres se reúnen en un pequeño círculo apretado, el plan del próximo ataque se indica en voz baja; luego se grita el número en voz alta, pero perdido entre otros muchos. Por ejemplo; se llega a un acuerdo entre el capitán y sus hombres para que, de tres grupos de cifras, sea únicamente el segundo el que importe. Entonces “43, 37, 25” significa para los indicados: “juego 37”. O bien, el grupo de dos cifras que sigue a un 9 es el que tiene valor. Así, “21, 37, 39, 30” quiere decir, que el juego sea el 30. Además, para el caso de que estas combinaciones, pese a su complicación, sean descubiertas, el coach (o entrenador), enseña a sus hombres el arte de transformarlas durante el transcurso del partido, como hacen los Estados Mayores mediante códigos misteriosos que, en tiempo de guerra, sirven para cifrar los despachos.
 Pido perdón por esta digresión; era necesaria para que el lector pudiera, comprender el primero de los episodios a los que me refiero y que revelaron el psicógrafo al público americano. Les explicaré brevemente porque es fácil encontrar una descripción detallada en los periódicos de la época. Por lo que a nosotros se refiere, es suficiente saber: 1.º Que el joven Darnley, fanático del fútbol, además de asistente de Hickey, era asistente del coach de Westmouth, el famoso Lovejoy; 2.º Que el partido Westmouth-Ejército era todos los años el acontecimiento central de la temporada de fútbol; 3.º Que aquel año el equipo del Ejército (el de los cadetes de West-Point) era infinitamente superior que el nuestro; 4.° Que las jugarretas más sabias de West-Point fracasaron, no obstante, milagrosamente; 5.° Que pese a nuestra inferioridad evidente, Westmouth, con gran sorpresa de todos los expertos, gano el partido por 27 puntos contra 15; 6.º Que nuestro coach, después del partido, dejó escapar delante de Hickey unas frases imprudentes, o más exactamente, inconscientes; 7.º Que Hickey llevó a cabo una rápida investigación que demostró que la víspera Darnley había instalado un psicógrafo en el cuarto ocupado por el capitán del equipo de West-Point, en el hotel de Westmouth; 8.º Que estos hechos fueron inmediatamente puestos en conocimiento del presidente Spencer y que este, hombre honrado, pidió inmediatamente que se jugara otra vez; 9.º Que está aventura ocupó durante dos semanas todos los periódicos deportivos de los Estados Unidos; 10.º, y última. Que Hickey, físico solamente conocido en la víspera por algunos especialistas, se hizo de la noche a la mañana tan célebre como un boxeador o como un bandido.
LA MAQUINA DE LEER LOS PENSAMIENTOS de ANDRE MAUROIS: PLAZA Y ... Entonces vimos, Susana y yo, cómo nuestra avenida, antes tan tranquila, se llenaba de reporteros. Los mejores periodistas de Nueva York fueron encargados de «tratar», como se dice allá, el asunto Hickey. Mi vecino se había transformado en “noticia de primera página”, y cuando las Agencias descubrieron que también yo había estado mezclado a la invención del psicógrafo, empecé a recibir telegramas pidiéndome artículos sobre la “máquina para leer el pensamiento”. Naturalmente me abstuve de hacerlo por estar firmemente decidido a no comprometer en mi persona la dignidad de la Universidad. Pero algunos de nuestros colegas sintieron menos escrúpulos y lograron, para Westmouth, en la Prensa de los dos Continentes, una publicidad desagradable.
 Fue esta publicidad la que causó el segundo episodio al que me he referido. Quiero hablarles del célebre asunto Ladislas Kogacz. Recordarán la historia de aquel brillante abogado acusada de haber asesinado al marido de la mujer que era su amante. La importancia de la lucha oratoria entre el acusado y el fiscal del distrito había, en algunas semanas, transformado el asunto Kogacz en una causa casi tan célebre como el asunto Dreyfus; después de la condesa, millares de telegramas habían llegado a manos del gobierno del Estado, suplicándole que indultara a un inocente. Por tres veces fue anunciada la ejecución, y por tres veces el gobernador, justamente preocupado, había encontrado pretextos legales para conceder un aplazamiento. En aquel momento, la prensa reveló la existencia del psicógrafo y, naturalmente, las autoridades de la prisión concibieron la idea de pedir a Hickey uno de sus aparatos para instalarlo en la celda de Kogacz.
 Recuerdo la velada durante la cual Hickey y yo discutimos prolijamente, ante nuestras esposas sobre aquel asunto. Hickey vacilaba sobre la respuesta que mandaría a las autoridades de Pensilvania.
  —Me parece —decía— que sería poco deportivo violar así, sin que quepa una defensa, el refugio más secreto del espíritu de un prisionero. Es dar demasiadas facilidades a la acusación.
  —No opino como usted —le contesté—. Si Kogacz es inocente, su aparato ofrecerá la prueba indiscutible de esta inocencia. Si es culpable, peor para él. No me interesa un asesino.
  —Aunque haya matado —decían nuestras esposas—, ¿por qué entregarlo? El que asesina por amor no es peligroso. No os mezcléis en este asunto.
 Hickey terminó por ponerse de mi parte, o por lo menos reconocer que no podía negar a la justicia del país donde vivía el beneficio de un descubrimiento ya del dominio público, y por fin mandó a Darnley a Pensilvania. Aquello fue la condenación definitiva del desgraciado Kogacz, que no solamente era perfectamente culpable del crimen, sino de otros dos, revelados por el psicograma. Después de aquello, Kogacz pasó directamente a la silla eléctrica y Hickey se transformó más que nunca en la providencia de los periodistas. Le molestaban, hablaba de abandonar Westmouth y refugiarse en Inglaterra, pero hubiera sido en vano. El psicógrafo era ya conocido en el mundo entero y su inventor condenado a la gloria.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés Editores, 1985, en traducción de Rosa S. de Naveira. ISBN: ISBN: 978-84-0142-164-8.]

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