III.- En Estados Unidos
Escenas norteamericanas: el terremoto de Charleston
«Nunca allí se había estremecido la tierra [...] En esa paz señora de las ciudades del Mediodía empezaba a irse la noche, cuando se oyó un ruido que era apenas como el de un cuerpo pesado que empujan deprisa.
Decirlo es verlo. Se hinchó el sonido: lámparas y ventanas retemblaron... rodaba ya bajo tierra pavorosa artillería: sus letras sobre las cajas dejaron caer los impresores; con sus casullas huían los clérigos; sin ropas se lanzaban a las calles las mujeres, olvidadas de sus hijos; corrían los hombres desolados por entre las paredes bamboleantes: ¿quién asía por el cinto a la ciudad, y la sacudía en el aire, con mano terrible y la descoyuntaba?
Los suelos ondulaban; los muros se partían; las casas se mecían de un lado a otro: la gente, casi desnuda, besaba la tierra: "¡Oh, Señor! ¡Oh, mi hermoso Señor!", decían llorando las voces sofocadas; ¡abajo un pórtico entero!; huía el valor del pecho y el pensamiento se turbaba; ya se apaga, ya tiembla menos, ya cesa: ¡el polvo de las casas caídas subía por encima de los árboles y de los techos de las casas!
Los padres, desesperados, aprovechan la tregua para volver por sus criaturas; con sus manos aparta las ruinas de su puerta propia una madre joven de grande belleza; hermanos y maridos llevan a rastras, o en brazos, a mujeres desmayadas; un infeliz que se echó de una ventana anda sobre su vientre dando gritos horrendos, con los brazos y las piernas rotas; una anciana es acometida de un temblor y muere; otra, a quien mata el miedo, agoniza abandonada en un espasmo; las luces de gas débiles, que apenas se distinguen en el aire espeso, alumbran la población desalentada, que corre de un lado a otro, orando, llamando a grandes voces a Jesús, sacudiendo los brazos en alto. Y de pronto en la sombra se yerguen, bañando de esplendor rojo la escena, altos incendios que mueven pesadamente sus anchas llamas.
Se nota en todas las caras, a la súbita luz, que acaban de ver la muerte: la razón flota en jirones en torno a muchos rostros; en torno de otros se le ve que vaga, cual buscando su asiento, ciega y aturdida. Ya las llamas son palio y el incendio sube; pero ¿quién cuenta en palabras lo que vio entonces? Se oye venir de nuevo el ruido sordo: giran las gentes, como estudiando la mejor salida; rompen a huir en todas direcciones; la ola de abajo crece y serpentea; cada cual cree que tiene encima a un tigre.
Unos caen de rodillas; otros se echan de bruces; viejos señores pasan en brazos de sus criados fieles; se abre en grietas la tierra; ondean los muros como un lienzo al viento; topan en lo alto las cornisas de los edificios que se dan el frente: el horror de las bestias aumenta el de las gentes; los caballos que no han podido desuncirse de sus carros los vuelcan de un lado a otro con las sacudidas de sus flancos; uno dobla las patas delanteras; otros husmean el suelo; a otro, a la luz de las llamas se le ven los ojos rojos y el cuerpo temblante como caña en tormenta: ¿qué tambor espantoso llama en las entrañas de la tierra a la batalla?
Entonces, cuando cesó la ola segunda, cuando ya estaban las almas preñadas de miedo, cuando debajo de los escombros salían, como si tuvieran brazos, los gritos ahogados de los moribundos, cuando hubo que atar a tierra como a elefantes bravíos a los caballos trémulos, cuando los muros habían arrastrado al caer los hilos y los postes del telégrafo, cuando los heridos se desembarazaban de los ladrillos y maderos que les cortaron la fuga, cuando vislumbraron en la sombra, con la vista maravillosa del amor, sus casas rotas las pobres mujeres, cuando el espanto dejó encendida la imaginación tempestuosa de los negros, entonces empezó a levantarse por sobre aquella alfombra de cuerpos postrados un clamor que parecía venir de honduras jamás explotadas, que se alzaba temblando por el aire con alas que lo hendían como si fueran flechas. Se cernía aquel grito sobre las cabezas y parecía que llovían lágrimas.
Los pocos bravos que quedaban en pie, ¡que eran muy pocos!, procuraban en vano sofocar aquel clamor creciente que se les entraba por las carnes: ¡cincuenta mil criaturas a un tiempo adulando a Dios con las lisonjas más locas del miedo!
Apagaban el fuego los más bravos, levantaban a los caídos, dejaban caer a los que ya no tenían para qué levantarse, se llevaban a cuestas a los ancianos paralizados por el horror. Nadie sabía la hora: todos los relojes se habían parado en el primer estremecimiento.
La madrugada reveló el desastre.
Con el claror del día se fueron viendo los cadáveres tendidos en las calles, los montones de escombros, las paredes deshechas en polvo, los pórticos rebanados como a cercén, las rejas y los postes de hierro combados y retorcidos, las casas caídas en pliegues sobre sus cimientos y las torres volcadas y la espira más alta prendida sólo a su iglesia por un leve hilo de hierro.
El sol fue calentando los corazones: los muertos fueron llevados al cementerio, donde está sin hablar aquel Calhoun que habló tan bien, y Gaddens y Rutledge y Pinckney; los médicos atendían a los enfermos; un sacerdote confesaba a los temerosos; en persianas y en hojas de puerta se recogía a los heridos.
Apilaban los escombros sobre las aceras. [...] Todos llevan y traen. Unos preparan camas de paja. Otros duermen a un niño sobre una almohada y lo cobijan con un quitasol. Huyen aquéllos de una pared que está cayendo. ¡Cae allí un muro sobre dos pobres viejos que no tuvieron tiempo para huir! Va besando al muerto el hijo barbado que lo lleva en brazos, mientras el llanto le corre a hilos.
Se ve que muchos niños han nacido en la noche [...]. En las casas, ¡qué desolación! No hay pared firme en toda la ciudad, ni techo que no esté abierto; muchos techos de los colgadizos se mantienen sin el sustento de sus columnas, como rostros a los que faltase la mandíbula inferior [...]
Grande fue la angustia de la ciudad en los dos días primeros. Nadie volvía a las casas. No había comercio ni mercado. Un temblor sucedía a otro, aunque cada vez menos violento. [...]
En veinte millas hacia el interior el suelo estaba por todas partes agujereado y abierto: había grietas de dos pies de ancho a las que no se hallaba fondo; [...] El agua nueva sabía a azufre y hierro.»
[El texto pertenece a la edición de editorial Bruguera, 1973, en edición de Benito Varela Jácome. ISBN: 84-02-03126-9]
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