domingo, 30 de septiembre de 2018

Dame tu corazón.- Joyce Carol Oates (1938)


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Dame tu corazón

«Querido doctor K:
 ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿A que sí? Veintitrés años, nueve meses  y once días.
 Desde la última vez que nos vimos. Desde la última vez que me viste, tal como vine al mundo, sobre tus rodillas desnudas.
 ¡Doctor K.! No pretendo que este saludo formal sea un halago, ni mucho menos una burla; por favor, compréndelo. No te escribo después de tantos años para pedirte un favor poco razonable (confío) ni para exigir nada, sólo para preguntarte si, en tu opinión, debería cumplir con el trámite y tomarme la molestia de cursar la solicitud para convertirme en la afortunada receptora de tu órgano más preciado, tu corazón; si después de tantos años puedo aspirar a cobrarme lo que me corresponde.
 Me he enterado de que tú, el prestigioso doctor K., eres de los que han tenido la generosidad de firmar un "testamento vital" para donar tus órganos a quienes los necesiten. Nada de cosas anticuadas y egoístas como un funeral y un entierro en el cementerio para ti, ni siquiera una incineración. ¡Bien hecho, doctor K.! Pero yo sólo quiero tu corazón, no tus riñones, tu hígado o tus ojos. A ésos pienso renunciar en beneficio de otros que los necesiten más que yo.
 Por supuesto, mi intención es presentar mi solicitud como lo hacen otros en casos médicos similares al mío. Ni si me ocurriría esperar cualquier tipo de favoritismo por mi parte. La petición propiamente dicha se haría a través de mi cardiólogo. "Mujer de raza blanca, de mediana edad, bien conservada, atractiva, inteligente, optimista, pero con una cardiopatía; aparte de eso, goza de perfecta salud." No se haría mención alguna de nuestra antigua relación, por mi parte al menos. Aunque tú, mi querido doctor K., como un posible donante de corazón, sí podrías indicar tu preferencia, digo yo.
 Todo eso, sin duda, saldrá a la luz cuando mueras, doctor K. ¡Por supuesto! Ni un segundo antes.
 (Sospecho que no eres consciente de que tu sino es morir pronto, ¿no? De que te queda menos de un año. De que tendrás un accidente "trágico" e "insólito", tal como lo describirán. De que supondrá un final "irónico" y "espantoso hasta lo indescriptible" para una "carrera brillante". Todo eso no lo sabes, ¿no? Siento no poder ser más específica con respecto a la fecha, el lugar, los medios; ni siquiera sobre si morirás solo o con uno o dos miembros de tu familia. Pero he aquí, precisamente, la verdadera naturaleza de un accidente, doctor K. Es una sorpresa.) 
 ¡No pongas esa cara de pocos amigos, doctor K.! Todavía eres un hombre apuesto, y todavía presumido, pese al cabello canoso y cada vez más escaso que, al igual que otros hombres presumidos que pierden el pelo, te has aficionado a peinarlo de lado sobre tu reluciente calva, imaginando que, si tú no eres capaz de advertir semejante ardid en el espejo, los demás tampoco. Pero yo sí lo veo.
 Tus dedos torpes se desplazarán ahora hasta la última página de esta carta para ver mi firma -"Ángel"- y de repente te verás obligado a recordar..., con una punzada de culpa.
 ¡Es ella! ¿Sigue... viva?
 ¡Pues sí, doctor K.! Más viva que nunca.
 Como es natural, habrás llegado a imaginar que había desaparecido, que había dejado de existir, puesto que dejaste de pensar en mí hace tantísimo tiempo.
 Estás asustado. Tu corazón, ese órgano culpable, ha empezado a latir con fuerza. Desde una ventana del primer piso de tu casa, en Richmond Street (victoriana y meticulosamente restaurada con tejas gris pálido y molduras azul marino, "pintoresca" y "señorial" entre otras de su mismo estilo en el viejo y exclusivo barrio residencial al este del Seminario Teológico), observas con inquietud..., ¿qué?
 No me miras a mí, obviamente. Yo no estoy ahí.
 En todo caso, no estoy donde puedas verme.
 ¡Y sin embargo, el cielo encapotado y mortecino parece palpitar con siniestra intensidad! Como un gran ojo que te mirase fijamente.
 ¡No pretendo hacerte daño, doctor K.! De verdad que no. Esta carta no supone una reclamación de tu (póstumo) corazón, ni siquiera una "amenaza verbal". Si decides cometer la estupidez de mostrársela a la policía, te asegurarán que es inofensiva, que no es ilegal, que es una mera demanda de información; ¿debería yo, "el amor de tu vida",  a quien no has visto en veintitrés años, cursar la solicitud para ser la receptora de tu corazón? ¿Qué posibilidades tiene Ángel?
 Yo sólo quiero que me den lo que es mío, lo que se me prometió hace tantísimo tiempo. ¡Yo sí he sido fiel a nuestro amor, doctor K.!
 Sueltas una risotada áspera, incrédula. ¿Cómo vas a responder a este Ángel, si no ha incluido apellido ni dirección? Vas a tener que buscarme. Para salvarte, búscame.
 Estrujas esta carta con la mano, la arrojas al suelo.
 Te alejas trastabillando, con la intención de dejarla ahí tirada, pero es obvio que no puedes dejar las hojas estrujadas de mi carta manuscrita en el suelo de... -¿se trata de tu estudio?, ¿en el primer piso de la vieja y señorial casa victoriana en el 119 de Richmond Street?-, donde alguien podría encontrarlas, recogerlas y ponerse a leer lo que tú no querrías que leyera ninguna otra persona, sobre todo alguien "cercano" a ti. (Como si nuestras familias, en especial los parientes de nuestra misma sangre, estuvieran tan "cerca" de nosotros como en la auténtica intimidad del amor erótico). Así que, como es natural, regresas; con dedos temblorosos, recoges las hojas desparramadas, las alisas y continúas leyendo.
 ¡Mi querido doctor K.! Por favor, compréndelo, no siento rencor, no abrigo obsesiones. Yo no soy así. Tengo mi propia vida y hasta he tenido una carrera (con moderado éxito). Soy una mujer normal, de mi tiempo y de mi entorno. Soy como la exquisita araña negra y plateada con cabeza de diamante, la llamada "araña feliz", la única subespecie de arácnidos que, según se dice, posee la particularidad de tejer telarañas medio improvisadas, tanto de forma circular como de embudo, y de errar por el mundo a su antojo, pues se siente como en casa, ya sea en la hierba mojada como en los interiores secos, oscuros y protegidos que son obra de la mano del hombre; que disfruta de libre albedrío (relativo) dentro de las inevitables limitaciones de la conducta de los arácnidos; con una mordedura muy venenosa, a veces letal para los seres humanos, sobre todo para los niños.
 Como la cabeza de diamante, tengo muchos ojos. Como la cabeza de diamante puedo parecer "feliz", "dichosa" y "exultante" a la mirada de los demás. Pues ése es mi papel, mi interpretación.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Gatopardo Ediciones, 2017, en traducción de Patricia Antón. ISBN: 978-84-945100-6-9.]

