Smita
«Badlapur, Uttar Pradesh, India.
Smita se despierta con una sensación extraña, una urgencia tierna, una mariposa en el estómago desconocida para ella. Hoy es un día que recordará toda su vida. Hoy su hija empieza la escuela.
Smita nunca ha pisado una. Allí, en Badlapur, la gente como ella no va a la escuela. Smita es una dalit, una intocable. Una "hija de Dios", en palabras de Gandhi. Alguien al margen de las castas, al margen del sistema, al margen de todo. Un grupo aparte, considerado demasiado impuro para relacionarse con los demás, escoria inmunda a la que hay que apartar, como se aparta el grano de la paja. Se cuentan por millones quienes, como Smita, viven fuera de las poblaciones y de la sociedad, en la periferia de la humanidad.
Todas las mañanas el mismo ritual, como un disco rayado que repite hasta el infinito una música infernal: Smita se despierta en la choza que le sirve de hogar, junto a los campos cultivados por los jats. Se lava la cara y los pies con el agua que sacó la tarde anterior del pozo que les está reservado. El otro, el de las castas superiores, no se plantea ni tocarlo, aunque esté cerca y sea más accesible. Algunos han muerto por menos que eso. Se viste, peina a Lalita y le da un beso a Nagarajan. Luego, coge el cesto de juncos trenzados, el mismo que usaba su madre antes que ella y que le revuelve el estómago sólo con verlo, un cesto con un olor persistente, acre e imborrable, que Smita lleva todo el día como quien carga una cruz o un lastre vergonzoso. Ese cesto es su calvario. Una maldición. Un castigo. Tiene que expiar algo, pagar por algo que debió hacer en una vida anterior. Después de todo, como decía su madre, esta vida no tiene más importancia que las anteriores, ni que las siguientes, sólo es una vida más. Es así, es la suya.
Es su dharma, su deber, su lugar en el mundo. Un oficio que se transmite de madre a hija desde hace generaciones: scavenger, una palabra que en inglés designa a aquéllos que hurgan en los desechos. Un nombre aséptico para una realidad que no lo es en absoluto. No hay palabras para describir lo que hace Smita. Se pasa el día recogiendo la mierda de los demás con las manos desnudas. Cuando su madre la hizo acompañarla por primera vez, ella tenía seis años, los mismos que Lalita ahora. Fíjate y luego lo haces tú. Smilta recuerda el olor, que la asaltó con la misma violencia que un enjambre de avispas, un olor insoportable, inhumano. Vomitó al borde del camino. Ya te acostumbrarás, le dijo su madre. Mentira. Una no se acostumbra. Smita aprendió a aguantar la respiración, a vivir en apnea. Hay que respirar, le dijo el médico del pueblo, mire cómo tose. Hay que comer. Smita perdió el apetito hace mucho tiempo. Ya no se acuerda de lo que es tener hambre. Come poco, lo estrictamente necesario, el puñado diario de arroz hervido que le impone a su cuerpo reacio.
Y eso que el gobierno prometió inodoros para la región. Pero por desgracia allí no han llegado. Como en tantos otros sitios, en Badlapur se defeca al aire libre. El suelo está sembrado de excrementos; los arroyos, los ríos y los campos, contaminados por toneladas de heces. Las enfermedades se propagan por ellos como una chispa en un reguero de pólvora. Los políticos lo saben: antes que reformas, antes que igualdad social, antes incluso que trabajo, lo que pide el pueblo son retretes. El derecho a defecar con dignidad. En los pueblos, las mujeres se ven obligadas a esperar la caída de la noche para ir al campo, arriesgándose a agresiones de todo tipo. Los más afortunados se han hecho un sitio en el patio o dentro de casa, un simple agujero en el suelo al que llaman púdicamente "retrete seco", las letrinas que las mujeres dalit van a vaciar a diario con las manos desnudas. Mujeres como Smita.
