Nuestra historia nos da derechos
«Naciones, nacionalidades, comunidades históricas, regiones..., hace ya tiempo que se ha abierto la subasta de nuestra cosa pública y algunas de ellas ya aventajan a las demás en el reparto. Unas y otras hacen descansar sus ambiciones en distintas variantes del tópico de que poseen una historia propia y que esa historia les ha otorgado derechos. Ahí se apoyan para alegar el respeto y la actualidad de sus derechos históricos. Real o más bien ficticia, la historia se vuelve para algunos pieza básica de su pretendida diferencia nacional y, en último término, de su derecho a la soberanía política. Sin llegar a tanto, el foralista alardea también de la historia de su tierra o de su rincón como el título más cualificado para ampliar sus competencias públicas. Pero todos, en definitiva, arguyen un derecho a la desigualdad de derechos, un derecho al privilegio.
1.-Al hablar de derechos históricos, no se piense en los que un país o un trozo de país hayan ostentado en algún momento del pasado y que ahora desean recuperar. De ésos podemos desentendernos, porque nadie defiende la restauración mecánica de tan ancestrales instituciones. Lo que se demanda a gritos es el reconocimiento de una facultad, más que de los modos particulares como se ejerció esa facultad. Sus valedores entre nosotros propugnan que aquellos derechos remiten ante todo a un "derecho originario a ser" sujeto político; o sea, al autogobierno. A su juicio, la historia confirma la realidad de un cuerpo político singular, anterior y exterior a la propia Constitución, que ni crea esos derechos ni podría suprimirlos.
Asistimos a un milagroso ejercicio de enajenación. Un grupo social indefinido, pero de presunta larga data, se transmuta en persona dotada de identidad y derechos políticos para toda su existencia futura. Frente a sus habitantes, que serán sus adjetivos, una comunidad y el territorio que ocupa quedan convertidos en sustantivos; es decir, se vuelven sujetos políticos a fuerza de prescindir de sus verdaderos sujetos y plegarlos a esas abstracciones. El resultado no es un ser mortal, una entidad política a merced del paso del tiempo y de las cambiantes vicisitudes o propósitos de sus miembros. Nada de eso; lo que aquí se engendra es una personalidad que trasciende a los individuos que la componen. Verbigracia, la Catalunya y la Euskal Herria eternas. La portentosa naturaleza de las facultades que posee según sus valedores lo dice todo, puesto que tales derechos son nada menos que "esenciales y absolutos, y en consecuencia, irrenunciables, inembargables e imprescriptibles en tanto subsista el sujeto portador". A este insólito sujeto vendremos enseguida.
2.-Entretanto, bien se ve que éstos no son -como todos- derechos meramente históricos, que nacen en un momento y podrían desaparecer en el siguiente, sino originarios. ¿Por qué no llamarlos entonces con mayor propiedad derechos suprahistóricos, si la historia se limita a descubrirlos y el tiempo representa la pura ocasión para que el perenne derecho de un pueblo se manifieste? Recuérdese que el vasco es un pueblo, según entonaba el lendakari Ibarretxe, "que existirá dentro de dos mil años". Se trata, por tanto, de derechos naturales y tan inmutables como éstos. Lo que en modo alguno merecen es el apelativo de derechos humanos, porque aquí nada cuentan los hombres a quienes se adjudican. Así que poco cuesta admitir que son anteriores a la Constitución de 1978, con tal de reconocer que sólo tienen validez moral y legal por haber sido recogidos en ella y, por cierto, mientras no la contraríen. Parecerían de hecho supraconstitucionales puesto que ni siquiera están sometidos a los procedimientos de reforma a los que la norma máxima se atiene. Claro que, si tales derechos coinciden con la Constitución en ser fruto de un acuerdo histórico colectivo, ¿no estarán tan expuestos como aquélla a que una nueva voluntad común decida hoy deshacer lo que otro supuesto acuerdo colectivo resolviera antes hacer?