sábado, 29 de septiembre de 2018

Disertación sobre los primeros principios del gobierno.- Thomas Paine (1737-1809)


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«Es necesario en todo tiempo, y muy en particular durante el progreso de una revolución, y hasta que las ideas se confirman por el hábito, que refresquemos frecuentemente nuestro patriotismo acudiendo a los primeros principios. Situando a las cosas en sus orígenes, aprenderemos a comprenderlas y teniendo siempre a la vista su origen y evolución, nunca las olvidaremos.
 Una investigación sobre el origen de los derechos nos demostrará que los derechos no son regalos de un hombre a otro, ni de una clase de hombres a otra; porque ¿quién podría ser el primero en otorgarlos o en virtud de qué principio o autoridad podría poseer el derecho de concederlos?
 Una declaración de derechos no es una creación o donación de ellos. Es un manifiesto del principio por el cual existen, seguida de una relación de cuáles son, porque todo derecho civil tiene un derecho natural como fundamento, el principio de garantía recíproca de aquellos derechos de un hombre a otro. Como, por consiguiente, es imposible descubrir cualquier otro origen de los derechos que no sea el origen del hombre, se sigue en consecuencia que los derechos pertenecen al hombre por derecho de su existencia solamente y que deben ser, por tanto, iguales en todo hombre.
 El principio de igualdad de derechos es claro y simple. Cualquier hombre puede entenderlo; y es comprendiendo sus derechos como aprende sus deberes; porque, donde los derechos de los hombres son iguales, todos deben finalmente ver la necesidad de proteger los derechos de los otros como la protección más segura de los propios.
 Pero si en la formación de una Constitución nos apartamos del principio de la igualdad de derechos o intentamos alguna modificación de él, nos sumimos en un laberinto de dificultades del que no hay más manera de salir que la retirada. ¿Dónde hemos de detenernos? ¿O con qué principio descubriremos el punto para detenerse, que discriminará entre hombres de un mismo país, parte de los cuales será libre y el resto no?
 Si la propiedad se ha de tomar como criterio, es una total desviación de todo principio moral de libertad, porque es adjudicarle derechos a la mera materia y hacer del hombre un instrumento de la materia. Es, además, convertir la propiedad en una manzana de discordia y no sólo la incita sino que justifica la guerra contra ella; pues mantengo el principio de que, cuando la propiedad se emplea como instrumento para privar de los derechos a aquéllos a quienes sucedió no poseer propiedad alguna, se la emplea con un propósito ilegítimo, como se utilizarían las armas de fuego en semejante caso.
 En un estado de naturaleza todos los hombres son iguales en derechos, pero no son iguales en poder, los débiles no pueden protegerse contra el fuerte. Siendo esto así, la institución de la sociedad civil tiene como fin llevar a cabo una equiparación de poderes que será paralela y servirá de garantía a la igualdad de derechos. Las leyes de un país, cuando se constituyen propiamente, se aplican con este propósito.
 Todo hombre considera que el brazo de la ley para su protección es más eficaz que el suyo propio y, por consiguiente, todo hombre tiene un derecho igual en la formación del gobierno y de las leyes por las que se ha de gobernar y juzgar. En los grandes países y sociedades, como América y Francia, este derecho individual únicamente puede ser ejercido por delegación, esto es, por elección y representación; y es aquí de donde surge la institución del gobierno representativo.
 Hasta ahora únicamente me he preocupado de asuntos de principio. Primero, que el gobierno hereditario no tiene derecho a existir, que no puede establecerse sobre ningún principio de derecho y que es una violación de todo principio. Segundo, que el gobierno por elección y representación tiene su origen en los derechos naturales y eternos del hombre, pues ya sea el hombre su propio legislador, como sucedía en el estado de naturaleza, o ya ejerza su parte de soberanía legislativa en su propia persona, como en el caso de las pequeñas democracias donde todos se reúnen para la formación de las leyes que les han de gobernar, o ya la ejerza en la elección de las personas que lo representarán en la asamblea general de representantes, el origen del derecho es el mismo en todos los casos. La primera forma de gobierno, como antes se observó, es defectuosa en el poder; la segunda es solamente factible en democracias poco extensas; la tercera es la más alta escala sobre la que se puede instituir el gobierno humano.
 Junto a asuntos de principio están las cuestiones de opinión, y es necesario distinguir entre unos y otras. Que los derechos del hombre sean iguales no es una cuestión de opinión, sino de derecho y, por consiguiente, de principio; porque los hombres no poseen sus derechos como donaciones de unos a otros, sino por derecho propio. La sociedad es la guardiana pero no la que los da. Y como en las grandes sociedades, igual que América y Francia, el derecho del individuo en los asuntos de gobierno no puede ser ejercido sino por elección y representación, se sigue en consecuencia que el único sistema coherente con el principio, donde la democracia simple es impracticable, es el sistema representativo.
 Pero en cuanto a la parte orgánica, o la manea como las diversas partes del gobierno serán ordenadas y compuestas, se trata de un asunto de opinión. Es necesario que todas las partes se acomoden al principio de la igualdad de derechos; y, en la medida en que este principio sea religiosamente respetado, ningún error sustancial podrá tener lugar, ni puede error alguno permanecer por mucho tiempo en aquella parte perteneciente al ámbito de la opinión. 
 En todos los asuntos de opinión, el pacto social, o el principio por el cual la sociedad se mantiene unida, requiere que la mayoría de las opiniones se convierta en la regla para el todo y que la minoría le rinda obediencia práctica. Esto es perfectamente conforme con el principio de igualdad de derechos; pues, en primer lugar, todo hombre tiene derecho a dar una opinión, pero ningún hombre tiene el derecho a que su opinión gobierne al resto. En segundo lugar, no se supone que sea conocida de antemano sobre qué lado de la cuestión, si a favor o en contra, caerá la opinión de cualquier hombre. Puede ocurrirle estar en la mayoría sobre algunas cuestiones y en la minoría en otras, y por la misma regla que él espera obediencia en un caso, debe obedecer en otro.
 Todos los desórdenes que han surgido en Francia durante el desarrollo de la revolución ha tenido su origen no en el principio de la igualdad de derechos sino en la violación de ese principio. El principio de la igualdad de derechos ha sido repetidamente violado no por la mayoría, sino por la minoría; la minoría ha estado compuesta por hombres que poseían propiedades, así como por hombres sin ellas; la propiedad, por tanto, a pesar de la experiencia ya tenida, no es más un criterio de carácter que de derecho.
 Ocurrirá a veces que la minoría tenga razón y la mayoría esté equivocada, pero tan pronto como la experiencia pruebe que éste sea el caso, la minoría aumentará la mayoría y el error se enmendará por sí mismo gracias al pacífico ejercicio de la libertad de opinión y de la igualdad de derechos. Nada, consecuentemente, puede justificar una insurrección; ni nunca puede ser ésta necesaria donde los derechos son iguales y las opiniones son libres.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2014, en traducción de Ramón Soriano y Enrique Bocardo. ISBN: 978-84-309-6364-5.]

viernes, 28 de septiembre de 2018

Carta a un amigo japonés.- Jacques Derrida (1930-2004)


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La deconstrucción en filosofía

«Cuando elegí esta palabra, o cuando se me impuso -creo que fue en De la gramatología-, no pensaba yo que se le iba a reconocer un papel tan central en el discurso que por entonces me interesaba. [...]
 También hay que decir que la palabra era de uso poco frecuente, a menudo desconocido en Francia. Ha tenido que ser reconstruido en cierto modo, y su valor de uso ha quedado determinado por el discurso que se intentó en la época, en torno y a partir de De la gramatología. Este valor de uso es el que voy a tratar ahora de precisar y no cualquier sentido primitivo, cualquier etimología al amparo o más allá de toda estrategia contextual.
 Dos palabras más, referentes al "contexto". El "estructuralismo" dominaba por aquel entonces. "Deconstrucción" parecía ir en ese sentido, ya que la palabra significaba una cierta atención a las estructuras (que, por su parte, no son simplemente ideas, ni formas, ni síntesis, ni sistemas). Deconstruir era asimismo un gesto estructuralista, en cualquier caso, era un gesto que asumía una cierta necesidad de la problemática estructuralista. Pero era también un gesto antiestructuralista; y su éxito se debe, en parte, a este equívoco. Se trataba de deshacer, de descomponer, de desedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas, "logocéntricas", "fonocéntricas" -pues el estructuralismo estaba, por entonces, dominado por los modelos lingüísticos de la llamada lingüística estructural que se denominaba también saussuriana- socio-institucionales, políticos, culturales y, ante todo y sobre todo, filosóficos) [...].
 En cualquier caso, pese a las apariencias, la deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica [...]. No es un análisis, sobre todo porque el desmontaje de una estructura no es una regresión hacia el elemento simple, hacia un origen indescomponible. Estos valores, como el de análisis, son ellos mismos filosofemas sometidos a la deconstrucción. Tampoco es una crítica, en un sentido general o en un sentido kantiano. La instancia misma del krinein o de la krisis (decisión, elección, juicio, discernimiento) es, como lo es por otra parte todo el aparato de la crítica trascendental, uno de los "temas" o de los "objetos" esenciales de la deconstrucción.
 Lo mismo diré con respecto al método. La deconstrucción no es un método y no puede ser transformada en método. Sobre todo si se acentúan, en aquella palabra, la significación sumarial o técnica [...].
 No basta con decir que la deconstrucción no puede reducirse a una mera instrumentalidad metodológica, a un conjunto de reglas y de procedimientos transportables. No basta con decir que cada "acontecimiento" de deconstrucción resulta singular o, en todo caso, lo más cercano posible a algo así como un idioma y una firma. Es preciso, asimismo, señalar que la deconstrucción no es siquiera un acto o una operación. No sólo porque, en ese caso, habría en ella algo "pasivo" o algo "paciente" (más pasivo que la pasividad, diría Blanchot, que la pasividad tal como es contrapuesta a la actividad). No sólo porque no corresponde a un sujeto (individual o colectivo) que tomaría la iniciativa de ella y la aplicaría a un objeto, a un texto, a un tema, etc. La deconstrucción tiene lugar; es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye. El ello no es, aquí, una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica. Está en deconstrucción (Littré decía: "deconstruirse... perder su construcción"). Y en el "se" del "deconstruirse", que no es la reflexibilidad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma [...]    
 Para ser muy esquemático, diré que la dificultad de definir y, por consiguiente, también de traducir la palabra "deconstrucción" procede de que todos los predicados, todos los conceptos definitorios, todas las significaciones relativas al léxico e, incluso, todas las significaciones sintácticas que, por un momento, parecen prestarse a esa definición y a esa traducción son asimismo deconstruidos o deconstruibles, directamente o no, etc. Y esto vale para la palabra, para la unidad misma de la palabra "deconstrucción", como para la de toda palabra. De la gramatología pone en cuestión la unidad "palabra" y todos los privilegios que, en general, se le reconocen, sobre todo bajo la forma nominal. Por consiguiente, sólo un discurso, o mejor, una escritura puede suplir esta incapacidad de la palabra para bastar a un "pensamiento". Toda frase del tipo "la deconstrucción es X" o "la deconstrucción no es X" carece a priori de toda pertinencia: digamos que es, por lo menos, falsa. [...] una de las bazas principales de lo que, en los textos, se denomina "deconstrucción" es, precisamente, la delimitación de lo ontológico y, para empezar, de ese indicativo presente de la tercera persona: S es P.
 La palabra "deconstrucción", al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un "contexto". Para mí, para lo que yo he tratado o trato todavía de escribir, dicha palabra no tiene interés más que dentro de un contexto en donde sustituye a y se deja determinar por tantas otras palabras, por ejemplo, "escritura", "huella", "différance", "suplemento", "himen", "fármaco", "margen", "encentadura", "parergon", etc. Por definición, la lista no puede cerrarse y eso que sólo he citado nombres; lo cual es insuficiente y meramente económico. De hecho, habría que haber citado frases y encadenamientos de frases que, a su vez, determinan, en algunos de mis textos, estos nombres [...].»
 
