Primera parte: 21, 22 y 23 de abril
V.- ¡Ese animal!
«El secretario del Presidente oía al doctor
Barreño.
—Yo le diré, señor secretario, que tengo diez
años de ir diariamente a un cuartel como cirujano militar. Yo le diré que he
sido víctima de un atropello incalificable, que he sido arrestado, arresto que
se debió a..., yo le diré, lo siguiente: en el Hospital Militar se presentó una
enfermedad extraña; día a día morían diez y doce individuos por la mañana, diez
y doce individuos por la tarde, diez y doce individuos por la
noche. Yo le diré que el Jefe de Sanidad Militar me comisionó para que en
compañía de otros colegas pasáramos a estudiar el caso e informáramos a qué se
debía la muerte de individuos que la víspera entraban al hospital buenos o casi
buenos. Yo le diré que después de cinco autopsias logré establecer que esos infelices
morían de una perforación en el estómago del tamaño de un real, producida por
un agente extraño que yo desconocía y que resultó ser el sulfato de soda que
les daban de purgante, sulfato de soda comprado en las fábricas de agua gaseosa
y de mala calidad, por consiguiente. Yo le diré que mis colegas médicos no
opinaron como yo y que, sin duda por eso, no fueron arrestados; para ellos se
trataba de una enfermedad nueva que había que estudiar. Yo le diré que han
muerto ciento cuarenta soldados y que aún quedan dos barriles de sulfato. Yo le
diré que por robarse algunos pesos, el Jefe de Sanidad Militar sacrificó ciento
cuarenta hombres, y los que seguirán... Yo le diré...
—¡Doctor Luis Barreño! —gritó a la puerta de
la secretaría un ayudante presidencial.
—... yo le diré, señor secretario, lo que él
me diga.
El secretario acompañó al doctor Barreño unos
pasos. A fuer de humanitaria interesaba la jerigonza de su crónica escalonada,
monótona, gris, de acuerdo con su cabeza canosa y su cara de bistec seco de
hombre de ciencia.
El Presidente de la República le recibió en
pie, la cabeza levantada, un brazo suelto naturalmente y el otro a la
espalda, y, sin darle tiempo a que lo saludara, le cantó:
—Yo le diré, don Luis, ¡y eso sí!, que no
estoy dispuesto a que por chismes de mediquetes se menoscabe el crédito de mi
gobierno en lo más mínimo. ¡Deberían saberlo mis enemigos para no descuidarse,
porque a la primera, les boto la cabeza! ¡Retírese! ¡Salga!..., y ¡llame a ese
animal!
De espaldas a la puerta, el sombrero en la
mano y una arruga trágica en la frente, pálido como el día en que
lo han de enterrar, salió el doctor Barreño.
—¡Perdido, señor secretario, estoy perdido!...
Todo lo que oí fue: "¡Retírese, salga, llame a ese animal!..."
—¡Yo soy ese animal!
De una mesa
esquinada se levantó un escribiente, dijo así, y pasó a la sala presidencial
por la puerta que acababa de cerrar el doctor Barreño.
—¡Creía que me pegaba!... ¡Viera visto...,
viera visto! —hilvanó el médico enjugándose el sudor que le corría por la cara—.
¡Viera visto! Pero le estoy quitando su tiempo, señor secretario, y usted está
muy ocupado. Me voy, ¿oye? Y muchas gracias...
—Adiós, doctorcito. De nada. Que le vaya bien.
El secretario concluía el despacho que el
Señor Presidente firmaría dentro de unos momentos. La ciudad apuraba la
naranjada del crepúsculo vestida de lindos celajes de tarlatana con estrellas
en la cabeza como ángel de loa. De los campanarios luminosos caía en las calles
el salvavidas del Ave María.
Barreño entró en su casa que pedazos se hacía.
