«Es necesario en todo tiempo, y muy en particular durante el progreso de una revolución, y hasta que las ideas se confirman por el hábito, que refresquemos frecuentemente nuestro patriotismo acudiendo a los primeros principios. Situando a las cosas en sus orígenes, aprenderemos a comprenderlas y teniendo siempre a la vista su origen y evolución, nunca las olvidaremos.
Una investigación sobre el origen de los derechos nos demostrará que los derechos no son regalos de un hombre a otro, ni de una clase de hombres a otra; porque ¿quién podría ser el primero en otorgarlos o en virtud de qué principio o autoridad podría poseer el derecho de concederlos?
Una declaración de derechos no es una creación o donación de ellos. Es un manifiesto del principio por el cual existen, seguida de una relación de cuáles son, porque todo derecho civil tiene un derecho natural como fundamento, el principio de garantía recíproca de aquellos derechos de un hombre a otro. Como, por consiguiente, es imposible descubrir cualquier otro origen de los derechos que no sea el origen del hombre, se sigue en consecuencia que los derechos pertenecen al hombre por derecho de su existencia solamente y que deben ser, por tanto, iguales en todo hombre.
El principio de igualdad de derechos es claro y simple. Cualquier hombre puede entenderlo; y es comprendiendo sus derechos como aprende sus deberes; porque, donde los derechos de los hombres son iguales, todos deben finalmente ver la necesidad de proteger los derechos de los otros como la protección más segura de los propios.
Pero si en la formación de una Constitución nos apartamos del principio de la igualdad de derechos o intentamos alguna modificación de él, nos sumimos en un laberinto de dificultades del que no hay más manera de salir que la retirada. ¿Dónde hemos de detenernos? ¿O con qué principio descubriremos el punto para detenerse, que discriminará entre hombres de un mismo país, parte de los cuales será libre y el resto no?
Si la propiedad se ha de tomar como criterio, es una total desviación de todo principio moral de libertad, porque es adjudicarle derechos a la mera materia y hacer del hombre un instrumento de la materia. Es, además, convertir la propiedad en una manzana de discordia y no sólo la incita sino que justifica la guerra contra ella; pues mantengo el principio de que, cuando la propiedad se emplea como instrumento para privar de los derechos a aquéllos a quienes sucedió no poseer propiedad alguna, se la emplea con un propósito ilegítimo, como se utilizarían las armas de fuego en semejante caso.
En un estado de naturaleza todos los hombres son iguales en derechos, pero no son iguales en poder, los débiles no pueden protegerse contra el fuerte. Siendo esto así, la institución de la sociedad civil tiene como fin llevar a cabo una equiparación de poderes que será paralela y servirá de garantía a la igualdad de derechos. Las leyes de un país, cuando se constituyen propiamente, se aplican con este propósito.
Todo hombre considera que el brazo de la ley para su protección es más eficaz que el suyo propio y, por consiguiente, todo hombre tiene un derecho igual en la formación del gobierno y de las leyes por las que se ha de gobernar y juzgar. En los grandes países y sociedades, como América y Francia, este derecho individual únicamente puede ser ejercido por delegación, esto es, por elección y representación; y es aquí de donde surge la institución del gobierno representativo.
Hasta ahora únicamente me he preocupado de asuntos de principio. Primero, que el gobierno hereditario no tiene derecho a existir, que no puede establecerse sobre ningún principio de derecho y que es una violación de todo principio. Segundo, que el gobierno por elección y representación tiene su origen en los derechos naturales y eternos del hombre, pues ya sea el hombre su propio legislador, como sucedía en el estado de naturaleza, o ya ejerza su parte de soberanía legislativa en su propia persona, como en el caso de las pequeñas democracias donde todos se reúnen para la formación de las leyes que les han de gobernar, o ya la ejerza en la elección de las personas que lo representarán en la asamblea general de representantes, el origen del derecho es el mismo en todos los casos. La primera forma de gobierno, como antes se observó, es defectuosa en el poder; la segunda es solamente factible en democracias poco extensas; la tercera es la más alta escala sobre la que se puede instituir el gobierno humano.
Junto a asuntos de principio están las cuestiones de opinión, y es necesario distinguir entre unos y otras. Que los derechos del hombre sean iguales no es una cuestión de opinión, sino de derecho y, por consiguiente, de principio; porque los hombres no poseen sus derechos como donaciones de unos a otros, sino por derecho propio. La sociedad es la guardiana pero no la que los da. Y como en las grandes sociedades, igual que América y Francia, el derecho del individuo en los asuntos de gobierno no puede ser ejercido sino por elección y representación, se sigue en consecuencia que el único sistema coherente con el principio, donde la democracia simple es impracticable, es el sistema representativo.
Pero en cuanto a la parte orgánica, o la manea como las diversas partes del gobierno serán ordenadas y compuestas, se trata de un asunto de opinión. Es necesario que todas las partes se acomoden al principio de la igualdad de derechos; y, en la medida en que este principio sea religiosamente respetado, ningún error sustancial podrá tener lugar, ni puede error alguno permanecer por mucho tiempo en aquella parte perteneciente al ámbito de la opinión.
En todos los asuntos de opinión, el pacto social, o el principio por el cual la sociedad se mantiene unida, requiere que la mayoría de las opiniones se convierta en la regla para el todo y que la minoría le rinda obediencia práctica. Esto es perfectamente conforme con el principio de igualdad de derechos; pues, en primer lugar, todo hombre tiene derecho a dar una opinión, pero ningún hombre tiene el derecho a que su opinión gobierne al resto. En segundo lugar, no se supone que sea conocida de antemano sobre qué lado de la cuestión, si a favor o en contra, caerá la opinión de cualquier hombre. Puede ocurrirle estar en la mayoría sobre algunas cuestiones y en la minoría en otras, y por la misma regla que él espera obediencia en un caso, debe obedecer en otro.
Todos los desórdenes que han surgido en Francia durante el desarrollo de la revolución ha tenido su origen no en el principio de la igualdad de derechos sino en la violación de ese principio. El principio de la igualdad de derechos ha sido repetidamente violado no por la mayoría, sino por la minoría; la minoría ha estado compuesta por hombres que poseían propiedades, así como por hombres sin ellas; la propiedad, por tanto, a pesar de la experiencia ya tenida, no es más un criterio de carácter que de derecho.
Ocurrirá a veces que la minoría tenga razón y la mayoría esté equivocada, pero tan pronto como la experiencia pruebe que éste sea el caso, la minoría aumentará la mayoría y el error se enmendará por sí mismo gracias al pacífico ejercicio de la libertad de opinión y de la igualdad de derechos. Nada, consecuentemente, puede justificar una insurrección; ni nunca puede ser ésta necesaria donde los derechos son iguales y las opiniones son libres.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, 2014, en traducción de Ramón Soriano y Enrique Bocardo. ISBN: 978-84-309-6364-5.]
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