  [El fragmento pertenece a Anthropos. Revista de Documentación Científica de la Cultura, en traducción de C. de Peretti.]

jueves, 27 de septiembre de 2018

Filosofía para la vida y otras situaciones peligrosas.- Jules Evans (¿...?)


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9.-Diógenes y el arte de la anarquía

«Ante los solemnes pilares de St. Paul's Cathedral han brotado como setas tiendas de campaña de colores variopintos. Los hombres de negocios que acuden presurosos a la bolsa de Londres ignoran las pancartas que cubren las columnas de Paternoster Square: "Se acerca el principio", "Di que no a la usura", "Mata al policía que hay en tu cabeza", "Somos fantasía"... Por entre las tiendas se pasea, ruidoso, un hombre con una armadura medieval y una máscara de Guy Fawkes. Otro lleva una gran calavera de plástico y una pancarta donde pone: "Baila sobre la tumba del capitalismo". Hay también bastante gente disfrazada de zombi (es Halloween), que practica el baile espasmódico de los no muertos. Tenemos una tienda comedor, un "centro de tranquilidad", un cine improvisado y una "universidad de campaña", con su horario repleto de talleres diarios sobre los más variados temas, desde la meditación hasta la economía del bienestar. Se trata, huelga decirlo, del campamento Occupy London, u  #occupylsx, como lo llaman en Twitter: una de las múltiples ocupaciones anarquistas que aparecieron a finales de 2011 como un sarpullido en el rostro del capitalismo mundial. El desprecio inicial de los comentaristas de los grandes medios de comunicación se convirtió en sorpresa y, más tarde, en sincera confusión: "¿Quiénes son? ¿Qué quieren? ¿Cuáles son sus exigencias?"
 Es posible que los ocupantes no plantearan exigencias en todo el sentido de la palabra, sino que se exhibieran; que viviesen y llevasen a la práctica una visión alternativa de la sociedad en las calles de Nueva York, Londres, Bristol, Berlín, Oakland y otras urbes del planeta. Los campamentos eran una versión anarquista de esas exposiciones sobre lo último en diseño de casas. Exponían una forma de vida comunitaria que intentaba abolir el autoritarismo y fomentar la participación. "Ven a ver lo que es la verdadera democracia", ponía en una de las pancartas londinenses. Los ocupantes celebraban asambleas generales cada pocas horas en la escalinata de St. Paul: alguien tomaba el micrófono para manifestar un punto de vista; después la asamblea se dividía en grupos más pequeños y, tras debatir la idea, todos daban su opinión. Los ocupantes expresaban su sentir mediante un lenguaje de señales común: mostrar las dos palmas significaba aquiescencia, hacer una T quería decir que se tenía alguna aclaración técnica, y cruzar los puños era señal de que se bloqueaba la votación. Los ocupantes hacían ostentación de un sistema económico que no se basaba en la propiedad y en el capital, sino en lo compartido y la donación. Mostraban un estilo de vida basado en la imaginación, la sátira y el juego, más que en pasarse la vida mirando el reloj desde una mesa. Y también intentaban demostrar lo poco que hace falta para ser feliz: algo de suelo, una tienda, un saco de dormir y unos cuantos amigos. Si eso no son medidas de austeridad...

