Tercera parte
XI
«-¡Estás lo mismo! ¡Siempre tan encantadora!
Ella contestó con amargura:
-¡Tristes encantos los míos! ¡Tú los desdeñaste!
Rodolphe intentó explicar su pasada conducta. Se excusó en términos vagos. No era capaz de inventar otros más eficaces.
Emma dejóse llevar por sus palabras, pero todavía más por su voz y por la contemplación de su persona, hasta tal punto que casi llegó a creerse los pretextos aducidos por él para justificar la ruptura. Tratábase de un secreto del que dependía la honra y tal vez la vida de una tercera persona.
Emma lo miró con tristeza y repuso:
-El caso es que yo, sea lo que fuere, he sufrido intensamente.
Él contestó, con cierto tono filosófico:
-¡La vida es así!
-Después de nuestra separación, ¿ha sido al menos buena para ti?
-Ni buena ni mala.
-Quizás hubiese sido preferible haber continuado unidos toda la vida.
-Es posible.
Ella se le aproximó y dijo:
-¿Lo crees así? -en seguida agregó suspirando-: ¡Oh, Rodolphe, si tú supieras...! ¡Cuánto te he querido!
Se cogieron las manos y estuvieron con ellas entrelazadas, tal como habían hecho por primera vez el día de los comicios. Rodolphe, con un gesto de orgullo, intentaba sobreponerse al enternecimiento. Pero ella se reclinó sobre su pecho y continuó:
-¿Cómo querías que viviese sin ti? ¿Existe alguien que pueda acostumbrarse a no ser dichoso? ¡Estaba desesperada!... Creí que me iba a morir. Tengo que contarte muchas cosas... No puedo hacerme a la idea de que hayas intentado esquivarme...
Efectivamente, desde hacía tres años, Rodolphe había evitado encontrarse con ella, dominado por esa natural cobardía característica del sexo masculino.
Emma continuó hablando. Adornaba sus palabras con graciosos mohínes y gestos zalameros, más propios de una gata en celo que de una mujer:
-Lo que ocurre es que quieres a otras mujeres... ¡Anda, confiésalo!... No vayas a creer que no lo comprendo. Incluso las justifico a ellas... ¡Las habrás seducido igual que a mí! No puede negarse que eres un hombre, justamente el hombre que se necesita ser para ser amado por las mujeres... Reanudaremos nuestras relaciones, ¿no es verdad? ¡Nos querremos más que antes!... ¡Ya soy capaz de reír! ¿Ves?... ¡Ya soy feliz! ¿No me dices nada?
Estaba realmente encantadora con aquellos ojos, en los que se estremecía una lágrima como una gota de agua en el cáliz de una flor después de una tormenta.
Él la atrajo sobre sus rodillas y acarició con las palmas de las manos sus lisos cabellos, en los que relucía, como dorada flecha, un crepuscular rayo de sol, inclinó la frente de Emma para besarla, muy suavemente y con el borde de los labios, en los ojos.
-¡Has llorado! ¿Por qué?
Emma estalló en violentos sollozos. Él lo atribuyó todo a una explosión de cariño. Como no decía nada, imaginó que el silencio de Emma lo producía un resto de pudor.
Entonces Rodolphe exclamó:
-¡Oh, perdóname! ¡Te juro que no he querido a más mujer que a ti! ¡Me comporté estúpidamente contigo! ¡Te amo y te amaré toda la vida! Pero ahora dime qué te ocurre, te lo suplico... Habla...
-Rodolphe…, estoy arruinada... Necesito que me prestes tres mil francos...
Él se levantó lentamente y dijo:
-Pero..., es que...
Su rostro fue adquiriendo una expresión grave.
Emma continuó:
-Supongo que ya estás enterado. Mi marido había confiado toda su fortuna en casa de un notario y éste se ha escapado. Los clientes no pagaban y hemos tenido que recurrir a los préstamos... La herencia todavía no se ha solucionado... Total, que, por carecer de esos tres mil francos, nos van a embargar hoy, ahora mismo, dentro de unos momentos. Por eso he venido a verte, porque contaba con tu amistad...
Rodolphe se puso intensamente pálido, y se dijo:
-¡Ah, esto es lo que te ha hecho volver!
Tras unos segundos, dijo en voz alta y relativamente tranquila:
-Es el caso que no tengo ese dinero, querida Emma.
No mentía al decir aquellas palabras. Si lo hubiese tenido, se lo hubiese dado, aunque, desde luego, siempre resulta desagradable realizar acciones semejantes. Entre todas las tormentas que desata el amor, ninguna lo diluye de tal forma como las decepcionantes peticiones de dinero.
Emma permaneció sin moverse unos segundos, mirándolo fijamente.
Después repitió varias veces.
-¡No tienes ese dinero!... ¡No tienes ese dinero!... Hubiera debido ahorrarme esta última vergüenza... Veo que jamás me has querido... ¡Eres igual que todos los hombres!
Aquellas palabras la traicionaban realmente a sí misma.
Él la interrumpió:
-Yo mismo me encuentro en apuros.
Emma dijo:
-¡Te compadezco! ¡Sí, te compadezco mucho!
Fijó sus ojos en una adamasquinada arabina que brillaba en la panoplia y dijo:
-¡Cuando uno es tan pobre no se tienen carabinas guarnecidas de plata, ni se adquieren relojes con incrustaciones de concha -al decir esto, señalaba el reloj de Boulle-, ni adornos de plata sobredorada para las fustas, ni dijes con cadena! ¡No careces de nada! ¡Incluso una licorera en el cuarto! No cabe duda: te cuidas, sabes vivir. Tienes un castillo, granjas, bosques, vas de caza con galgos, haces viajes a París... Aunque no fuera más que esto -añadió cogiendo de la chimenea unos gemelos de camisa-, podría reducirse a dinero... ¡Pero no lo quiero! ¡Guárdate tu dinero! Yo, en cambio, te lo hubiese dado todo... Lo hubiese vendido todo, hubiese sido capaz de trabajar con mis propias manos, hubiese pedido limosna por los caminos por una mirada tuya, por una sonrisa, tan sólo por oírte darme las gracias... Tú, sin embargo, te quedas ahí, sentado tranquilamente en tu sillón, como si no me hubieses hecho sufrir bastante... Si no te hubiese conocido, y de sobra lo sabes, yo hubiese podido vivir feliz. ¿Quién te empujaba hacia mí? ¿Acaso lo hiciste por una apuesta?... A pesar de todo, me amabas según decías... Hace un momento acabas de repetirlo... ¿Por qué no me has echado de tu casa? Aún conservo en mi cara el calor de tus besos... Sobre esta misma alfombra, de rodillas, me has jurado infinidad de veces que me amarías siempre... ¡Todo palabrería! ¡Durante dos años me has tenido engañando con sueños!... ¿Te acuerdas de nuestros proyectos de viaje? ¿Recuerdas tu carta? ¡Aquella carta que me apuñaló en el corazón!... Y todo para que, cuando recurro a ese amante, que es rico, dichoso y libre, suplicándole y ofreciéndole mi ternura para que me ayude... me rechace porque... ¡Le costaría tres mil francos!
Rodolphe, con esa calma bajo la que suelen encubrirse, como tras un escudo, las cóleras latentes, contestó:
-¡Te acabo de decir que no tengo ese dinero!»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial de Gassó Hermanos, 1969, en traducción de Manuel Araquistain. Depósito legal: B.10568/69.]
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