Champán
«¿Qué tienen en común Lev Tolstói y Paris Hilton? Un líquido espumoso que Morand define como "el filtro de Dios" y que lleva la existencia a una dimensión festiva. "Elevo el cáliz de fino talle, paladeo sorbo a sorbo", escribe Virginia Woolf. "Al beber no puedo evitar sobresaltarme: he ahí los aromas, la luz, el calor, todo ello destilado en un líquido amarillo, ardiente... Es el éxtasis, la liberación." Pero también puede ser la inspiración. "El músico concienzudo" prescribe E.T.A. Hoffmann, "debe servirse del champán para componer una ópera cómica. Encontrará en él la alegría espumeante y ligera que el género requiere."
Se adapta a cualquier ocasión. Napoleón decía: "No puedo vivir sin champán. Si venzo, me lo merezco; si pierdo, lo necesito". El champán se adapta a las exigencias de los soberanos. Roederer creó para el zar Alejandro II unas botellas con el fondo plano para evitar que los terroristas escondieran explosivos en ellas. El champán es patriótico. "De este fresco vino", bromeaba Voltaire, "la espuma burbujeante es de nosotros, los franceses, la imagen brillante." En 1939, Simenon reaccionó ante la noticia de la declaración de guerra ordenando una botella de champán: "¡Ésta, al menos, no se la beberán los alemanes!" Lo que no le impidió a Jünger saborearlo sentado en la terraza de un café con el estruendo de las bombas como telón de fondo. "Delante del champán francés se detiene mi patriotismo", admitió Bismarck.
Disfrutar de él sin emborracharse es una prueba de valor. En Moscú, Marinetti tuvo que demostrar a los futuristas rusos que también en lo de beber los italianos podían sobresalir, y vació como si tal cosa, una después de otra, cuatro botellas. Proust se limitaba a mojarse los labios, después de haber pedido para los amigos las marcas más caras. Pero en la "cena de los genios" de 1922, mientras Stravinski y Proust seguían sobrios, Picasso bebió hasta derrumbarse sobre la mesa, mientras Joyce se pimplaba en silencio su champán y eructaba ruidosamente.
No hace falta recordar que es el vino del amor. En Londres, Stendhal, impresionado por la pobreza de dos prostitutas inglesas adolescentes, les llevó unas botellas de champán. "Las pobrecillas quedaron aturdidas. Me atrevería a decir que era la primera vez que tenían ante sí una botella intacta de champán." Proust pedía una botella de Veuve Clicquot para charlar mejor con los prostitutos de una casa de citas homosexual. "Hay vinos que mejoran cuando los beben dos bocas al unísono; el champán, por ejemplo", declara un personaje de Pavese. Cuando la espuma descendía por sus dedos, mojándole los anillos, Emma Bovary estallaba en una risotada libertina. Inolvidable Marilyn Monroe cuando en La tentación vive arriba seduce a un hombre casado mojando las patatas fritas en el champán y exclamando: "C'est fou!"
"Es el único vino que consigo beber en las comidas: es más, es la única bebida que reconozco", confesaba D'Annunzio, que había sido abstemio hasta que un médico le prescribió una copa al día como antidepresivo. En las correrías de Maupassant lejos de la costa de Cannes, el champán se ofrecía como remedio infalible contra el mareo. Incluso en la cárcel, Wilde recordaba la efervescencia del Perrier-Jouët. Hemingway sostenía que se podía beber Dom Pérignon a voluntad porque no era una bebida alcohólica. Y, sin embargo, una dosis excesiva de champán había empujado a Isadora Duncan a arrojarse al mar, aunque había sido salvada a tiempo.
La legendaria bebida ha sido siempre un signo de superioridad social. "Pidió una botella de champán, lo que le llevó a la conclusión de que era definitivamente un caballero", escribe Somerset Maugham. En los colleges exclusivos, destaca Waugh, se aprenden nociones indispensables como la de acompañar el champán con fresas. Pero, observa Gómez de la Serna, "lo más aristocrático que tiene la botella de champán es que no consiente que se le vuelva a poner el tapón". Beberlo es un rito. En plena África, Denys Finch Hatton, el legendario amante de Karen Blixen, se negaba a usar vasos normales y exigía copas de cristal. En la mochila de Chatwin no faltaban nunca los célebres cuadernos de notas y, según se rumoreaba, tampoco una botella de Krug.