La historia de Kalle
 El movimiento Occupy empezó el 17 de septiembre de 2011, cuando Adbusters, un colectivo anarquista con base en Vancouver, llamó a ocupar con tiendas de campaña Wall Street, inspirándose en una ocupación algo anterior, la de la plaza Tahrir de El Cairo. Adbusters es una revista anticonsumista y un movimiento de protesta que pone en práctica las estrategias subversivas del culture jamming. Su fundador y alma es Kalle Lasn, que a sus setenta años no da muestras de ninguna fatiga en sus esfuerzos por derrocar el capitalismo. "Estamos al principio de una revolución cultural -me explicó-. Nuestro sistema actual es ecológicamente insostenible y psicológicamente corrosivo. Nos jode el planeta y el cerebro. Las grandes compañías se han apoderado de los sistemas de comunicación, que nos bombardean con mensajes consumistas. Al menos el 75 por ciento de la población está en un trance consumista. Les ha hecho un lavado completo de cerebro. Algún día la gente se despertará de golpe, después de que el Dow Jones haya bajado siete mil puntos y dirá: ¿Qué coño pasa? Verán derrumbarse a su alrededor la vida que conocían y tendrán que recoger los trozos y aprender a otra vez a vivir."
 A más de uno le sorprenderá que Kalle empezara a trabajar en el mundo de la publicidad. Hijo de inmigrantes estonios que huyeron de la Unión Soviética, pasó su infancia en un campamento alemán de deportados. Después se fue a vivir a Australia y Japón, donde trabajó en el sector publicitario durante los años sesenta. "En el sentido empresarial fue una etapa muy próspera -dice-. Me hice una idea de en qué consiste el sector publicitario y descubrí que era un negocio éticamente neutral, en el que a nadie le importaba demasiado vender cigarrillos, alcohol o Pepsi-Cola. Para ellos todo era un gran juego interesante, en el que no tenían importancia las repercusiones sociales." A continuación volvió a mudarse de país, esta vez a Canadá, donde participó en el naciente movimiento ecologista. En 1990, Kalle trabajaba en un grupo ecologista que denunciaba la tala de bosques y que quiso comprar un espacio televisivo para una campaña de anuncios. "Nos dijeron que no, que imposible. La industria forestal, que movía seis mil millones de dólares, sí podía, pero nosotros no. Todo lo que hemos hecho desde entonces surge de aquella indignación, de darse cuenta de que un bando sale por la tele y el otro no. Nosotros queremos tener voz y voto. Si no tiene voz y voto todo el mundo, la democracia no funciona de verdad."
 A principios de los años noventa, Kalle y sus amigos fundaron Adbusters en Vancouver. La revista, que alcanzó rápidamente una tirada de ciento veinte mil ejemplares en todo el mundo, publica artículos de autores como Matt Taibbi y Bill McKibben, junto a parodias de anuncios diseñadas por Kalle y otros refugiados del sector publicitario. En una de ellas, Joe Camel, la mascota de los cigarrillos Camel en los años noventa, recibía quimioterapia en una cama de hospital. Otro mostraba una botella fláccida de vodka con la leyenda: "Absolut Impotence". En otro, un modelo se miraba los calzoncillos Calvin Klein junto al eslogan "Obsession. Para hombres". "Estamos expuestos a diario a tantos mensajes que tratan de hacernos consumir... Cientos, o puede que miles. Lo que intentamos nosotros es hacer circular unos cuantos mensajes que digan lo contrario." Según Kalle, la idea de las falsas campañas de publicidad estaba tomada del movimiento situacionista de los años sesenta y setenta, que también quiso devaluar el capitalismo industrial a base de arte callejero, carteles y grafitis contraculturales. [...]
 En 1992, Adbusters puso en marcha el Día Mundial sin Compras, cuyos participantes se someten de forma voluntaria a veinticuatro horas de ayuno consumista.»
 
   [El fragmento pertenece a la edición en español de Random House Mondadori, 2013, en traducción de Jofre Homedes Beutnagel. ISBN: 978-84-253-4934-8.]

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Un hombre.- José María Gironella (1917-2003)


