martes, 4 de septiembre de 2018

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles.- Patricio Pron (1975)


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Ravena, Florencia, Génova, Roma /marzo de 1978 (II)
Attilio Tesore. Florencia, 11 de marzo de 1978

«No recuerdo haberle hablado todavía de Romano Cataldi y, en realidad, todo gira alrededor de él, de algún sentido. Algunas cosas que supimos años después de conocerlo, todo aquello que fue contándonos poco a poco y a menudo de forma parcial, incompleta, sin ningún orgullo ni entusiasmo por su parte, aunque era evidente que a nosotros sí nos entusiasmaban y despertaban en nosotros un cierto orgullo por ser sus amigos, merecen ser dichas antes de que le cuente de qué modo lo conocimos: había perdido a su madre cuando tenía doce años y poco después se había marchado de su casa para dormir en la calle, en sótanos y en balas de paja en la franja que va de Cantiano a Foligno, al este de Perugia; un día robó unos tomates, después unas patatas y en otra ocasión unas manzanas que aún no habían madurado; cuando creía haber perfeccionado sus métodos, intentó robar unos huevos y fue apresado por un campesino que le dio una paliza en la que perdió un ojo; siguió robando con la ayuda del que le quedaba y pasó quince días en la cárcel cuando volvió a ser descubierto. Al ser liberado se marchó a Sassoferrato y consiguió un puesto como figurante en una representación teatral que abandonó a las pocas horas de haber sido contratado, al parecer con una discusión con el dueño del teatro, que lo denunció poco después por hurto cuando Cataldi escapó del local con el traje de cazador de los Alpes que se le había entregado para la función; según decía, no tenía prendas mejores en ese momento y pensó que el uniforme garibaldino era una paga adecuada por los minutos en que había desempeñado su papel, por lo demás, afirmaba, con enorme solvencia. El dueño del teatro, la policía local, los espectadores, que vieron cómo la función era interrumpida cuando uno de los voluntarios de Giuseppe Garibaldi  abandonaba la batalla de Bezzecca para escapar en dirección a las afueras del pueblo a través de la via Roma, no opinaron lo mismo, y Cataldi era reincidente: esa vez pasó un mes en la cárcel y después fue liberado y, a continuación, pasó otros seis meses preso por mendigar en Fondiglie, desde donde pretendía regresar a Umbría. Al salir de la cárcel trabajó, se desempeñó durante cinco meses como aprendiz en un criadero de cerdos en las afueras de Gubbio y fue tratado como uno, según decía; y entonces desapareció el badajo de una de las iglesias locales y Cataldi fue condenado a tres años de cárcel a pesar de que no tenía inclinaciones religiosas y no se encontró ningún badajo en su poder. Según decía, durante esos tres años en la cárcel aprendió a leer y comenzó a escribir, primero sus recuerdos, que temía olvidar si no los ponía por escrito, en especial los de los años pasados con su madre, y más tarde unos relatos breves, teñidos de cierta violencia, que las autoridades de la cárcel destruyeron antes de que cumpliera su condena por considerarlos indecentes. Nada grave, en realidad, ya que su autor los reconstruyó de memoria poco después, y fue lo primero que nos leyó cuando lo conocimos muchos años después de todo ello y en un momento en el cual Cataldi -que se había alistado en el ejército tras salir de la cárcel, había estado en África, había sido condenado a trabajos forzados, había trabajado en la vendimia, había pasado noventa días desnudo en una jaula de madera bajo el sol tunecino; había conseguido regresar a Italia tras desertar de nuevo y caminar cuarenta y nueve kilómetros con una pierna atravesada por un hierro infectado que sólo pudo hacerse quitar en el hospital de Sidi Bel Abbès, de donde escapó amenazando a las enfermeras con quitarse la vida con un cuchillo que sostuvo en su garganta, según decía, hasta que consiguió trepar a un barco que zarpaba del puerto de Orán- era uno de los jefes de los jóvenes fascistas de Perugia.

Espartaco Boyano. Ravena, 10 de marzo de 1978

 Cataldi tenía una compulsión a contar el número de veces que la letra "a" aparecía en los libros que leía. Sus opiniones literarias solían consistir en una frase del tipo de "El dueño de la fábrica de Romano Bilenchi tiene 78.342 aes", sin que quedase claro de ninguna manera si esa opinión era positiva o negativa. De hecho, es muy factible que la enumeración de la vocal a lo largo del libro lo hubiese distraído por completo de su contenido, al punto de que fuera incapaz de afirmar si ese contenido había sido de su agrado o no. Por otra parte, creo recordar que Cataldi quería escribir como Bilenchi. Además tenía una gran habilidad para deletrear al revés frases completas, después de haberles echado una rápida mirada y sin equivocarse ni una sola vez. En su cabeza, la literatura estaba regida por la simetría, pero posiblemente también lo estuvieran las decisiones que tomaba, ya que éstas tendían a conformar pares, a veces extremadamente distantes en el tiempo. Un día, por ejemplo, ardió la casa de un campesino en las afueras de Foligno. En otra ocasión fue destruido durante la noche un criadero de cerdos en las afueras de Gubbio. Ambos hechos no conforman un par, aunque su autor -nunca descubierto, por lo demás- fue el mismo, sino con otros hechos en el pasado.» 

 [El texto pertenece a la edición de Literatura Random House, 2016. ISBN: 978-84-397-3114-6.]

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