lunes, 10 de septiembre de 2018

Los cantos de Maldoror.- Conde de Lautréamont (1846-1870)


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Canto primero

«Plegue al cielo que el lector, enardecido y momentáneamente feroz como lo que lee, halle, sin desorientarse, su abrupto y salvaje sendero por entre las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno; pues, a menos que ponga en su lectura una lógica rigurosa y una tensión de espíritu igual, como mínimo, a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro embeberán su alma como azúcar en agua. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que siguen; sólo algunos saborearán sin peligro ese fruto amargo. Por lo tanto, alma tímida, antes de adentrarte más por semejantes landas inexploradas, dirige hacia atrás tus pasos y no hacia delante. Escucha bien lo que te digo: dirige hacia atrás tus pasos y no hacia adelante, como la mirada de un hijo se aparta, respetuosamente, de la contemplación augusta de la faz materna; o, mejor, como el ángulo perdiéndose en el horizonte de las friolentas grullas tan meditabundas que, durante el invierno, vuela poderosamente a través del silencio, con todas las velas tendidas, hacia un punto preciso del horizonte de donde, súbitamente, brota un viento extraño y fuerte, precursor de la tormenta. La grulla más vieja, que forma por sí sola la vanguardia, al verlo, mueve su cabeza como una persona razonable y, en consecuencia, también su pico que hace restallar, y no está contenta (tampoco yo lo estaría en su lugar), mientras su viejo pescuezo, desprovisto de plumas y contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en irritadas ondulaciones, presagio de la tempestad que se acerca cada vez más. Tras haber mirado, con sangre fría, varias veces a todas partes con ojos que atesoran experiencia, prudentemente, en primer lugar (pues a ella corresponde el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las demás grullas de inferior inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela, para rechazar al enemigo común, vira con flexibilidad el vértice de la figura geométrica (tal vez sea un triángulo, pero no se ve el tercer lado que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), bien a babor, bien a estribor, como un hábil capitán; y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, puesto que no es tonta, toma así otro camino filosófico y más seguro.
 Lector, tal vez desees que invoque el odio al comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no vas a respirar, bañado en innumerables voluptuosidades, tanto como lo desees, por tus orgullosas fosas nasales, amplias y delgadas, volviéndote panza arriba al igual que un tiburón, en el aire negro y hermoso, como si comprendieras la importancia de este acto y la no menor importancia de tu legítimo apetito, lenta y majestuosamente, sus rojas emanaciones? Te lo aseguro, alegrarán los dos informes agujeros de tu asqueroso hocico, ¡oh!, monstruo, siempre que antes te apliques en respirar tres mil veces seguidas la maldita conciencia del Eterno. Tus fosas nasales se habrán dilatado desmesuradamente de inefable satisfacción, de éxtasis inmóvil, y no pedirán al espacio, embalsamado como con perfumes e incienso, nada mejor; pues se habrán ahitado de felicidad perfecta, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los agradables cielos.
 Estableceré en pocas líneas que Maldoror fue bueno durante sus primeros años en los que vivió feliz; ya está hecho. Advirtió, luego, que había nacido malo: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter lo mejor que pudo durante muchos años, pero, por fin, a causa de esta concentración que no le era natural, cada día la sangre se le subía a la cabeza, hasta que, sin poder ya soportar semejante vida, se arrojó resueltamente a la carrera del mal... ¡grata atmósfera! ¡Quién lo hubiera dicho!, cuando besaba a un niño pequeño de rostro rosado hubiese querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia si Justicia, con su largo cortejo de castigos, no se lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel. Humanos, ¿habéis oído?, ¡se atreve a repetirlo con esta pluma temblorosa! De modo que existe un poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querrá la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible. Imposible que el mal quiera aliarse con el bien. Es lo que antes he afirmado.
 Los hay que escriben para conseguir los aplausos humanos, gracias a las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que pueden poseer. Yo, por mi parte, me sirvo del genio para pintar las delicias de la crueldad. Delicias ni efímeras ni artificiales, por el contrario, comenzaron con el hombre y terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en los secretos designios de la Providencia?, ¿o, acaso, el ser cruel impide tener genio? En mis palabras se hallará la prueba; sólo de vosotros depende escucharme, si así lo deseáis... Perdón, he creído que los cabellos se habían erizado en mi cabeza, pero no es nada, pues he conseguido fácilmente, con mi mano, colocarlos de nuevo en su posición inicial. El que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan desconocidas, por el contrario, se envanece de que los pensamientos altivos y malvados de sus héroes estén en todos los hombres.
 He visto, durante toda mi vida, a los hombres de estrechos hombros, sin exceptuar uno solo, cometer actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes y pervertir las almas por todos los medios. Llaman «gloria» a los motivos de sus acciones. Viendo tales espectáculos quise reír como los demás, pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y me abrí las carnes en los lugares donde se unen los labios. Por un instante creí alcanzado mi objetivo. Miré en un espejo esa boca lacerada por mi propia voluntad. ¡Era un error! La sangre que corría en abundancia de ambas heridas impedía, además, distinguir si aquella era en realidad la risa de los demás. Pero, tras unos momentos de comparación, vi que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que no me reía. He visto a los hombres de fea cabeza y horribles ojos hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el insensato furor de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los más extraordinarios comediantes, la fortaleza de carácter de los curas y a los seres más ocultos para el exterior, los más fríos de los mundos y del cielo; fatigar a los moralistas hasta descubrir su corazón y hacer que caiga sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Les he visto, todos a una, dirigiendo, unas veces, al cielo el más robusto puño, como el de un niño perverso ya contra su madre, excitados probablemente por algún espíritu infernal, con los ojos llenos de un remordimiento urente y rencoroso al mismo tiempo, en un silencio glacial, sin osar emitir las vastas e ingratas meditaciones que su seno albergaba, tan llenas de injusticia y horror estaban, y entristecer así de compasión al Dios de misericordia; otras, en todo instante del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, esparciendo increíbles anatemas, sin sentido común alguno, contra todo cuanto respira, contra sí mismo y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y los niños y deshonrar, así, las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces, los mares levantan sus aguas, engullen los maderos en sus abismos; los huracanes, los terremotos derriban las casas; la peste, las diversas enfermedades diezman las rezadoras familias. Pero los hombres no lo advierten. Les he visto, también, ruborizándose, palideciendo de vergüenza por su conducta en esta tierra; raras veces. Tempestades, hermanas de los huracanes; azulado firmamento cuya fuerza no admito; hipócrita mar, imagen de mi corazón; tierra de misterioso seno; habitantes de las esferas; universo entero; Dios que lo creaste con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre que sea bueno!... Pero que tu gracia multiplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de semejante monstruo puedo morir de asombro; por menos se ha muerto.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Sed de Belleza, en traducción de Luis Manuel Pérez Boitel. ISBN: 959-229-097-0.]

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