¡Quién quita una puñalada trapera! Cerró la puerta mirando a los tejados, por
donde una mano criminal podía bajar a estrangularlo, y se refugió en su cuarto
detrás de un ropero.
Los levitones pendían solemnes, como ahorcados
que se conservan en naftalina, y bajo su signo de muerte recordó Barreño el
asesinato de su padre, acaecido de noche en un camino, solo, hace muchos años.
[…]
—¡Luis!... ¡Luis!...
Del ropero se descolgó un levitón como ave de
rapiña.
—¡Luis!
Barreño saltó y se puso a hojear un libro a
dos pasos de su biblioteca. ¡El susto que se habría llevado su mujer si lo
encuentra en el ropero!...
—¡Ya ni gracia tienes! ¡Te vas a matar
estudiando o te vas a volver loco! ¡Acuérdate que siempre te lo digo! No
quieres entender que para ser algo en esta vida se necesita más labia que
saber. ¿Qué ganas con estudiar? ¿Qué ganas con estudiar? ¡Nada! ¡Dijera yo un
par de calcetines, pero qué...! ¡No faltaba más! ¡No faltaba más!...
La luz y la voz de su esposa le devolvieron la
tranquilidad.
—¡No faltaba más! Estudiar..., estudiar...
¿Para qué? Para que después de muerto te digan que eras sabio, como se lo dicen
a todo el mundo... ¡Bah!... Que estudien los empíricos; tú no tienes necesidad,
que para eso sirve el título, para saber sin estudiar... ¡Y... no me hagas caras!
En lugar de biblioteca deberías tener clientela. Si por cada librote inútil de
ésos tuvieras un enfermo, estaríamos mejor de salud nosotros aquí en la casa.
Yo, por mí, quisiera ver tu clínica llena, oír sonar el teléfono a todas horas,
verte en consultas... En fin, que llegaras a ser algo...
—Tú le llamas ser algo a...
—Pues entonces... algo efectivo... Y para eso
no me digas que se necesita botar las pestañas sobre los libros, como tú lo
haces. Ya quisieran saber los otros médicos la mitad de lo que tú sabes. Basta
con hacerse de buenas cuñas y de nombre. El médico del Señor Presidente por aquí...
El médico del Señor Presidente por allá... Y eso sí, ya ves; eso sí ya es ser
algo...
—Puesss... —y Barreño detuvo el pues entre los
labios salvando una pequeña fuga de memoria—... esss, hija, pierde las
esperanzas; te caerías de espaldas si te contara que vengo de ver al
Presidente. Sí, de ver al Presidente.
—¡Ah, caramba!, ¿y qué te dijo, cómo te
recibió?
—Mal. Botar la cabeza fue todo lo que le oí
decir. Tuve miedo y lo peor es que no encontraba la puerta para salir.
—¿Un regaño? ¡Bueno, no es al primero ni al
último que regaña; a otros les pega! —y tras una prolongada pausa, agregó—: A
ti lo que siempre te ha perdido es el miedo...
—Pero, mujer, dame uno que sea valiente con
una fiera.
—No, hombre, si no me refiero a eso; hablo de
la cirugía, ya que puedes llegar a ser médico del Presidente. Para eso lo que
urge es que pierdas el miedo. Pero para ser cirujano lo que se necesita es valor.
Créemelo. Valor y decisión para meter el cuchillo. Una costurera que no
echa a perder tela no llegará a cortar bien un vestido nunca. Y un vestido,
bueno, un vestido vale algo. Los médicos, en cambio, pueden ensayar en el
hospital con los indios. Y lo del Presidente, no hagas caso. ¡Ven a comer! El
hombre debe estar para que lo chamarreen con ese asesinato horrible del Portal
del Señor.
—¡Mira, calla!, no suceda aquí lo que no ha
sucedido nunca; que yo te dé una bofetada.»
[El texto pertenece a la edición en español de Unidad Editorial, 1999. ISBN: 84-8130-135-3.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: