domingo, 30 de septiembre de 2018

Dame tu corazón.- Joyce Carol Oates (1938)


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Dame tu corazón

«Querido doctor K:
 ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿A que sí? Veintitrés años, nueve meses  y once días.
 Desde la última vez que nos vimos. Desde la última vez que me viste, tal como vine al mundo, sobre tus rodillas desnudas.
 ¡Doctor K.! No pretendo que este saludo formal sea un halago, ni mucho menos una burla; por favor, compréndelo. No te escribo después de tantos años para pedirte un favor poco razonable (confío) ni para exigir nada, sólo para preguntarte si, en tu opinión, debería cumplir con el trámite y tomarme la molestia de cursar la solicitud para convertirme en la afortunada receptora de tu órgano más preciado, tu corazón; si después de tantos años puedo aspirar a cobrarme lo que me corresponde.
 Me he enterado de que tú, el prestigioso doctor K., eres de los que han tenido la generosidad de firmar un "testamento vital" para donar tus órganos a quienes los necesiten. Nada de cosas anticuadas y egoístas como un funeral y un entierro en el cementerio para ti, ni siquiera una incineración. ¡Bien hecho, doctor K.! Pero yo sólo quiero tu corazón, no tus riñones, tu hígado o tus ojos. A ésos pienso renunciar en beneficio de otros que los necesiten más que yo.
 Por supuesto, mi intención es presentar mi solicitud como lo hacen otros en casos médicos similares al mío. Ni si me ocurriría esperar cualquier tipo de favoritismo por mi parte. La petición propiamente dicha se haría a través de mi cardiólogo. "Mujer de raza blanca, de mediana edad, bien conservada, atractiva, inteligente, optimista, pero con una cardiopatía; aparte de eso, goza de perfecta salud." No se haría mención alguna de nuestra antigua relación, por mi parte al menos. Aunque tú, mi querido doctor K., como un posible donante de corazón, sí podrías indicar tu preferencia, digo yo.
 Todo eso, sin duda, saldrá a la luz cuando mueras, doctor K. ¡Por supuesto! Ni un segundo antes.
 (Sospecho que no eres consciente de que tu sino es morir pronto, ¿no? De que te queda menos de un año. De que tendrás un accidente "trágico" e "insólito", tal como lo describirán. De que supondrá un final "irónico" y "espantoso hasta lo indescriptible" para una "carrera brillante". Todo eso no lo sabes, ¿no? Siento no poder ser más específica con respecto a la fecha, el lugar, los medios; ni siquiera sobre si morirás solo o con uno o dos miembros de tu familia. Pero he aquí, precisamente, la verdadera naturaleza de un accidente, doctor K. Es una sorpresa.) 
 ¡No pongas esa cara de pocos amigos, doctor K.! Todavía eres un hombre apuesto, y todavía presumido, pese al cabello canoso y cada vez más escaso que, al igual que otros hombres presumidos que pierden el pelo, te has aficionado a peinarlo de lado sobre tu reluciente calva, imaginando que, si tú no eres capaz de advertir semejante ardid en el espejo, los demás tampoco. Pero yo sí lo veo.
 Tus dedos torpes se desplazarán ahora hasta la última página de esta carta para ver mi firma -"Ángel"- y de repente te verás obligado a recordar..., con una punzada de culpa.
 ¡Es ella! ¿Sigue... viva?
 ¡Pues sí, doctor K.! Más viva que nunca.
 Como es natural, habrás llegado a imaginar que había desaparecido, que había dejado de existir, puesto que dejaste de pensar en mí hace tantísimo tiempo.
 Estás asustado. Tu corazón, ese órgano culpable, ha empezado a latir con fuerza. Desde una ventana del primer piso de tu casa, en Richmond Street (victoriana y meticulosamente restaurada con tejas gris pálido y molduras azul marino, "pintoresca" y "señorial" entre otras de su mismo estilo en el viejo y exclusivo barrio residencial al este del Seminario Teológico), observas con inquietud..., ¿qué?
 No me miras a mí, obviamente. Yo no estoy ahí.
 En todo caso, no estoy donde puedas verme.
 ¡Y sin embargo, el cielo encapotado y mortecino parece palpitar con siniestra intensidad! Como un gran ojo que te mirase fijamente.
 ¡No pretendo hacerte daño, doctor K.! De verdad que no. Esta carta no supone una reclamación de tu (póstumo) corazón, ni siquiera una "amenaza verbal". Si decides cometer la estupidez de mostrársela a la policía, te asegurarán que es inofensiva, que no es ilegal, que es una mera demanda de información; ¿debería yo, "el amor de tu vida",  a quien no has visto en veintitrés años, cursar la solicitud para ser la receptora de tu corazón? ¿Qué posibilidades tiene Ángel?
 Yo sólo quiero que me den lo que es mío, lo que se me prometió hace tantísimo tiempo. ¡Yo sí he sido fiel a nuestro amor, doctor K.!
 Sueltas una risotada áspera, incrédula. ¿Cómo vas a responder a este Ángel, si no ha incluido apellido ni dirección? Vas a tener que buscarme. Para salvarte, búscame.
 Estrujas esta carta con la mano, la arrojas al suelo.
 Te alejas trastabillando, con la intención de dejarla ahí tirada, pero es obvio que no puedes dejar las hojas estrujadas de mi carta manuscrita en el suelo de... -¿se trata de tu estudio?, ¿en el primer piso de la vieja y señorial casa victoriana en el 119 de Richmond Street?-, donde alguien podría encontrarlas, recogerlas y ponerse a leer lo que tú no querrías que leyera ninguna otra persona, sobre todo alguien "cercano" a ti. (Como si nuestras familias, en especial los parientes de nuestra misma sangre, estuvieran tan "cerca" de nosotros como en la auténtica intimidad del amor erótico). Así que, como es natural, regresas; con dedos temblorosos, recoges las hojas desparramadas, las alisas y continúas leyendo.
 ¡Mi querido doctor K.! Por favor, compréndelo, no siento rencor, no abrigo obsesiones. Yo no soy así. Tengo mi propia vida y hasta he tenido una carrera (con moderado éxito). Soy una mujer normal, de mi tiempo y de mi entorno. Soy como la exquisita araña negra y plateada con cabeza de diamante, la llamada "araña feliz", la única subespecie de arácnidos que, según se dice, posee la particularidad de tejer telarañas medio improvisadas, tanto de forma circular como de embudo, y de errar por el mundo a su antojo, pues se siente como en casa, ya sea en la hierba mojada como en los interiores secos, oscuros y protegidos que son obra de la mano del hombre; que disfruta de libre albedrío (relativo) dentro de las inevitables limitaciones de la conducta de los arácnidos; con una mordedura muy venenosa, a veces letal para los seres humanos, sobre todo para los niños.
 Como la cabeza de diamante, tengo muchos ojos. Como la cabeza de diamante puedo parecer "feliz", "dichosa" y "exultante" a la mirada de los demás. Pues ése es mi papel, mi interpretación.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Gatopardo Ediciones, 2017, en traducción de Patricia Antón. ISBN: 978-84-945100-6-9.]

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