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XVI

«Los chicos inspeccionaron por turno la habitación. Vieron la guitarra y dos o tres retratos de una gran señora, que en el acto supusieron que debía ser su madre.
 La proposición que llevaban tenía por objeto la fundación de un Club.
 -Queremos formar el "Club de los Optimistas" -le dijeron- y venimos a ofrecerte la presidencia.
 Miguel captó sobradamente la ironía; no obstante, mostró gran calma y les contestó simplemente que él no podía aceptar, ni siquiera formar parte del Club, porque no era optimista por ningún lado.
 -¡Entonces formemos el Club de los pesimistas! -sugirió el portavoz de la Comisión.
 -En éste sí me alistaría -contestó Miguel-, siempre y cuando mis consocios fueran pesimistas de verdad.
 -¡A nosotros lo mismo nos da ser una cosa que otra! -opinó un tercero-. Por lo tanto, cuenta con nosotros.
 -¡No, no! -cortó Miguel con seriedad-. ¡En el mundo se es optimista o pesimista! ¡Se nace de un modo o de otro! Vosotros no podéis haber cambiado en un momento.
 -¿Por qué no fundamos, pues, el Club de los Irónicos? -propuso el portavoz, viendo que la cosa se ponía mal.
 -¡Uy, amigo...! -opinó Miguel, pasándose la mano por la sien-. Para ser irónico se necesita poseer un grado de inteligencia del que nosotros, por desgracia, carecemos. [...]
 Aquella noche estuvo pensando en la sugerencia de aquellos muchachos. ¿Por qué no fundar el Club de los Pesimistas? Naturalmente, no podía contar con ellos, pero sí con su amigo el protestante y con otros tres o cuatro condiscípulos a los que se veía un poco amargados.
 Maduró la idea; y un día de enero húmedo y gris, que invitaba desde luego a aceptar, reunió en su habitación a los seis candidatos y en un tono de absoluta seriedad les habló de lo que hacía al caso.
 Cuatro aceptaron en el acto, absorbidos de pies a cabeza por el tono empleado por Miguel; el quinto sugirió el peligro de terminar labrándose su propia infelicidad a fuerza de hablar de ella. Miguel le contestó que no se trataba de hablar de la infelicidad, sino de combatirla, por el sencillo procedimiento de aceptarla como un hecho puramente natural y biológico.
 Aquel juego de palabras le dejó al chico turulato. Entonces intervino el protestante, diciendo que él militaría en aquellas filas con entusiasmo, siempre y cuando viese en su misión una finalidad política.
 Miguel objetó que, por su parte, en cuanto extranjero que era, no podía de ningún modo hacer política en Irlanda; pero que consideraba que la mejor política de un aspirante a político como su amigo era formarse ideas propias y permanecer hasta los cincuenta años observando lo que ocurría a su alrededor.  
 Al cabo de dos horas de debate quedó constituido en Dublín el "Club de los Pesimistas", presidido por Miguel Serra, hijo de ampurdanés. Pensaron incluso en alquilar un local, pero luego decidieron reunirse en la habitación del presidente, pues tres de los candidatos no hubieran podido contribuir al pago del alquiler. 
 Durante una semana se reunieron a diario para redactar el Decálogo, que al final quedó aceptado en los siguientes términos:
 1º Punto: El rey del mundo es el dinero; sin embargo, los ricos se condenan.
 2º Punto: La vida carece de sentido, excepto para el hombre religioso, para el artista o para el hombre primitivo.
 3º Punto: Ni siquiera estas excepciones son enteramente válidas, pues el hombre religioso no aspira a ser feliz sino después de muerto, el artista sufre constantemente para crear y el hombre primitivo no está capacitado para comprender la situación de privilegio.
 4º Punto: Es grotesco reír, pues a nuestro lado el prójimo sufre y existen la enfermedad y la muerte.
 5º Punto: Los intelectuales son los seres más desgraciados del Universo, pues son los que más ardientemente desean ser Dios.
 6º Punto: El amor no es solución, pues cada sexo exige que el contrario le proporcione la felicidad; y se crea una pantanosa tierra de nadie.
 7º Punto: La bondad de la Naturaleza es un mito. El sol quema, el rayo mata, el mar daña los pulmones.
 8º Punto: El cuerpo del noventa por ciento de las mujeres es horrible.
 9º Punto: La satisfacción de los instintos conduce a la pena.
 10º Punto: Desesperarse es tonto, pues ninguna mejora se consigue, por lo cual lo que importa es ir viviendo.
 Repartieron mil ejemplares del Decálogo por toda la Universidad. En el reverso del papel figuraban las caricaturas de los seis miembros de la Junta, disfrazados de mendigos y con la mano en actitud de pedir limosna.
 Todo aquello distrajo a Miguel por espacio de un par de meses. Sin embargo, pronto se cansó pues en el Club no surgían ideas nuevas.
 Uno de los catedráticos lo llamó aparte y le dijo que aquellas octavillas eran francamente desagradables, preguntándole luego qué se proponía con ello. Miguel se encogió de hombros y le replicó que compadecía a quien en la vida se proponía algo. El catedrático lo miró con seriedad y se despidió con un gesto ambiguo.» 
 
 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1984. ISBN: 84-7530-711-6.]

martes, 25 de septiembre de 2018

Odisea.- Homero (c. VIII a.C.)


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Rapsodia XIII: Partida de Odiseo del país de los feacios y su llegada a Ítaca

