martes, 25 de septiembre de 2018

Odisea.- Homero (c. VIII a.C.)


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Rapsodia XIII: Partida de Odiseo del país de los feacios y su llegada a Ítaca

«Y mientras los caudillos y príncipes del pueblo feacio oraban al soberano Poseidón, permaneciendo de pie en torno a su altar, Odiseo despertó de su sueño en la tierra patria, de la cual había estado ausente mucho tiempo, y no pudo reconocerla porque una diosa -Palas Atenea, hija de Zeus- le cercó de una nube con el fin de hacerle incognoscible y enterarle de todo: no fuese que su esposa, los ciudadanos y los amigos lo reconocieran antes que los pretendientes pagaran por entero sus demandas. Por esta causa todo se le presentaba al rey en otra forma, así los largos caminos, como los puertos cómodos para fondear, las rocas escarpadas y los árboles florecientes. El héroe se puso de pie y contempló la patria tierra, pero en seguida gimió y, bajando los brazos, golpeóse los muslos mientras suspiraba y decía de esta suerte:
 Odiseo: ¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra a que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes e injustos u hospitalarios y temerosos de los dioses? ¿Adónde podré llevar tantas riquezas? ¿Adónde iré perdido? ¡Ojalá me hubiese quedado allí, con los feacios, pues entonces me llegara a otro de los magnánimos reyes que, recibiéndome amistosamente, me habría enviado a mi patria! Ahora no sé dónde poner las cosas ni he de dejarlas aquí: no vayan a ser presa de otros hombres. ¡Oh, dioses! No eran, pues, enteramente sensatos ni justos los caudillos y príncipes feacios, ya que me traen a estotra tierra; dijeron que me conducirían a Ítaca, que se ve de lejos y no lo han cumplido. Castíguelos Zeus, el dios de los suplicantes, que vigila a los hombres e impone castigos a cuantos pecan. Mas, ¡ea!, contaré y examinaré estas riquezas: no se hayan llevado alguna cosa en la cóncava nave cuando de aquí partieron.
 Hablando así, contó los bellísimos trípodes, los calderos, el oro y las hermosas vestiduras tejidas y, aunque nada echó de menos, lloraba por su tierra patria, arrastrándose en la orilla del estruendoso mar y suspirando con mucha congoja. Acercósele entonces Atenea en figura de un joven pastor de ovejas, tan delicado como el hijo de un rey, que llevaba en los hombros un manto doble, hermosamente hecho, en los nítidos pies sandalias y en la mano una jabalina. Odiseo se holgó de verle, salió a su encuentro y le dijo estas aladas palabras:
 Odiseo: ¡Amigo! Ya que te encuentro a ti antes que a nadie en este lugar, ¡salud!, y ojalá no vengas con mala intención para conmigo; antes bien, salva estas cosas y sálvame a mí mismo, que yo te lo ruego como a un dios y me postro a tus plantas. Mas dime con verdad, para que yo me entere: ¿qué tierra es ésta? ¿Qué pueblo? ¿Qué hombres hay en la comarca? ¿Estoy en una isla que se ve a distancia o en la ribera de un fértil continente que hacia el mar se inclina?
 Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le respondió diciendo:
 Atenea: ¡Forastero! Eres un simple o vienes de lejos cuando me preguntas por esta tierra, cuyo nombre no es tan oscuro, ya que la conocen muchísimos, así de los que viven hacia el lado por donde sale la aurora y el sol como de los que moran en la otra parte, hacia el tenebroso ocaso. Es, en verdad, áspera e impropia para la equitación pero no completamente estéril, aunque pequeña, pues produce trigo en abundancia y también vino; nunca le falta ni la lluvia ni el fecundo rocío; es muy a propósito para apacentar cabras y bueyes; cría bosques de todas clases y tiene abrevaderos que jamás se agotan. Por lo cual, ¡oh forastero!, el nombre de Ítaca llegó hasta Troya que, según dicen, está muy apartada de la tierra aquea.
 Así habló. Alegróse el paciente divinal Odiseo, holgándose de su tierra patria, a la que le nombraba Palas Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, y pronunció enseguida estas aladas palabras, ocultándole la verdad y haciéndole  un relato fingido, pues siempre revolvía en su pecho trazas muy astutas:
 Odiseo: Oí hablar de Ítaca allá en la espaciosa Creta, muy lejos, allende el ponto, y he llegado ahora con estas riquezas. Otras tantas dejé a mis hijos y voy huyendo porque maté al hijo querido de Idomeneo, a Orsíloco, el de los pies ligeros, que aventajaba en la ligereza de los pies a los hombres industriosos de la vasta Creta, el cual deseó privarme del botín de Troya, por el que tantas fatigas había yo arrostrado, ya combatiendo con los hombres, ya surcando las temibles olas, a causa de no haber consentido en complacer a su padre sirviéndole en el pueblo de los troyanos, donde yo era caudillo de otros compañeros. Como en cierta ocasión aquél volviera del campo, envainéle la broncínea lanza, habiéndole acechado con un amigo junto a la senda: oscurísima noche cubría el cielo, ningún hombre fijó su atención en nosotros y así quedó oculto que le hubiese dado muerte. Después que lo maté con el agudo bronce, fuime hacia la nave de unos ilustres fenicios a quienes supliqué y pedí, dándoles buena parte del botín, que me llevasen y dejasen en Pilos o en la divina Élide, donde ejercen su dominio los epeos. Mas la fuerza del viento extraviólos, mal de su grado, pues no querían engañarme y, errabundos, llegamos acá por la noche. Con mucha fatiga pudimos entrar en el puerto a fuerza de remos y, aunque muy necesitados de tomar alimento, nadie pensó en la cena; desembarcamos todos y nos echamos en la playa. Entonces me vino a mí, que estaba cansadísimo, un dulce sueño; sacaron aquéllos de la cóncava nave mis riquezas, las dejaron en la arena donde me hallaba tendido y volvieron a embarcarse para ir a la populosa Sidón, y yo me quedé aquí con el corazón triste.
 Así se expresó. Sonrióse Atenea, la deidad de ojos de lechuza, le halagó con la mano y, transfigurándose en una mujer hermosa, alta y diestra en eximias labores, le dijo estas aladas palabras:
 Atenea: Astuto y falaz habría de ser quien te aventajara en cualquier clase de engaños, aunque fuese un dios el que te saliera al encuentro. ¡Temerario, artero, incansable en el dolo! ¿Ni aun en tu patria habías de renunciar a los fraudes y a las palabras engañosas, que siempre fueron de tu gusto? Mas, ¡ea!, no se hable más de ello, que ambos somos peritos en astucias, pues si tú sobresales mucho entre los hombres por tu consejo y tus palabras, yo soy celebrada entre todas las deidades por mi prudencia y mis astucias. Pero aún no has reconocido en mí a Palas Atenea, hija de Zeus, que siempre te asisto y protejo en tus cuitas e hice que les fueras agradable a todos los feacios. Vengo ahora a fraguar contigo un designio, a esconder cuantas riquezas te dieron los ilustres feacios por mi voluntad e inspiración cuando viniste a la patria y a revelarte todos los trabajos que has de soportar fatalmente en tu bien construida morada: toléralos, ya que es preciso, y no digas a ninguno de los hombres ni de las mujeres que llegaste peregrinando; antes bien, sufre en silencio los muchos pesares y aguanta las violencias que te hicieron los hombres.» 
 
  [El fragmento pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis y Editorial Origen, 1982, en traducción de Luis Segalá y Estalella. ISBN: 84-7530-114-2.]

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