jueves, 13 de septiembre de 2018

La Comuna.- Albert Ollivier (1915-1964)


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10.-Destino de la Comuna

«A partir de la tarde del 28, la ciudad fue sometida, bajo el pretexto de pacificarla, a la más horrible represión. Varlin, reconocido en la plaza Cadet, fue arrastrado hacia las Buttes, maniatado, para ser juzgado. Un populacho enardecido le acompañaba por las empinadas calles de Montmartre, apedreándole y cubriéndole de basura. Cuando llegó a la cumbre, apenas podía tenerse de pie y su dulce rostro de profeta era todo él una llaga, con un ojo colgando fuera de su órbita. Hubo que sentarle para poderle fusilar. Caído después de una doble descarga, su cuerpo fue reventado a culatazos por los soldados en medio de los aplausos del público.
 No era esto más que el principio. Durante varios días, se procedió en París a ejecuciones sumarias no menos salvajes que la que hemos descrito. Edouard Moreau, el joven miembro del Comité Central, fue también pasado por las armas en esos mismos días. Se colgaba letreros en la espalda de los federados llamándoles asesinos, ladrones, borrachos; se les metía cuellos de botella en el fondo de la garganta; se asesinaba a los heridos dentro de las ambulancias. El dibujante André Gill le contaba a Cladel cómo había visto a soldados entreteniéndose, dejando caer sus bayonetas sobre los ojos de los cadáveres, apuntando cuidadosamente para acertar a la primera. Cluseret refiere el caso de un sargento que le decía a un sacerdote que había dado tabaco a sus hombres: "Esta tarde no tenemos nada que hacer mis hombres y yo; si alguien le resulta molesto, bastará una palabra de usted, estamos a sus órdenes." Llovían las denuncias y, al amparo de éstas, cuántos desgraciados fueron fusilados a pesar de sus protestas por tener algún parecido con Courbet, Vallés, Billioray, Lefrançais, etc...
 Pero la palma de estos días le corresponde, sin duda, al general Galliffet; una de sus lindezas consistía en sacar de las columnas de presos a los hombres de pelo gris y mandarlos fusilar en el acto, pues según él éstos habían conocido las jornadas de junio de 1848 y, por tanto, tenían más culpa que los demás. También mandó fusilar a un preso porque llevaba un reloj y por consiguiente debía ser un funcionario de la Comuna. Las cosas llegaron a tales extremos, que ciertos periódicos conservadores protestaron. Se consideró entonces que había llegado el momento de ceder el paso a la ley. Miles de presos, hombres y mujeres, fueron hacinados con la brutalidad que puede uno imaginarse en los sótanos nauseabundos de las Grandes Ecuries, en la Orangerie, en el campamento de Satory y en todas las cárceles cercanas. Muy pronto, cuando Versalles y sus alrededores, totalmente abarrotados, no daban ya a basto, Thiers decidió alojar a los presos menos comprometidos en pontones, sobre el Sena. Allá fueron enviados en vagones para ganado, sin más alimento que unas pocas galletas.
 Cuando finalmente esta pobre gente empezó a comparecer ante los Consejos de guerra de Versalles, inútil es decir que estaba totalmente extenuada por la espera y los malos tratos. Se comprende que, en general, su comportamiento ante los tribunales no fuera brillante, tanto menos cuanto que se enfrentaban a unos jueces con la opinión más que hecha, en un ambiente de violencias y de insultos y sin posibilidad alguna de asegurar su defensa. Sin embargo, dos miembros de la Comuna mostraron un gran valor: Ferré y Rossel. Ferré no temió asumir responsabilidades ni fustigar con violencia, a pesar de las protestas del presidente, al Gobierno de Defensa Nacional. Sabía perfectamente la suerte que le esperaba y la aceptaba con calma, sin contrición. En cuanto a Rosel, su juicio apasionó a la opinión pública. No era posible no sentir simpatía hacia ese oficial de tan excepcional rectitud y firmeza. Fue detenido el 7 de junio en un hotel del bulevar Saint-Germain, en el que estaba escondido bajo un nombre supuesto desde su ruptura con la Comuna, dedicado a redactar sus Memorias mientras raudales de sangre corrían por las calles de un París en llamas. Sin embargo, a pesar de la simpatía que le rodeaba, a pesar de las peticiones enviadas en su favor por la juventud del barrio latino y por treinta y cinco notables de Metz, fue condenado a muerte, lo mismo que Ferré, "para que sirviese de ejemplo".
 En una mañana tristona de noviembre (el día 28, exactamente) se procedió a la ejecución. Eran tres los reos: Ferré, Rossel y el sargento Bourgeois. Tres coches celulares rodeados de un pelotón de gendarmes a caballo con el sable desenvainado, aseguraron el traslado de los condenados al terreno de Satory. Rossel, acompañado del pastor Passa, vestido con cierta negligencia, tocado de un sombrero usado, pasó delante seguido de Ferré que, por el contrario, con el rostro cuidadosamente rasurado y vestido con esmero, fumaba tranquilamente un enorme cigarro. El primero tenía veintisiete años; el segundo, veinticinco.
 Se leyeron las sentencias y los pelotones ocuparon sus puestos. Rossel se quitó el sombrero y lo tiró al suelo. Ferré le imitó. Se oyeron tres disparos a intervalos de unos segundos; a la izquierda, en medio del desconcierto de los asistentes, Ferré aún vivía. El oficial se apresuró a darle la puntilla, dos tiros en la sien, que acabaron con él. Empezó entonces a tocar la banda militar y las tropas desfilaron ante los cadáveres husmeados ya por los perros.
 Después de estas primeras ejecuciones, siguieron otras y otras sin cesar hasta los primeros meses del año 1872. En total hubo centenares de condenas a muerte y miles de destierros.
 Mientras tanto, ¿qué les ocurría a los principales jefes de la Comuna? A la muerte de Dombrowski, Rigault, Delescluze, Varlin, Rossel y Ferré hay que añadir las de Vermorel y Genton. Vermorel murió en el hospital de Versalles a consecuencia de sus heridas. Genton fue ejecutado en Satory, el 30 de abril en 1872. En cuanto a Frankel, se libró de la pena capital gracias a que era extranjero. Assi, Billioray, Régère, Paschal Grousset, Henri de Rochefort, fueron condenados al destierro en un fuerte, Rastoul y Jourde al destierro simple y Gustave Courbet a seis meses de cárcel. La mayoría de los jefes lograron, sin embargo, escapar: Suiza acogió a Protot, gravemente herido; a Vermersch, Vuillaume, Babick, Pindy, Gambon, Beslay, Alavoine, Arthur Arnould, Lefrançais, Elisée Reclus. A Londres llegaron Léo Meillet, Cournet, Charles da Costa, Gois, Theisz y Jules Vallés; finalmente, Tridon, Perrachon y Ranc se refugiaron en Bélgica.
 Así pues, quienes evitaron la muerte, conocieron los tormentos de la Nueva Caledonia o la vida dura y precaria del exilio.»
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, 1971, en traducción de Patricio de Azcárate Diz. Depósito legal: M. 361-1971.]

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