Esta solemne redundancia (pues todo derecho nace y muere en la historia) carece de validez normativa para marcar el quehacer político. No sólo porque selecciona a su antojo esa particular porción histórica que le interesa, y no otra, sino porque invoca la pura legitimidad de la tradición. Por encima de cualquier otro criterio justificador, dicta como válida para hoy alguna prerrogativa que quizá se tuvo antaño. Es decir, lo que casi siempre se impuso como producto de la fuerza, de la ignorancia, de la arbitrariedad o simplemente de las condiciones de un tiempo pre- y antidemocrático. Pero el caso es que el pasado ni crea derechos ni tiene derecho alguno que enarbolar ante el presente. Los muertos no gobiernan sobre los vivos. Como se revelaran injustos, los llamados derechos adquiridos no serían derechos legítimos; si no están bien fundados, carecen de todo valor como precedentes.
3.-Pero ya se anunció que tales derechos históricos se declaran imprescriptibles "en tanto subsista el sujeto portador". Y para despejar esta última incógnita, o bien profesamos la creencia en un ente colectivo supratemporal portador de derechos sempiternos, o bien reconocemos como sujetos reales tan sólo a los individuos presentes que portan nada más que sus actuales derechos. ¿O acaso podrían constituir el mismo cuerpo político una pretérita sociedad de súbditos y otra actual de ciudadanos? Tampoco el contenido de tales derechos ofrece a su partidario especiales dificultades: desde un supuesto "haber sido" se brinca sin más al "deber ser", y de su más bien borrosa realidad política de ayer se deduce el derecho de autogobernarse hoy. Lástima que no exista paso necesario y lógico que vaya de lo uno a lo otro. Sólo a los sujetos actuales les corresponde dejar claro que ya no conservan esa unicidad de Pueblo y que, al contrario, forman una sociedad plural tanto en cultura como en adscripción política. Y, en consecuencia, a ellos solos les compete fijar el derecho que prevalece: no el incierto derecho histórico a la soberanía de un Pueblo imaginado, sino el indudable derecho democrático a la soberanía de sus ciudadanos.
El problema crucial estriba en cómo conciliar los derechos históricos y los derechos constitucionales sin que chirríen aquéllos o éstos. Es decir, cómo se avienen la particularidad, carácter colectivo y sostén tradicional de los primeros con la universalidad, naturaleza individual y apoyo racional de los segundos. Antiguo o nuevo régimen, reacción o progreso: ésa es la alternativa. Conforme a sus premisas y efectos necesarios no resulta fácil concertar la desigualdad civil que suponen e instauran los unos con la igualdad que requieren y ordenan los otros. Por qué unas diferencias históricas o culturales exigen diferencias de autogobierno, por qué las presuntas diferencias políticas de antes podrían justificar innegables privilegios ahora, etc., son cuestiones que aún aguardan respuesta. Lo único patente es que los derechos históricos son por definición derechos arraigados en historias dispares y, por ello, derechos dispares o asimétricos; derechos a la asimetría. Y nadie se sorprenderá tampoco de que esa desigualdad de poder político se traduzca enseguida en un poder económico desigual; o sea, de que lo más importante del fuero sea el huevo.
En definitiva, reivindicar los "derechos históricos" guarda sentido si se invocan no ya por haber sido derechos en el pasado o por títulos pasados, sino porque pudieran hoy asimismo serlo: en virtud de razones universalizables y una mayoría cualificada. La condición necesaria y suficiente sería que esos derechos distintos fueran compatibles con los comunes al resto de la ciudadanía. Pero tal es la principal piedra de toque con la que estos residuos del antiguo régimen suelen tropezar. Y es que el respeto de los derechos a la diferencia no debe trocarse en falta de respeto a la igualdad de derechos. En un régimen democrático y constitucional como el nuestro los "derechos asimétricos" denotan algo peor que un absurdo: consagran el atropello de otorgar más derechos de gobierno a unos que a otros. Por venerar el fuero se comete el mayor desafuero. A estas alturas de nuestra historia, pues, no hay derechos históricos a grados diversos de soberanía política. Es otra nueva razón para mejorar una Constitución si se quiere más democrática.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Ariel, 2012. ISBN: 978-81-344-7064-4.]
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