Su ronda empieza hacia las siete de la mañana. Smita coge el cesto y la escobilla de juncos. No puede perder el tiempo, sabe que tiene que vaciar veinte casas todos los días. Camina por el arcén de la carretera con la mirada baja y la cara oculta tras un pañuelo. En algunos pueblos, los dalit tienen que identificarse llevando una pluma de cuervo. En otros están obligados a caminar descalzos: todos conocen la historia del intocable al que lapidaron por el simple hecho de calzarse unas sandalias. Smita entra en las casas por la puerta de atrás, que le está reservada; no debe encontrarse con sus moradores y menos aún hablarles. Además de intocable, ha de ser invisible. Por todo salario le dan las sobras de la comida y, en ocasiones, ropa vieja que le arrojan al suelo. Nada de tocar, nada de mirar.
A veces no le dan absolutamente nada. hay una familia jat de la que hace meses que no recibe nada. Smita quiso dejar de ir. Una noche se lo dijo a Nagarajan: no volvería, que se limpiaran la mierda ellos mismos. Pero Nagarajan se asustó. No tienen tierra propia; si Smita dejaba de ir, los echarían. Los jat irían y les quemarían la choza. Smita sabe de lo que son capaces. "Te cortaremos las piernas", le dijeron a otro intocable. El hombre apareció en el campo de al lado, descuartizado y quemado con ácido.
Sí, Smita sabe de lo que son capaces los jat.
Así que, al día siguiente, volvió.
Pero esta mañana no es una más. Smita ha tomado una decisión que se le impuso como una evidencia: su hija iría a la escuela. Le costó convencer a Nagarajan. ¿Para qué?, le preguntó él. Puede que aprenda a leer y escribir, pero aquí nadie le dará trabajo. Si naces para limpiar letrinas, seguirás haciéndolo hasta que te mueras. Es una herencia, un círculo del que nadie puede escapar. Un karma.
Smita no se rindió. Volvió a la carga al día siguiente y al otro, y al otro. Se niega a llevarse a Lalita con ella a hacer la ronda. No le enseñará a vaciar letrinas, no verá a su hija vomitando en la cuneta, como su madre la vio a ella. No, se niega. Lalita tiene que ir a la escuela. Ante su firmeza, Nagarajan acaba cediendo. Conoce a su mujer: tiene una voluntad de hierro. La morena y menuda dalit con la que se casó hace diez años es más fuerte que él, y Nagarajan lo sabe. Así que acaba cediendo. Está bien. Irá a la escuela del pueblo y hablará con el brahmán.
Ante su victoria, Smita sonrió para sí misma. Cuánto le habría gustado que su madre luchara por ella, cruzar la puerta de la escuela, sentarse con los demás niños... Aprender a leer y a contar. Pero no pudo ser, su padre no era un hombre bueno, como Nagarajan, sino uno iracundo y violento. Golpeaba a su mujer, como hacen todos allí. "Una mujer -solía decirle-, no es la igual de su marido: le pertenece." Es su propiedad, su esclava. Tiene que someterse a su voluntad. Indudablemente su padre habría salvado a su vaca antes que a su mujer.
Pero ella tiene suerte. Nagarajan nunca le ha pegado ni insultado. Cuando nació Lalita, incluso aceptó quedársela. No muy lejos de allí matan a las recién nacidas. En los pueblos del Rajastán las entierran vivas en una caja, bajo la arena, nada más nacer. Las niñas tardan una noche en morir.
Allí no. Smita mira a Lalita, que está de cuclillas en el suelo de tierra batida, peinando a su única muñeca. Su hija es hermosa. Tiene los rasgos delicados y el pelo largo hasta la cintura. Smita se lo desenreda y se lo trenza todas las mañanas.
Mi hija sabrá leer y escribir, se dice, y la idea la llena de alegría.
Sí, ése es un día que recordará toda su vida.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Salamandra, 2017, en traducción de José Antonio Soriano Marco. ISBN: 978-84-9838-880-0.]
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