Por lo general, se bebe por la noche y, como dice De Amicis, "la primera copa de champán nos tiñe de color dorado todos los recuerdos de la jornada".
Pero Paolina Borghese prefería inaugurar el día con una copa. Un ejemplo que seguían Churchill y Hemingway; lo iniciaban con champán frappé. Cada uno tenía su marca preferida. Churchill era un gran consumidor de Pol Roger, que a su muerte adoptó luctuosas etiquetas negras. Capote era devoto del Cristal Roederer; Chesterton, del Pommery.
Son pocos los personajes que, como madame Bovary, meten el guante en la copa para dar a entender que ya han bebido bastante. Los héroes de Hemingway abusan de Perrier-Joüet y de Mumm. El agente 007 vacía a conciencia cálices de Taittinger y de Veuve Clicquot.
Por otra parte, contrasta Wilde, "sólo quien carece de fantasía no encuentra una buena razón para beber champán".
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Deporte
Por lo general, la actitud de los escritores con respecto al deporte está teñida de desconfianza.
Hay que esperar a Byron para encontrar una verdadera vocación deportiva. Gran caballero, el tenebroso poeta era un hábil pugilista y un extraordinario nadador, célebre por haber atravesado a nado el estrecho de los Dardanelos. El gigantesco Dumas nadaba de manera incansable y cazaba con pasión. Stendhal cabalgaba mal, pero disparaba con satisfacción contra las bandadas de pájaros cerca de Civitavecchia. Armado con un pesado bastón, el historiador Michelet hizo un gran recorrido por los Alpes suizos. Maupassant estaba orgulloso de su resistencia en el piragüismo.
Pese a su afectada languidez, Wilde, en Oxford, había repelido con facilidad a puñetazo limpio el asalto de un grupo de estudiantes borrachos. Shaw, en cambio, proclamaba: "El único deporte que he practicado es la caminata, siguiendo el cortejo fúnebre de mis amigos deportistas".
En el siglo XX, muchos autores se ven tentados por la figura del aventurero y tratan de liquidar la herencia sedentaria del XIX poniéndose a prueba.
D'Annunzio nada, cabalga con estilo, participa con chaqueta roja en la cacería del zorro. Los futuristas, por supuesto, flirtean con el deporte, pero cuando en 1909 Marinetti se dispone a enfrentarse en un duelo, siente que está en baja forma y se pregunta: "¿Una mano acostumbrada a sostener la pluma no debería, acaso, cansarse de mantener la espada recta?"
Fitzgerald lamenta toda su vida no haber sido un atleta vencedor en Yale. Montherlant se siente atraído por los deportistas. Juega al rugby y al fútbol y lleva con orgullo una cicatriz de once centímetros: la cornada de un toro. Hemingway venera el deporte. Pesca, nada, caza. Le gusta medirse en el ring, aunque reacciona de mala manera cuando es vencido por K.O.
En los años de entreguerras son muchos, en la derecha y en la izquierda, los que perciben la analogía entre el deporte y la guerra.
El visionario Orwell no albergaba ninguna duda: "Practicado con seriedad, el deporte no tiene nada que ver con el juego limpio. Rebosa de envidia, bestialidad, desprecio por las reglas, placer sádico y violencia. En otras palabras, es la guerra sin armas". Giradoux, autor de un ensayo específico, El deporte, resume: el deporte consiste en delegar en el cuerpo alguna de las virtudes más vigorosas del alma.
Como a Drieu La Rochelle, a Morand le gusta el deporte, le gusta adquirir dominio físico, superarse. Practica muchos, pero prefiere la equitación. Su novela Milady, dedicada a un caballo, es uno de los mejores textos de equitación del siglo XX.
A los ochenta años, Morand hace cada día una hora de gimnasia y monta con regularidad. En Irlanda, se adentra en alta mar en pesqueros y hace que lo aten para no caer al agua mientras pesca el salmón. Como decía su amigo Giradoux, "la vida deportiva es una vida heroica en balde".»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Periférica, 2015, en traducción de Francisco de Julio Carrobles. ISBN: 978-84-16291-15--1.]
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