domingo, 16 de septiembre de 2018

El diablo viste de Prada.- Lauren Weisberger (1977)


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«-Oye, necesito ir urgentemente al lavabo, pero estaba esperando a que volvieras. Quédate un minuto al lado del teléfono, por favor.
 -¿No has ido al lavabo desde que me fui? -pregunté con incredulidad. Habían pasado cinco horas-. ¿Por qué no?
 Emily terminó de colocar la cinta en la caja que acababa de envolver y me miró con frialdad.
 -Miranda no tolera que nadie, salvo sus ayudantes, atienda el teléfono. Supongo que hubiera podido escaparme un minuto, pero sé que Miranda tiene hoy un día frenético y quería estar a su disposición en todo momento. Por lo tanto, no, nosotras no vamos al lavabo ni a ningún otro sitio sin ponernos de acuerdo. Tenemos que trabajar juntas para asegurarnos de que lo hacemos todo lo mejor posible. ¿De acuerdo?
 -Claro -respondí-. Anda, ve. No me moveré de aquí.
 Cuando Emily desapareció, puse una mano sobre la mesa para serenarme. ¿Nada de ir al baño sin un plan de guerra coordinado? ¿De veras Emily había permanecido cinco horas en esa oficina, rezando para que su vejiga se comportara, por miedo a que una mujer que se hallaba al otro lado del Atlántico llamara durante los dos minutos y medio que habría tardado en ir al baño? Estaba claro que sí. Me pareció una exageración, pero lo atribuí al excesivo entusiasmo de Emily. No podía creer que Miranda exigiera eso a sus ayudantes. Imposible. ¿O no?
 Recogí algunas hojas de la impresora y leí el título: "Regalos de Navidad recibidos". Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis hojas de regalos a un espacio. El remitente aparecía en una columna y el artículo en otra. Doscientos cincuenta y seis regalos en total. Parecía la lista de bodas de la reina de Inglaterra y fui incapaz de absorberla toda. Había un juego de maquillaje Bobby Brown de la propia Bobby Brown, un bolso exclusivo Kate Spade de Kate y Andy Spade, un archivador de cuero granate Smythson de Bond Street enviado por Graydon Carter, un saco de dormir forrado de visón de Miuccia Prada, una pulsera Verdura de varias vueltas de Aerin Lauder, un reloj de brillantes de Donatella Versace, una caja de champán de Cynthia Rowley, un corpiño de cuentas a juego con un bolso de noche de Mark Badgley y James Mischka, una colección de bolígrafos Cartier de Irv Ravitz, una bufanda de chinchilla de Vera Wang, una chaqueta con estampado tipo cebra de Alberto Ferretti, una manta de cachemir Burberry de Rosemarie Bravo. Y eso no era más que el principio. Había bolsos de todas las formas y tamaños de todo el mundo: Herb Ritts, Bruce Weber, Giselle Bundchen, Hillary Clinton, Tom Ford, Calvin Klein, Annie Leibovitz, Nicole Miller, Adrienne Vittadini, Kevin Aucoin, Michael Kors, Helmut Lang, Giorgio Armani, John Sahag, Bruno Magli, MarioTestino y Narciso Rodríguez, por mencionar unos pocos. Había docenas de donaciones hechas en nombre de Miranda a varias sociedades benéficas, unas cien botellas de vino y champán, ocho o diez gemas de Fendi, dos docenas de velas aromáticas, piezas preciosas de cerámica oriental, pijamas de seda, libros forrados en piel, productos de baño, bombones, pulseras, caviar, jerseys de cachemir, fotografías enmarcadas y suficientes arreglos florales y/o plantas para decorar una de esas bodas de quinientas parejas que los chinos celebran en campos de fútbol. ¡Santo Dios! ¿Era real? ¿Estaba ocurriendo de verdad? ¿Estaba trabajando para una mujer que recibía 256 regalos de Navidad de los personajes más famosos del mundo? O no tan famosos. No estaba segura. Reconocía a algunas celebridades y diseñadores, pero ignoraba que entre los demás estuvieran los fotógrafos, maquilladores y modelos más codiciados, gente de la alta sociedad y una retahíla de directivos de Elias-Clark. Me preguntaba si Emily sabía realmente quién era toda esa gente cuando entró. Fingí que no estaba leyendo la lista, pero no pareció importarle.
 -Una locura, ¿verdad? Miranda es la mejor -exclamó mientras cogía unas hojas de su mesa y las contemplaba con lo que sólo podía describirse como lujuria-. ¿Has visto cosas más increíbles en tu vida? Abrir los regalos es una de las mejores partes de este trabajo.
 No entendía nada. ¿Nosotras abríamos los regalos? ¿Por qué no los abría Miranda en persona? Se lo pregunté.
 -¿Estás loca? Miranda detesta el noventa por ciento de los regalos que recibe. Algunos son decididamente insultantes, cosas que ni siquiera me molesto en enseñarle. Como éste.- Levantó una cajita.
 Era un teléfono inalámbrico de Bang and Olufsen con su característico diseño de cantos curvos y unos tres mil kilómetros de alcance. Yo había estado en la tienda unas semanas antes viendo cómo Alex salivaba con los equipos de música y, por lo tanto, sabía que el teléfono costaba más de quinientos dólares y podía hacerlo todo salvo mantener la conversación por ti.
 -Un teléfono. ¿Puedes creer que alguien haya tenido el valor de regalar un teléfono a Miranda Priestly? -me lo lanzó-. Quédatelo si quieres. Jamás permitiría que Miranda lo viera siquiera. le indignaría mucho enterarse de que alguien le ha enviado algo electrónico. -Emily pronunció la palabra "electrónico" como si fuera sinónima de "cubierto de secreciones corporales".
 Metí el teléfono debajo de mi mesa y me esforcé por no sonreír. ¡Era demasiado perfecto! En la lista de las cosas que necesitaba para mi nuevo hogar figuraba un teléfono inalámbrico (tenía un supletorio en mi habitación) y acababa de conseguir gratis uno de quinientos dólares.
 -Envolvamos algunas botellas de vino más -prosiguió Emily mientras se sentaba de nuevo en el suelo- y luego podrás abrir los regalos que han llegado hoy. Están allí.-Señaló una pila de cajas, bolsas y cestas de multitud de colores situada detrás de su mesa.
 -¿Estas botellas son los regalos que nosotras enviamos en nombre de Miranda? -pregunté alzando una caja que procedí a envolver con el papel blanco.
 -Sí, cada año es lo mismo. Los más importantes reciben botellas de Dom, o sea, los directivos de Elias y los grandes diseñadores que no son amigos personales, el abogado y el administrador. Los intermedios reciben Veuve, y eso abarca a casi todo el mundo, los maestros de las gemelas, los peluqueros, Uri y demás. Los don nadie se llevan una botella de Chianti Ruffino, como los relaciones públicas que envían a Miranda regalos pequeños e impersonales. Hemos de enviar Chianti al veterinario, a las canguros que sustituyen a Cara, a la gente que le atiende en las tiendas que frecuenta y a quienes cuidan de la casa de verano de Connecticut. A principios de diciembre encargó 25.000 dólares en regalos, Sherry-Lehman nos lo trae y generalmente tardamos una semana en envolverlos. Es un buen trato, porque Elias paga la factura.»
 
 [El fragmento pertenece a la edición en español de la editorial Random House Mondadori, 2007, en traducción de Matuca Fernández de Villavicencio. ISBN: 978-84-9793-676-7 (vol. 619/1).]
  

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