«Y mientras los caudillos y príncipes del pueblo feacio oraban al soberano Poseidón, permaneciendo de pie en torno a su altar, Odiseo despertó de su sueño en la tierra patria, de la cual había estado ausente mucho tiempo, y no pudo reconocerla porque una diosa -Palas Atenea, hija de Zeus- le cercó de una nube con el fin de hacerle incognoscible y enterarle de todo: no fuese que su esposa, los ciudadanos y los amigos lo reconocieran antes que los pretendientes pagaran por entero sus demandas. Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos, como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. El héroe se puso de pie y contempló la patria tierra, pero en seguida gimió y, bajando los brazos, golpeóse los muslos mientras suspiraba y decía de esta suerte:
 Odiseo: ¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e injustos u hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿Adónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adónde iré perdido? ¡Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios, pues entonces me llegara a otro de los magnánimos reyes que, recibiéndome amistosamente, me habría enviado a mi patria! Ahora no sé dónde poner las cosas ni he de dejarlas aquí: no vayan a ser presa de otros hombres. ¡Oh, dioses! No eran, pues, enteramente sensatos ni justos los caudillos y príncipes feacios, ya que me traen a estotra tierra; dijeron que me conducirían a Ítaca, que se ve de lejos y no lo han cumplido. Castíguelos Zeus, el dios de los suplicantes, que vigila a los hombres e impone castigos a cuantos pecan. Mas, ¡ea!, contaré y examinaré estas riquezas: no se hayan llevado alguna cosa en la cóncava nave cuando de aquí partieron.
 Hablando así, contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas y, aunque nada echó de menos, lloraba por su tierra patria, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando con mucha congoja. Acercósele entonces Atenea en figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey, que llevaba en los hombros un manto doble, hermosamente hecho, en los nítidos pies sandalias y en la mano una jabalina. Odiseo se holgó de verle, salió a su encuentro y le dijo estas aladas palabras:
 Odiseo: ¡Amigo! Ya que te encuentro a ti antes que a nadie en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame a mí mismo, que yo te lo ruego como a un dios y me postro a tus plantas. Mas dime con verdad, para que yo me entere: ¿qué tierra es ésta? ¿Qué pueblo? ¿Qué hombres hay en la comarca? ¿Estoy en una isla que se ve a distancia o en la ribera de un fértil continente que hacia el mar se inclina?
 Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le respondió diciendo:
 Atenea: ¡Forastero! Eres un simple o vienes de lejos cuando me preguntas por esta tierra, cuyo nombre no es tan oscuro, ya que la conocen muchísimos, así de los que viven hacia el lado por donde sale la aurora y el sol como de los que moran en la otra parte, hacia el tenebroso ocaso. Es, en verdad, áspera e impropia para la equitación pero no completamente estéril, aunque pequeña, pues produce trigo en abundancia y también vino; nunca le falta ni la lluvia ni el fecundo rocío; es muy a propósito para apacentar cabras y bueyes; cría bosques de todas clases y tiene abrevaderos que jamás se agotan. Por lo cual, ¡oh forastero!, el nombre de Ítaca llegó hasta Troya que, según dicen, está muy apartada de la tierra aquea.
 Así habló. Alegróse el paciente divinal Odiseo, holgándose de su tierra patria, a la que le nombraba Palas Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, y pronunció enseguida estas aladas palabras, ocultándole la verdad y haciéndole  un relato fingido, pues siempre revolvía en su pecho trazas muy astutas:
 Odiseo: Oí hablar de Ítaca allá en la espaciosa Creta, muy lejos, allende el ponto, y he llegado ahora con estas riquezas. Otras tantas dejé a mis hijos y voy huyendo porque maté al hijo querido de Idomeneo, a Orsíloco, el de los pies ligeros, que aventajaba en la ligereza de los pies a los hombres industriosos de la vasta Creta, el cual deseó privarme del botín de Troya, por el que tantas fatigas había yo arrostrado, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas, a causa de no haber consentido en complacer a su padre sirviéndole en el pueblo de los troyanos, donde yo era caudillo de otros compañeros. Como en cierta ocasión aquél volviera del campo, envainéle la broncínea lanza, habiéndole acechado con un amigo junto a la senda: oscurísima noche cubría el cielo, ningún hombre fijó su atención en nosotros y así quedó oculto que le hubiese dado muerte. Después que lo maté con el agudo bronce, fuime hacia la nave de unos ilustres fenicios a quienes supliqué y pedí, dándoles buena parte del botín, que me llevasen y dejasen en Pilos o en la divina Élide, donde ejercen su dominio los epeos. Mas la fuerza del viento extraviólos, mal de su grado, pues no querían engañarme y, errabundos, llegamos acá por la noche. Con mucha fatiga pudimos entrar en el puerto a fuerza de remos y, aunque muy necesitados de tomar alimento, nadie pensó en la cena; desembarcamos todos y nos echamos en la playa. Entonces me vino a mí, que estaba cansadísimo, un dulce sueño; sacaron aquéllos de la cóncava nave mis riquezas, las dejaron en la arena donde me hallaba tendido y volvieron a embarcarse para ir a la populosa Sidón, y yo me quedé aquí con el corazón triste.
 Así se expresó. Sonrióse Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le halagó con la mano y, transfigurándose en una mujer hermosa, alta y diestra en eximias labores, le dijo estas aladas palabras:
 Atenea: Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuese un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, artero, incansable en el dolo! ¿Ni aun en tu patria habías de renunciar a los fraudes y a las palabras engañosas, que siempre fueron de tu gusto? Mas, ¡ea!, no se hable más de ello, que ambos somos peritos en astucias, pues si tú sobresales mucho entre los hombres por tu consejo y tus palabras, yo soy celebrada entre todas las deidades por mi prudencia y mis astucias. Pero aún no has reconocido en mí a Palas Atenea, hija de Zeus, que siempre te asisto y protejo en tus cuitas e hice que les fueras agradable a todos los feacios. Vengo ahora a fraguar contigo un designio, a esconder cuantas riquezas te dieron los ilustres feacios por mi voluntad e inspiración cuando viniste a la patria y a revelarte todos los trabajos que has de soportar fatalmente en tu bien construida morada: toléralos, ya que es preciso, y no digas a ninguno de los hombres ni de las mujeres que llegaste peregrinando; antes bien, sufre en silencio los muchos pesares y aguanta las violencias que te hicieron los hombres.» 
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis y Editorial Origen, 1982, en traducción de Luis Segalá y Estalella. ISBN: 84-7530-114-2.]