Una historia natural de los muertos
«Siempre me pareció que se ha omitido la guerra como campo de observación para el naturalista. Tenemos encantadores y exactos relatos y descripciones de la flora y de la fauna de la Patagonia, escritos por el extinto W.H. Hudson; el reverendo Gilbert White ha escrito cosas interesantísimas de las abubillas, en sus ocasionales y poco comunes visitas a Selborne, y el obispo Stanley nos ha dejado una valiosa, aunque popular, "Historia de los Pájaros". ¿No podemos acaso ofrecer al lector algunos hechos nuevos y racionales acerca de los muertos? Así lo espero.
Cuando el perseverante viajero Mungo Park se hallaba desfallecido en la vasta aridez de un desierto africano, desnudo y solo, considerando contados los minutos de su vida; cuando no parecía tener otro recurso que dejarse caer y morir, sus ojos se posaron sobre una flor de extraordinaria belleza. "Aunque la planta entera -dijo- no era más grande que uno de mis dedos, no pude completar la delicada conformación de sus raíces, sus hojas y sus flores, sin sentir admiración. El Ser que había plantado, regado y llevado a la perfección, en esa oscura parte del globo, algo que parecía de tan pequeña importancia, ¿podría contemplar con indiferencia el sufrimiento de las criaturas creadas a su imagen y semejanza? Seguramente, no. Reflexiones como ésta me impidieron entregarme a la desesperación. Olvidando el hambre y la fatiga, seguí adelante, seguro de que el socorro se hallaba cerca, y no quedé decepcionado."
"Con predisposición a maravillarse y adorar de una manera parecida -dice el obispo Stanley-, ¿puede estudiarse cualquier rama de la Historia Natural, sin aumentar la fe, el amor y la esperanza que cada uno de nosotros necesitamos en nuestro viaje por el desierto de la vida?"
Veamos, entonces, qué inspiración podemos hallar en los muertos.
En la guerra, los muertos, por lo general, son los machos de la especie humana, aunque esto no ocurre en verdad con los animales, ya que con frecuencia he visto yeguas muertas entre los caballos. Otro aspecto interesante de la guerra, es que en ella el naturalista tiene la oportunidad de observar la muerte de las mulas. En veinte años de observación en la vida civil no he visto jamás una mula muerta y comencé hasta a abrigar dudas respecto a que esos animales fueran realmente mortales. En raras ocasiones he visto algo que tomé por una mula muerta, pero una observación más cuidadosa me demostró que eran criaturas vivientes que parecían muertas debido a que se hallaban en absoluto reposo. Pero en la guerra, esos animales sucumben casi de la misma manera que el caballo más común y menos rudo.
La mayoría de las mulas muertas que he visto se hallaban a lo largo de los caminos de montañas o yacían al pie de empinados declives, donde habían sido arrojadas para librar el camino de tales estorbos. Parecían hallarse más en su ambiente que en las montañas, donde estamos acostumbrados a su presencia y resultaban menos incongruentes allí que donde las vi más tarde, en Esmirna, donde los griegos, después de romper las patas a todos los animales que transportaban sus bagajes, los arrojaron desde el muelle al agua para ahogarlos. Aquella multitud de mulas y caballos con las patas rotas, ahogándose en las aguas poco profundas, exigía un Goya para que las pintara. Aunque hablando literalmente apenas podríamos aceptar la idea de que pidieran un Goya, puesto que sólo hubo un Goya -muerto hace mucho tiempo-, y es dudoso en extremo que si esos animales hubieran podido pedir algo, prefirieran una representación pictórica de su situación, en lugar de exigir que los ayudaran en su horrorosa condición.
Con respecto al sexo de los muertos, es un hecho que nos acostumbramos a que todos los muertos sean hombres, que la vista de un cadáver de mujer resulta casi chocante. La primera vez que tuve ocasión de contemplar la inversión del sexo habitual de los muertos, fue después de la explosión de una fábrica de materiales de guerra, situada en la campiña cercana a Milán, en Italia. Llegamos a la escena del desastre en camiones, por caminos sombreados por álamos y bordeados de estanques que contenían múltiples diminutas vidas animales, que no pude observar claramente debido a las grandes nubes de polvo que levantaban los vehículos. Al llegar donde había estado la fábrica de municiones, algunos de nosotros fuimos destinados al patrullaje alrededor de grandes depósitos de municiones, que por una u otra razón no habían estallado. Otros recibieron la orden de combatir un fuego que se había extendido a los campos adyacentes. Al concluir esta última tarea se nos ordenó efectuar la búsqueda de cadáveres en la inmediata vecindad y en los alrededores. Hallamos y llevamos a una "morgue" improvisada una buena cantidad de ellos, y debo admitir con franqueza, que me sentí asombrado de ver que éstos eran de mujeres, en lugar de hombres, como habitualmente. En aquella época las mujeres no habían comenzado a llevar todavía los cabellos cortos como lo hicieron años más tarde en Europa y en América, y lo más perturbador, tal vez, debido a que no era a lo que estábamos acostumbrados, fue la presencia y, en ocasiones, la ausencia de cabellos largos. Recuerdo que después de haber buscado muertos completos comenzamos a recoger fragmentos. Muchos de éstos se hallaban alejados de las alambradas de púas que rodeaban la fábrica y por las partes todavía existentes, de las que hallamos muchas, lejos del perímetro de la fábrica, pudimos darnos cuenta cabal de la tremenda fuerza de la explosión.
A nuestro retorno a Milán, recuerdo que uno o dos de nosotros hablamos del caso y estuvimos de acuerdo en que la calidad de irrealidad y el hecho de que no hubiera heridos, había quitado al desastre mucho del horror que podría haber tenido. El agradable, aunque polvoriento retorno a través de la hermosa campiña lombarda también fue una compensación por la desagradable tarea cumplida. Y al volver, mientras cambiábamos impresiones, estuvimos de acuerdo en que había sido, en realidad, afortunado que el fuego -que había estallado justamente antes de que llegáramos- fuera dominado con tanta rapidez y antes de que alcanzara los grandes montones de municiones que no habían estallado. Estuvimos también de acuerdo en que el recoger los fragmentos era una tarea extraordinaria y que resultaba asombroso que el cuerpo humano volara en pedazos, no siguiendo las líneas anatómicas normales, sino tan caprichosamente como la fragmentación de una granada explosiva.
Un naturalista, para lograr exactitud en sus observaciones, debe restringir éstas a un período limitado. Tomaré, pues, en primer lugar, el que siguió a la ofensiva austríaca de junio de 1918, en Italia, como uno de aquellos en que los muertos se hallaron en mayor número. El ejército austríaco se había visto obligado a hacer una retirada forzosa y luego un avance para recuperar el terreno perdido, de modo que, después de la batalla, las posiciones eran casi las mismas, excepto por la presencia de los muertos.
Hasta que se entierran, los muertos cambian de aspecto cada día. El cambio de color en la raza caucásica es del blanco al amarillento, del amarillento al verde y de éste al negro. Si se deja lo bastante al calor, la carne comienza a parecerse al alquitrán de hulla, especialmente en las heridas desgarrantes, donde se hace visible con claridad la iridiscencia del alquitrán de hulla. El muerto se agranda cada día que pasa hasta que, a veces, se hace demasiado grande para su uniforme, llenándolo hasta que éste parece estar lo suficientemente ajustado para estallar. Los miembros pueden aumentar en toda su periferia hasta un tamaño increíble y las cabezas llegan a estar tan tensas y redondeadas como los globos aerostáticos. Lo que más sorprende, luego de su progresiva corpulencia, es la cantidad de papeles que se encuentran diseminados alrededor de los muertos. Su posición final, antes de ser enterrados, depende en gran parte de la colocación de los bolsillos de sus uniformes. En el ejército austríaco, esos bolsillos se encuentran en la parte posterior de los breeches y, a poco, todos yacen, en consecuencia, boca abajo y con los fondillos de los bolsillos vueltos del revés y todos los papeles que tenían en los bolsillos diseminados en la hierba, a su alrededor. El calor, las moscas, las posiciones de los cuerpos en el campo de batalla y la cantidad de papel diseminada a su alrededor, son impresiones que se retienen.»
[El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés, 1965. Depósito legal: B. 26.458-1965.]
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